diciembre 01, 2025

Ángel Pérez Campos

 


El último cuento de Navidad






Recuerdos de la Azuzailla 1967

El paisaje y el cortijo: Un mar de olivos

Érase una vez, en un rincón quieto y profundo del mundo, donde el paisaje era, esencialmente, una sinfonía de olivos; nada más. No era otra cosa: fanegas y fanegas de tierra consagradas a árboles centenarios, cuyas hojas, de un verde que era plata y gris a la vez, hilaban un manto absoluto sobre el territorio. Era un mar monocromático que tapizaba las suaves lomas y escalaba sin piedad los cerros más pronunciados.

Solo interrumpía aquella uniformidad el púrpura discreto de unos pocos viñedos y las sombras frescas de las choperas, atadas a la orilla de los arroyos. A lo lejos, esparcidas como gotas de cal viva sobre el lienzo pardo, las casillas, caserías y cortijos hilaban su existencia,  ligadas  por  una  intrincada  red, fina como telarañas,  de  viejas  sendas. Eran finísimos hilos de tierra que trenzaban la vida social de sus gentes y se perdían por encima del horizonte, por donde el cielo tocaba la tierra. Mientras, en lo alto, las nubes que habían pasado la noche abrazadas a las alamedas se desperezaban con parsimonia bajo el tímido sol, buscando la altura para flotar sobre tanta inmensidad.

La vida en aquel valle, sin embargo, se movía a ras de esas mismas sendas, al ritmo pautado de la necesidad y el esfuerzo. No todas las mañanas eran tan plácidas como aquella vista sugería, y mucho menos en el frío corazón de diciembre.

La gélida mañana y la carga de agua

La fría mañana del 23 de diciembre de 1967, el viejo mulo Lucero escalaba con obstinada lentitud la senda angosta, mil veces hollada, portando sobre su lomo una carga esencial: el agua. Su aliento salía en resoplidos profundos, como un vaporoso velo blanco que empañaba el aire y le robaba fugazmente la línea del horizonte. Mi tío Miguel y mi primo Pepe habían llenado las cántaras de arcilla en la fuente que manaba con fuerza bajo el gran nogal, en lo más profundo de la honda vaguada. Pepe, a horcajadas sobre Lucero, me sostenía con una mano en el pecho mientras con la otra guiaba las riendas, animando al mulo con la voz y golpeándolo suavemente con el talón para que apresurara el paso.

Los seis cántaros de barro cocido se posaban con holgura en los huecos de las aguaderas de hierro. Danzaban al ritmo acompasado de cada paso del animal, hilando un melancólico soniquete. El plácido chapoteo interno del agua se mezclaba con el tintineo metálico y cerámico de los recipientes en el armazón, apenas roto por el trino agudo de algún petirrojo furtivo o el canto dulce del zorzal entre la serena frialdad de los olivos. Todo este ajetreo se expandía y rebotaba por la silenciosa y solitaria vaguada, llenando de vida el aire fresco de la mañana.

Me lo había ofrecido el día anterior. Desde que salió el sol, yo había vigilado cada movimiento de mi primo Pepe para que no se escapara de su promesa, como tantas otras veces. La ceremonia de vestir al animal me fascinaba: sacar a Lucero de la cuadra con su jáquima ya puesta, colocarle el aparejo, ceñirlo con la tensión precisa y, después, acomodar y ajustar las aguaderas hasta reducir el cabeceo antes de la carga final. Pero lo sublime era, sin duda, trepar a su lomo y contemplar el mundo desde aquella atalaya móvil, observando la nueva perspectiva mientras el animal intentaba espantar con un gesto moleto las moscas de sus orejas. Todo era diferente desde allí arriba, un espectáculo, y yo, un niño de seis años y medio, el protagonista indiscutible.

—¡Pepe, por Dios, ten mucho cuidado con él; no me lo vayas a desgraciar!— resonó la súplica de mi madre, Aurora, justo antes de que nos perdiéramos cuesta abajo.

El chaparro a mitad del camino y el ciruelo, que en verano ofrecía su deliciosa fruta, ya quedaban a nuestras espaldas. Desde nuestra elevada posición se distinguía el desmantelado huerto de verano y el arroyo que nacía en la fuente, la misma que llenaba el estanque junto a la casilla de los abuelos. En su recorrido, el arroyo dibujaba una línea de zarzamoras y cañas que se unía al manantial de donde veníamos, semejando una cicatriz longitudinal que dividía las dos lomas de aquella hondonada. El sendero, corto y de tierra bien pisada, no tenía pérdida, aunque su pendiente era un desafío tanto para hombres como para bestias.

