“Los recuerdos son lo que
somos. Al final, eso es todo el equipaje que te llevas. El amor y los recuerdos
son lo que perdura”. (Kristin Hannah)
(Madrid, septiembre 1999)
Era domingo por la tarde y los
coches se amontonaban en largas colas intentando entrar en la ciudad. Después
de unas minivacaciones de seis días, por fin, llegaba a mi casa de Madrid
agotado del largo y tenso viaje. Había colocado ya la maleta sobre la cama y me
disponía a deshacerla lo antes posible ya que, a continuación, tenía que volver
a rehacerla. Al día siguiente, muy temprano, tenía que tomar un avión con
destino al norte de Italia, donde me esperaban dos meses de trabajo. Me daba un
poco de pereza esta situación. Desde hacía ya unos años, las pautas de mi vida
eran éstas: hacer y deshacer, cargar y descargar, llegar y partir…, siempre con
una maleta a cuestas. Me gustaba lo que hacía, pero era una vida errante. Abrí
la maleta con la intención de ordenar y clasificar todo, lo que se quedaría en
el armario y lo que me iba a acompañar a mi siguiente destino. Camisas,
pantalones, ropa de abrigo, ropa de trabajo, zapatos, gorros, etc... Tenía que
pensar lo que me haría falta para el frío, o para el calor, o para la lluvia…
Era, y soy, un desastre haciendo maletas, me estresa mucho.
Me di cuenta de que al ir
sacando prendas tocaba objetos extraños, cosas que yo no había incluido en casa
de mi madre, donde me había quedado esos días. No me cogió por sorpresa, ya
estaba acostumbrado y, con sólo palparlos, supe qué eran y quién había sido la
causante. Lo había vuelto a hacer. Cerré los ojos y respiré profundamente para
no enfadarme, para no explotar. No había remedio con ella, todo estaba perdido.
La había aleccionado y le había argumentado el por qué me parecía mal su
actitud, pero todo caía en saco roto. Aunque ella dijera que lo comprendía, lo
volvía hacer: un par de latas pequeñas de atún y otras dos de caballa, un
salchichón, un chorizo y una cuña de queso liados convenientemente en film.
Después emergieron dos barras de turrolate, un paquete de galletas pequeño,
caramelos… ¡¡¿Pero cuando metió todo esto? ¿Y cómo lo escondió tan bien?!!...
Seguí desalojando el contenido de la maleta esperando alguna sorpresa más.
Cerca del fondo un par de calzoncillos y tres pares de calcetines nuevos con
sus etiquetas y debajo de ellos un sobre con una estampita de la Virgen de la
Sierra y una de Fray Leopoldo. Volví a inspirar fuertemente antes de descolgar
el teléfono.
-Mamá..., sí, soy yo. Sí, ya
he llegado…, mucho mamá, mucho tráfico…, muy cansado mamá… ¿Que qué hago?, pues
imagínatelo, deshacer la maleta y empezar con la de mañana… Sííí, meteré abrigo
y las camisetas térmicas que me compraste…, bueno mamá no te enrolles y no me
desvíes la atención. ¿De qué estuvimos hablando ayer?... ¿que ya no te
acuerdas?... Que me aguante, que tú eres así y que no piensas cambiar… Vale,
vale. Por favor, mamá…, que tú ya has estado aquí y sabes qué hay de todo, tú
lo viste, que vivo encima de un mercado de abastos, hay tiendas por todas
partes y que, gracias a Dios, tengo un sueldo y algo de dinero y sabes también
que cocinando me defiendo… ¡Ah!… Una cosa te digo mamá, los calzoncillos me los
compro yo, que sé cuáles me gustan. No, no, no…. eso me hacía falta a mí, que
te dijera cuáles son los que me gustan…, por favor que tengo ya 38 años… ¡Ah!
