junio 01, 2025

Isabel Natalia García Ruiz (Natalia García)

 


Memorias de San Juan






Cierro los ojos y puedo oler el cartón, papel y los tablones de palet quemándose. Cuando los vuelvo a abrir puedo ver las chispas de las llamas, y como una figura se va deformando poco a poco fundiéndose con el fuego. Parpadeo, porque el calor de la candela y el humo hacen que me escuezan un poco los ojos y me lagrimeen. No me puedo acercar demasiado porque es peligroso. Pero puedo divisar varias figuras adultas acercándose a las llamas, pero no para apagarlas, si no para lanzar papeles bien doblados que contienen deseos que cumplir o malos recuerdos que quemar.

Sólo puedo mirar, de pie y quieta, porque sólo era una niña que miraba a una bruja hecha de material combustible que al final de la noche iba quedar reducida a cenizas con la esperanza de que hiciera algo bueno por aquella gente que lanzaba aquellos pliegos.

Cierro los ojos, sigo oliendo a brasa, pero esta vez aparece otro olor que la acompaña, la flama es mezclada con un aroma salado. Abro los ojos, miro al frente y sólo puedo ver un fondo azul marino profundo, no distingo el horizonte. Me quedo un rato mirando, quieta, pero esta vez no estoy de pie. Estoy sentada en el suelo abrazándome las rodillas con un cosquilleo entre los dedos de los pies, es arena fina, seguramente de un tono amarillento.

De repente escucho una voz que me llama, me giro para darle a esa voz una cara. No estoy sola, aunque en mi mente si lo estaba. Escucho risas, las olas del mar moviéndose por la atracción de la Luna y de nuevo, las chispas de las llamas. La bruja de material combustible ya no estaba, sólo es un simple fuego que arde y hace chiribitas. Las figuras alrededor del fuego son casi adultas y ahora estoy más cerca porque soy más mayor. Puedo sentir el calor en mi piel, así que me levanto a mojar los pies en el aguamarina.

Sintiendo el va y viene del agua puedo ver varios fuegos, unos más grandes que otros, sigo sin ver ninguna bruja. La gente que se acerca a ellos pero ya no lanzan papelillos, si no que saltan por encima de la lumbre 7 o 9 veces para cumplir sus anhelos.

Cierro los ojos, respiro profundamente y huele a aire fresco. No puedo oler el fuego, sólo hierba, distingo notas cítricas, hay un limonero cerca. Sonrío porque siento una brisa nocturna que eriza mi piel, es Junio pero hace fresquito durante la noche. Es hora de abrir los ojos de nuevo, y vuelvo a ver ese azul marino profundo que ahora es casi negro. Detrás de mi escucho el sonido de la tierra y piedras que se hace al caminar. Me giro y mis labios hacen una media sonrisa al ver que son mis amigos de la universidad. Ahora soy adulta, o al menos eso es lo que te dicen cuando ya tienes más de 18 años.

Parpadeo, y entre mis manos sostengo una lámpara de papel suave y frágil, es un farolillo volador. Nos vamos pasando un mechero para poder prenderlo y que el aire caliente de su interior empiece a circular. Hay miradas entre nosotros y cuando estamos listos los soltamos para que se comiencen a elevar. Ahora el fuego es pequeño, luminoso y se va alejando poco a poco de mí. Hay que pedir un deseo, pero mi mente se desvanece junto a esta linterna que ilumina su camino.

Cierro los ojos, siento que hay una luz a través de mis párpados, una artificial, es una lámpara. Estoy en el salón de mi primera casa. Llevamos cuatro meses de pandemia COVID-19 y estoy viviendo en Inglaterra. Tengo 23 años y ya no hay brujas, fogatas ni farolillos flotantes a los que pedir deseos o ahuyentar males. Pero necesito aire, así que me dirijo a la puerta y salgo a la calle. Ahí estaba de nuevo el cielo azul oscuro, sin fuego o chispas que le aportaran luz. Sólo hay luces artificiales blancas y frías que provenían de las farolas.

Miro a mi derecha, y ahí estaba justo al lado de mi casa esa hierba. Sin pensarlo mucho bajo las escaleras y me dispongo a cortar un poco de la planta. Quizás sea casualidad, pero era demasiada. Era una planta de hipérico, conocida comúnmente como hierba de San Juan, la planta que ahuyenta la tristeza. Una flor pequeña, formada por cinco pétalos amarillos hizo que la niña que observaba a aquella bruja de material combustible entrara corriendo de nuevo a su casa. Una vez dentro me detuve, y de entre cajones saqué una vela. Posé las flores al pie de ella y saqué una cerilla.

Escucho el fósforo tocando y arrastrándose en la pared de la cajetilla, provocando una fricción que como resultado inflama el combustible de la cabeza, la cerilla está encendida. Con el fuego del fósforo prendo la hebra de la vela, y ahí estaba de nuevo esa luz incandescente que me ha acompañado toda mi vida.

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