La preparación para la Nochebuena

Al final de una recta, una gran curva nos permitió divisar por fin el tejado del cortijo y el hilo de humo blanco que ascendía de su chimenea. En lo más alto de aquel cerro se alzaba “La Azuzailla”, rodeada de olivos y flanqueada por dos imponentes eucaliptos: uno junto al camino, cerca de la era, y el otro en la esquina del muladar. Gallinas, pollos y gallos picoteaban y buscaban lombrices junto a la entrada. Dos grandes hojas de madera, desabrochadas, daban paso al único acceso a la hacienda. Al cruzar, se abría un patio empedrado que servía de distribuidor a todas las estancias: la vivienda, las cuadras, el cuarto de aperos, el gallinero, las lagaretas, el corral, el palomar....

Mi primo agachó la cabeza para salvar el dintel y me apretó contra él. Lo que vi después en aquel patio me dejó asombrado: tres cuerpos inertes yacían allí. Dos estaban metidos en un gran barreño de zinc y el otro en un lebrillo. Aquellas dos pavas, que mi tía Carmela y mi madre habían estado engordando con habas secas durante dos semanas, y el gran pollo blanco, el más chulo y presumido del gallinero, estaban ahora a punto de ser desplumados.

—¡Miguelín, ayuda a Pepe a bajar al Angelín del mulo!— exclamó mi tía, saliendo por la puerta con una gran olla de agua caliente directo hacia donde estaban las pavas. Detrás de ella, mi madre apareció con otra olla para el pollo, mientras me decía con firmeza: —¡No te vayas a acercar aquí!.

Así que, cuando me bajaron del animal, pegué mi espalda contra una pared desde la cual tenía buena visión y me dispuse a observarlo todo. Desde hacía unos días, la monotonía de las dos familias que vivíamos en el cortijo había cambiado drásticamente. Por vacaciones, mi hermano y mis primos habían dejado de ir al colegio rural de Las Lagunillas. Además, las últimas lluvias habían detenido en seco la recogida de la aceituna. Por lo tanto, no me dejaban por la mañana temprano en la casilla de los abuelos, donde me aburría de manera sublime. Todos,  dentro o fuera  del cortijo, se  movían frenéticamente  sin parar, corriendo de aquí para allá, yendo y viniendo. Yo estaba muy entretenido, pero, la verdad, no comprendía nada.

—¡Rafalín! ¿Qué les pasa? —pregunté. —La Navidad, Angelín, la Navidad... —me respondió el menor de mis primos.

Me encogí de hombros y seguí observando cómo desplumaban a las aves con una destreza asombrosa, y también cómo descargaban los cántaros de agua. Mi primo Miguelín, el mellizo de Pepe, le dio la vuelta al mulo y, con seis cántaros vacíos, se dirigió a la salida en busca de otro cargamento. Mi tío Miguel lo esperaba allí para ayudarle. Miguelín me lanzó una mirada cómplice, pero mi madre, que estaba muy atenta, en cuanto vio cómo me disponía a participar del nuevo viaje, gritó contundente a la vez que fijaba en mí sus dulces ojos: —¡Noooo! ¡Con una vez tienes bastante hoy! Y métete adentro para la chimenea, ¡que vas a coger frío como el año pasado!.

El tesoro de las cajas de dulces

Esa misma tarde, mi tía y mi madre charlaban mientras despiezaban las pavas y el pollo al lado de la chimenea. Sus rostros serios revelaban la importancia de su conversación. Escuché a mi madre decirle a mi tía: —La decisión ya está tomada, Carmela, será para esta primavera—. Como no entendí a qué se refería, no les presté mucha atención. Prefería entretenerme con la lumbre: soplaba con la toba o cogía ramitas sueltas con las tenazas y las metía en el fuego, todo bajo la mirada de fiscal de mi madre.

La enorme chimenea abarcaba todo el ancho de aquel salón-cocina. Arriba, en el tiro de la campana, colgaban en cinco varas de madera las morcillas de sangre de la última matanza, sudando y ahumándose. Fuera, a lo largo de la cocina, justo encima de nuestras cabezas, también colgaban chorizos, salchichones, morcillas de sesos y algún jamón. Esos días, el fuego ardía sin cesar y una olla sobre las trébedes proporcionaba agua caliente para cualquier necesidad.

Pero me aburría. Ni mi hermano ni mis primos habían querido llevarme a quitar las trampas, alegando que era demasiado pequeño y que me quedaría pinchado en el barro como otras veces. Para mí, esa era una excusa torpe: con diez y doce años, ellos ya se creían mayores y yo solo era un renacuajo que no encajaba con ellos. Aun refunfuñando por la prohibición, me sobresalté al oír fuera los perros ladrando con fuerza. Al poco rato, los cascos de un mulo sonaron contra el empedrado del patio, acompañados de risas y voces. La curiosidad me hizo dar un salto de la silla baja de enea y me fui hacia la puerta.