que encontraste algunos ya muy feos y lo has tirado...¡¡¡Pufff!!! O sea, ¿qué
has estado hurgado en la maleta?… No me extraña mamá, menos mal que no tengo
secretos... Y ahora dime, ¿qué hago con toda esta comida?... Si me voy dos
meses mamá… Que la guarde para cuando venga, o que me la lleve, o que me la
coma… Mamá por Dios, eres imposible... Claro, ahora me vienes con que ya me
acordaré de ti cuando faltes. Mira, déjalo, que tengo mucho que hacer y no
quiero que se me olvide nada de lo importante y prefiero no enfadarme más. Ya
lo sé mamá, que soy muy “esaborío”. Que sííííí, que síííí…, que te llamaré
mañana cuando llegue, tendré mucho cuidado mamá. No me hagas esto más porfa, no
hay necesidad, ¿no lo entiendes?, ¿me lo prometes?... Y preocúpate un poquito
por ti anda… ¿Vale?... Un besito muy grande mamá, hasta mañana… Que síííí, lo
dejaré todo apagado… ¿Que coma?… ¡¡Pufff!!...¡¡¡Mamáááá..., voy a colgar!!!-
Estaba sudando por intentar no
levantarle la voz, por no gritarle. Nunca se lo había hecho, pero la verdad es
que me exasperaba muchas veces. Esto no era nuevo, ya venía de lejos. Desde que
me fui de casa en aquel septiembre de 1981 tenía la sensación de que su
presencia protectora estaba siempre tras de mí. Me engañaba, amagaba con que lo
entendía pero no era así, al final ella hacía lo que quería. Esa actitud me
molestaba porque todo el día estaba dándole vueltas a todo lo que creía que me
hacía falta y la verdad es que a mí no me faltaba ya de nada. Yo solo veía que
su mundo era una burbuja pequeña donde lo importante eran los demás, sus seres
queridos, y ella sólo quería servir, servir y nada más que servir. Esa fue su
única universidad: la que le tocó por ser mujer y haber nacido en una época
donde subsistir era el único fin y trabajar como una mula su único futuro. Era
excesiva con todos y miserable consigo misma. Que se comprara ropa buena,
zapatos, que se apuntara al IMSERSO, que hiciera actividades… Todo era inútil,
no quería y eso me daba rabia. Con las fatigas que había pasado, ahora podía
disfrutar algo de la vida y tener cosas que nunca había tenido. Pero, ¿por qué
se preocupaba ahora de mandarme unas latillas de atún, salchichón o turrolate?…
¡¡Vamos, vamos!!..., no lo podía, ni lo quería comprender.
Seguí desalojando lo último de
la maleta. Unos pantalones, al sacarlos y extenderlos, un pequeño zumo salió
disparado de un pernil y cayó al suelo. Miré al techo de la habitación y volví
a hiperventilar mi cuerpo profundamente… ¡¡¡Si a mí no me gustan estos zumos!!!
(Italia, noviembre 1999)
El tiempo es implacable. Se
mueve lento pero discurre rápido. Después de 65 días me disponía a volver de
nuevo a España. Era viernes y la mañana era fría y gris. Estaba metida en una
lluvia que era, en sí, aguanieve, el peor tiempo para trabajar a la intemperie.
El principal anhelo ese día era ver aparecer a aquel avión entre las nubes.
Traería un preciado cargamento, nuestro relevo, y el medio en que volveríamos
de nuevo a casa. La incertidumbre era grande, un temporal asolaba toda Europa y
todavía cabía la posibilidad que nuestro regreso se aplazara.
(Madrid, 17 horas más tarde)
Metí la llave con dificultad
en la cerradura, la giré y abrí. Eran las doce y media de la noche. Arrastré
como pude la maleta y un gran bolso con la ropa del trabajo hacia dentro y
cerré la puerta tras de mí. Me descolgué la mochila y empecé a encender luces.
El piso estaba helado. Salimos de Italia con tres horas de retraso. La avería
recurrente de siempre, después, sobre Francia, la esperada tormenta eléctrica
y, para colmo, el aire en contra. Baches, turbulencias y el ensordecedor golpeo
del hielo en el fuselaje al desprenderse de las alas hicieron que fuera uno de
los peores vuelos que recordaba. Puse en marcha la calefacción, venía arrecido
de frío. Sonó el teléfono, y enseguida se me vino a la cabeza una imagen.
¡¡Bingo!!