Allí estaban mi tío Miguel y mi padre, pero también mi hermano y mis primos, pues  se  habían  encontrado  en  el  camino de vuelta del  Ventorrillo  de  Las Lagunillas. Venían andando con el mulo, que traía cargados dos sacos de pan y varias cajas más que no reconocía. Mi padre me miró y me preguntó si me había portado bien, a lo que yo asentí. Luego puso su mano encallecida encima de mi cabeza y sonrió: —Muy bien, Angelín, así me gusta.

Descargaron todos los bultos y despojaron del aparejo a Lucero para, acto seguido, meterlo hacia las cuadras. Se quitaron el barro de las botas y nos sentamos todos alrededor de la chimenea. La oscuridad de la noche ganaba terreno al día y se empezaron a encender los primeros candiles cerca de aquella gran mesa, dando su temblorosa luz amarilla a la creciente penumbra.

Mi tío Miguel me preguntó si ya tenía preparada la pandereta. Le respondí que no, preguntándole: —¿Por qué, tito?.

—¡Cojollos! —me respondió. —Mañana es Nochebuena y pasado Navidad. ¡Tenemos que cantar muchos villancicos, así que vete ensayando!.

Todos soltaron una carcajada, mientras yo me quedé pensando en lo que me había dicho.

—¿Es que no te acuerdas del año pasado? —me preguntó mi primo Miguelín. —Este no se enteró de nada, cogió un trancazo con calenturas el veintidós y no lo soltó hasta después de Reyes —le respondió mi madre, y aprovechó para decirme: —Bueno, Angelín, dime, ¿tú cuándo te vas a bañar, ahora o mañana temprano? Tus primos y tu hermano ya lo hicieron.

Me quedé pensando y le respondí: —La semana que viene, mamá. Todos volvieron a reír a carcajadas.

—¡Mira qué espabilado! —dijo mi madre, con un tono más firme. —Pues mañana te despierto temprano y te baño. Piensa en acostarte pronto, porque mañana hay que hacer muchas cosas.

La miré, perplejo y con los ojos muy abiertos. Mi madre, ya muy seria, me enumeró los planes: —Mira, niño, mañana lo primero es ir a ver a los abuelos, a la tía Francisca y al tío José. Y no sé si también veremos al tío Antonio y a la tía María, que quieren acercarse con los primos. Y, después de eso, tenemos que preparar la comida y la cena.

Mi padre se levantó rápidamente y se fue escaleras arriba, donde estaban nuestras habitaciones. Al instante bajó con una caja entre las manos. La reconocí: era una de las que venían encima de Lucero, junto con los sacos de los panes. La apoyó en la gran mesa de la cocina, junto a las cantareras.

—Creo que es el momento de abrirla ya, ¿no? —dijo mirando a mi madre. —¡Vamos, niña, ábrela tú, que a ti se te da mejor esto!.

Como verdaderos resortes, mis primos y mi hermano saltaron de las sillas para rodear la caja. Yo me había quedado petrificado en la chimenea, confundido. Mi padre me animó: —¡Pero vengaaaa!.

Cuando llegué a la mesa, mi madre estaba junto a la caja con unas tijeras en la mano, pero los primeros puestos ya estaban ocupados. Mis primos y mi hermano rodeaban aquel objeto sin perderlo de vista, con los ojos muy abiertos. Mis tíos  y  mi padre, que sonreían, dieron un paso atrás. Al querer romper el cerco a la caja, me di cuenta de que era imposible, así que me agarré a las camisas de mis primos y de mi hermano y tiré con fuerza hacia abajo mientras protestaba, pero nadie quería ceder terreno. Tuvo que ser mi tía quien se puso seria: —¡¡¡Cheee!!! ¡¡¡Dejadle un sitio al chiquitín, por Dios, ¿no veis que no ve?!!!.

Rafalín me cogió del hombro y me puso por delante de él. Mi tío se dio cuenta de que no llegaba en altura, acercó media cuartilla de las de medir el grano para que me subiera en ella y exclamó: —Ahora sí que sí.

—Bueno, ya estamos todos. Puedes abrirla, niña, a ver si los cinco kilos de dulces llegan a Reyes —dijo mi padre riendo.