-Hola… Síííí. Por fin mamá,
qué día más largo, desde las 6 levantado… Destrozado mamá, he salido con mucho
frío y aquí hace tanto igual… Y bueno mamá, ¿no te llamé esta tarde desde
Italia para decirte que no esperaras mi llamada, que salíamos con mucho
retraso? Anda acuéstate que son la una menos cuarto… El viaje bien mamá, estos
aviones modernos ni se mueven… Ya sé que te da mucho miedo y tú, con miedo, no
te duermes… Bueno, pues ya le puedes apagar la vela a la Virgen y..., bueeeno,
pues no se la apagues… Sí mamá, he comido un bocadillo en el avión…, síííí
sacaré el edredón de plumas y lo echaré encima de la cama, pero me quiero
duchar antes... Otra vez mamá…, que síííí, que he comido y además tengo comida
por aquí… Noooo…, mañana cuando me levante me pongo con la maleta y pondré
lavadoras. No lo sé mamá, ahora no sabría decirte cuando podré ir… Pero por qué
no me dejas, te acuestas tú y yo me puedo duchar… Te prometo que mañana
hablamos tranquilamente… Que la Navidad cómo la tengo… Por favor mamá, hasta
mañana… Gracias mamá, que descanses tú también, buenas noches.
- Arrinconé el equipaje en la
otra habitación, saqué el edredón del armario, lo extendí sobre la cama y
después me duché. El agua caliente resbaló sobre mí cuerpo como un bálsamo, me
relajó y, a la vez, me dio energía. Me puse un pijama limpio y una sudadera, el
piso seguía gélido. Cogí de la mochila un trozo de pan que me había sobrado del
desayuno. La verdad es que el desayuno era lo único que me había echado al
cuerpo en todo el día, aparte de toda una serie de cafés de los cuales ya había
perdido la cuenta. Empecé a abrir las puertas de la cocina por si encontraba
algo comestible. Dos litros de leche que les quedaba muy poco para caducar, un
bote de pimientos rojos, un tetrabrik de caldo ya caducado, colines y regañás,
un bote de espárragos y..., al fondo de un armario, dos latas de atún pequeñas
y dos de caballa. Bueno, me dije, me hago un montadito y un vaso de leche y
mañana será otro día. Sobre un plato coloqué la caballa y los pimientos rojos,
creí que era buena elección. Cogí el pan y lo abrí, estaba ya algo duro, pero
le metí dentro el contenido de las latas. Puse en el microondas un vaso de
leche y listo. Me senté a la mesa. Le di un bocado y, al entrar en mi cuerpo,
me di cuenta de que tenía hambre, pues me supo a gloria. Me quedé abstraído
masticando y mirando fijamente aquella lata vacía de caballa y el vaso de leche
humeante. Cerré los ojos y una fugaz chispa prendió dentro de mi pecho. Duró lo
que dura una chispa, una pizca, pero lo suficiente para recibir una fuerte
sacudida que me hizo respirar de forma entrecortada. Cuando abrí los ojos vi
todas las piezas de mi armadura tiradas por el suelo de la cocina. Todo aquello
que me servía para caminar con seguridad en la selva donde habitaba a diario se
había derrumbado de un plumazo. Me miré y observé que estaba desnudo,
totalmente desnudo, encueros. Arrebatado, intenté tragar lo que tenía en la
boca, pero se me hizo bola y me costó. Recordé que esto que me estaba sabiendo
a gloria eran las conservas que ella me había escondido en mi maleta y por las
cuales yo me enfurecí aquel día, hacía ya más de dos meses. Al instante
vinieron, como una ráfaga de flashes, donde se solapaban unas con otras, las
imágenes de mi vida donde ella nunca
faltaba a mi
lado, donde su mano siempre estaba ahí para levantarme, para protegerme, para acariciarme.
Pero, ¿cómo no pude ver su presencia en aquel pequeño montadito? Qué torpe y
qué bruto era. Cómo podía haber olvidado que el amor de mi madre estaba
presente constantemente y que una sonrisa, una caricia, un gesto, podían darle
una felicidad y un sosiego instantáneo. Eso ahora me quemaba y me escocía. Vi
con claridad que nuestros dolores, nuestras alegrías y penas, nuestras sonrisas
y lágrimas, nuestros fracasos y triunfos, eran los suyos. Su cuerpo físico ya
no existía hacía tiempo, era a través de nuestras sensaciones y emociones por
las cuales ella respiraba, ella sentía y vivía. Una mano invisible había cogido
mi estómago y lo había estrujado. Vi perfectamente lo que ella era y por qué
quería ser así, un simple grano de arena en una gran playa, la estrella más
tenue, pequeña e insignificante de un firmamento rutilante lleno de
constelaciones o una gota de agua en un océano. Eso quería ser, ¿por qué tratar
de cambiar constantemente aquella realidad, si era inviable?