Mi madre rompió el primer envoltorio de papel con las tijeras y dejó ver la caja, envuelta en papel transparente de celofán amarillo. Ya se adivinaban, a través de él, los primeros dibujos y colores de Navidad. Los cinco chiquillos seguíamos expectantes, observando todas las maniobras de apertura. Entretanto, los mayores nos observaban a nosotros, llenos de asombro y complicidad. La punta de las tijeras rompió el celofán, dejándola lista para abrir. El grupo de los cinco se recolocó impaciente para no perder detalle. —¡¡¡Vamos, tita, ábrela ya!!!— dijo, exasperado, uno de mis primos.

Al fin, mi madre levantó la tapa de la caja muy lentamente, dándole un poco más de tensión a las emociones contenidas. La tapa cayó hacia atrás, descubriendo el tesoro que albergaba. Un olor, un perfume a almendras tostadas, ajonjolí, canela, anís y una infinidad de especias que no reconocía, entró por mi nariz, haciéndome cerrar los ojos. La contratapa era la estampa de un cielo estrellado con un pequeño pueblo lleno de lucecitas. Un gran cometa guiaba a pastores y rebaños hacia el más humilde de los aposentos, un establo iluminado desde el cielo. Las siluetas de tres reyes se acercaban en camellos desde las montañas.

Dentro de la caja, los dulces estaban ordenados como en formación. Encima de ellos, dos minibotellitas de anís, una bolsa de peladillas y otra de garrapiñadas. Y, sobre todo, un almanaque de 1968 con la imagen de un Belén de cerámica con una vela ardiendo. Los roscos de vino, polvorones, mantecados y alfajores componían el resto de la caja. Aquel conjunto, en mi inocencia, era pura magia.

Nos habíamos quedado aturdidos y estáticos. Solo la voz de mi madre nos despertó del hechizo: —¡¡¡Pero bueno, vamos, coged uno ya!!!.

Nadie se atrevía a dar el primer paso, a ser el primero que rompiera aquella armonía de olor y perfección que nos seguía manteniendo con la boca y los ojos muy abiertos. Mi padre cogió un polvorón mientras lo observábamos. Lo puso en la palma de su mano y después la cerró fuertemente. Cuando la abrió, el polvorón había perdido su redondez. Deslió el fino papel sin tirarlo y me ofreció su interior a mí antes que a nadie. Al introducirlo en mi boca, saboreé antes su aroma que su sabor... ¡Puffff! Estaba riquísimo.

Todos, acto seguido, se apresuraron a coger el que más les llamaba la atención. Todavía saboreándolo, mi tía se acercó por atrás con otra caja sin abrir y la depositó encima de la mesa. —Bueno, ahora hay que empezar esta, la nuestra.

No me lo podía creer. Mis sentidos no daban abasto para almacenar tantas sensaciones. Esto no pasaba a menudo. ¡Qué felicidad sobrevenida para los más jóvenes y para los padres al vernos tan pletóricos!.

—¿Rafalín, es esto la Navidad? —le pregunté. —No lo sé, pero esto es bonito y nos gusta, ¿no? —me dijo.

Nochebuena en el Cortijo

El día siguiente amaneció muy temprano, y yo también. El temible estropajo de esparto apareció en manos de mi madre, y aquel barreño con agua caliente al lado de la chimenea hizo el resto. Mi madre nos vistió a mi hermano y a mí. Desayunamos tortas de masa que mi tía ya estaba preparando para todos. Cuando salíamos por la puerta cogidos de la mano, mi madre dijo: —Carmela, ya mismo estamos aquí. Ella le contestó: —Cuando se levanten los míos y desayunen, los mando con su padre para allá, para la casilla, y que vean a sus abuelos también.

Fue una mañana frenética, pero al mediodía ya estábamos todos de vuelta. Mi tía estaba ahora preparando el arroz con pollo que tan rico le salía y, mientras, mi madre freía setas, pajarillos, sangre, tripillas y morcilla. En un perol se calentaba asadura de cerdo encebollada. Mi padre partió en rodajas un salchichón, una lengua salada de cerdo y una morcilla de sesos. Mi tío Miguel partía el pan y llenaba de ascuas los braseros de la mesa del comedor, entre tanto mis primos traían leña para que no faltara. En la mesa del fondo, una fuente de mantecados y unas botellas de licor de coñac, anís seco y dulce, y licor de café, por si aparecía alguna visita. Todo a mis ojos era asombroso, todo estaba afinado, todo era un sueño y yo no quería despertar.

Dos almanaques nuevos colgaban ya de las paredes de aquel salón-cocina, y a uno de ellos, al del belén, mi madre le encendió un cabo de vela.