Estaba claro. Todo lo que me
estaba pasando era una trama ideada con astucia y sé quién tenía ahora el
dominio y el empuje para doblegarme. Sí, era ese Dios, el Dios de las pequeñas
cosas, quien me la había vuelto a hacer. Lo preparó con astucia, me esperó, fue
paciente y golpeó con fuerza cuando menos lo esperaba. Nuevamente me había dado
una lección, me había vuelto a dar una hostia sin manos. Me había parado en
seco y me había quitado el velo que impedía que apreciara la magnitud de la
persona que sufría y padecía por mí, la persona que me dio el ser. Este Dios me
enseñó la grandeza de lo pequeño. Mezcló en su probeta el polvo de una estrella
pequeña e irrelevante, una pizca de su bondad, entrega y sacrificio después
cogió un pellizco de su amor y una latita de caballa, lo agitó y me lo arrojó
sin piedad, provocando la mayor de las tempestades en mí, una tormenta de
emociones que hizo de lo pequeño lo más grande, hizo que viera. Me levanté de
la mesa y como pude, me recompuse. En lo alto de la mesa estaba todavía,
incandescente, la chispa que lo había provocado todo. La recogí y la guardé en
el frasco de las chispas. Me di cuenta de que había estado llorando sin darme
cuenta. Terminé el pequeño bocadillo y me bebí la leche. Me fui a acostar. Al
pasar por el salón, encima de la mesa, tenía enmarcada una foto de ella. La
cogí y la limpié con delicadeza mientras la miraba. ¡Qué difícil me iba a ser
conciliar el sueño aquella noche!
(Madrid, octubre 2024)
Ella nos dejó hace ya unos
años y no dejo de acordarme de ella. Aún hoy no he podido desactivar mis
alarmas sensoriales de qué días o a qué horas me llamaba. Hace unos meses
llamaron al teléfono fijo, eran sobre las diez de la noche, su hora. Descolgué
y respondí:
-Hola mamá. Pues mira,
haciendo ya la digestión de la cena ¿y tú?, ¿también?... Pues muy bien… Yo, un
caldo de puchero congelado, sí del que me hiciste, con unos fideos finos y
averiguado... Esta vez te salió de ole. ¿Y tú?... ¿Sopa de pescada? … Uhmmmm, qué
rica mamá, a mí me gusta mucho, y con este frío es lo que apetece… Vale, cuando
vaya me haces una, y lentejas… Lo sé mamá, que te gusta mucho la cuchara…
Bueno, sí, mañana trabajo de tarde… ¿Que cuando voy a ir?. Pronto mamá, muy
pronto. Bueno, el próximo día te llamo yo ¡¿eh?! Un besito mamá, que descanses.
Buenas noches.-
Cuando iba a colocar el
teléfono sobre su base se oyó por el micrófono una voz extraña: ¡¡Caballero, le
repito, que yo no soy su madre!!, le llamo de Vodafone y solo quería ofrecerle
una oferta. ¿En qué compañía esta ust...? El teléfono cayó en su sitio y se
cortó. Es inevitable, el recuerdo nace de la raíz, del cariño, del
agradecimiento. Si para tener una buena vida hay que hacer méritos, ella los
tenía todos. Pero no tuvo suerte, ni en la vida ni en la muerte. Hoy he bajado al trastero a por mí inmortal
maleta “Samsonite”. Estoy preparando un viaje a Italia, quiero recordar viejos
tiempos. Precisamente, ahora es tiempo lo que me sobra. Al abrirla, me he
encontrado un sobre con la Virgen y Fray Leopoldo, creo que hay estampitas de
éstas en todas las maletas que tengo y todas me llevan a ella.
“Y un recuerdo que
lleva a otro recuerdo, si mal no lo recuerdo, me llevó hasta ella.
Y un recuerdo que
lleva a otro recuerdo, ahora que me acuerdo, me acordé de ella.
Y yo, que siempre
lo olvido todo, no hay manera de olvidarme de ella.
Porque ella es la
memoria de un corazón lleno de olvidos.”