—Mamá, ¿qué es la Navidad? —pregunté. Ella me contestó: —La Navidad es esto, ¿te parece poco? Celebramos el nacimiento del hijo de Dios, Jesús. ¿No lo comprendes?. —Mamá, ¿y por qué no es siempre Navidad?.

Mi madre se encogió de hombros y me dijo: —Mira, pregúntaselo a tu padre o a tu primo Antonio cuando venga este verano, que ya es casi cura. ¡Ojú con este niño, qué preguntas tiene!.

Después de comer, los cinco más jóvenes nos fuimos a la era a jugar o a gamberrear tirando piedras. Desde allí vimos un atardecer difícil de superar en belleza. Los cerros se iban oscureciendo, el cielo enrojeció y el frío empezó a envolvernos. Ahora, las casillas y cortijos que nos rodeaban eran más visibles, pues se empezaron a encender candelas cerca de las haciendas; parecían luciérnagas en el ocaso del día. Aquello nos motivó, y empezamos recoger leña por los olivares cercanos; mientras mi primo Miguel se acercaba al cortijo a por una paletada de ascuas: en cinco minutos ya teníamos un fuego en mitad de la era.

Observamos que, desde el cortijo, se acercaban relajadamente cuatro figuras. Eran ellos, nuestros padres, y allí se juntaron con nosotros rodeando aquel fuego. Mi madre traía una pelliza vieja del «chache» y me envolvió en ella.

Ahora la noche había ganado la partida al día, y las estrellas empezaron a encenderse en el firmamento. En ese momento comenzaba una noche nueva, una Nochebuena. Estaba en el mejor sitio del mundo para pasar aquel momento, rodeado de los mejores seres que me podía imaginar. Aquel terreno era hostil a la vida y a las comodidades, pero yo, en aquellos instantes, sentía que estábamos en el centro del universo; no había ningún sitio en el mundo donde se pudiera estar mejor.

Miramos al cielo, esperando ver la estrella fugaz o el cometa camino a Belén, pero el frío nos convenció para volver a la chimenea del cortijo. Mi tía Carmela se aferró al brazo de mi madre, y mi madre asió mi mano fría. Empezamos a caminar.

—Ojalá el tiempo se parara ahora, Aurora.

Miré hacia arriba a mi madre y a mi tía, y me sorprendió ver que les resbalaban lágrimas por la mejilla. Aquella noche, los candiles proyectaron nuestras sombras ondulantes contra las paredes. Todos comimos pava en salsa, papas fritas y arroz con leche. Lucero recibió doble ración de habas secas y cebada. Cantamos villancicos, bebieron vino y licores con dulces. Hablamos, bromeamos y nos reímos todos en la gran mesa, mientras, sin que le prestáramos demasiada atención, en la radio habló Franco. Después, cuando sonaron «Los campanilleros» del Loreño, se hizo el silencio y, al vernos flotar en aquella atmósfera de ensueño, sonreímos.

Los perros no dejaron de ladrar durante toda la noche.

El destino y la despedida

Y llegó la primavera. En mayo del 68, una camioneta llegó a la hacienda de “La Casería”, el punto más cercano a “La Azuzailla” al que podía aproximarse un vehículo de cuatro ruedas. Allí se cargaron los escasos enseres de mis padres; nos íbamos definitivamente al pueblo. El futuro  pasaba  por  esa  difícil decisión y, aunque mis tíos y mis primos resistieron unos años más, al final todos anduvieron el mismo camino.

Mientras la camioneta arrancaba y las ruedas levantaban una nube de polvo que  comenzaba a borrar el camino, me aferré a la ventanilla de la caja del vehículo, con la vista clavada en aquella vaguada que se hacía cada vez más pequeña. Dejábamos atrás la precariedad y el aislamiento en busca de una vida más digna, sí, pero en aquel momento sentí un vacío difícil de explicar.

Sin saberlo, estábamos dejando allí un tiempo que nunca volveríamos a recuperar. Aquellas paredes, que un día albergaron la calidez de esa Nochebuena, acabarían desmoronándose años después, muriendo de pena y soledad ante una naturaleza implacable.

Sin embargo, hoy, cuando cierro los ojos, “La Azuzailla” no es una ruina. Sigue intacta. Aún siento el peso de la pelliza vieja sobre mis hombros y el sabor a almendra y canela en la boca. No necesito más para comprender lo que entonces ignoraba: que la felicidad no entiende de lujos, sino que se esconde, hierática y auténtica, en un polvorón aplastado, en el calor de una lumbre compartida y en el silencio inmenso de un mar de olivos.

 

 

P.D. Los Campanilleros, El Loreño. https://www.youtube.com/watch?v=U5buILtTSDs

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