Memorias de San Juan
Cierro los ojos y puedo oler el
cartón, papel y los tablones de palet quemándose. Cuando los vuelvo a abrir
puedo ver las chispas de las llamas, y como una figura se va deformando poco a
poco fundiéndose con el fuego. Parpadeo, porque el calor de la candela y el
humo hacen que me escuezan un poco los ojos y me lagrimeen. No me puedo acercar
demasiado porque es peligroso. Pero puedo divisar varias figuras adultas
acercándose a las llamas, pero no para apagarlas, si no para lanzar papeles
bien doblados que contienen deseos que cumplir o malos recuerdos que quemar.
Sólo puedo mirar, de pie y
quieta, porque sólo era una niña que miraba a una bruja hecha de material
combustible que al final de la noche iba quedar reducida a cenizas con la
esperanza de que hiciera algo bueno por aquella gente que lanzaba aquellos
pliegos.
Cierro los ojos, sigo oliendo a
brasa, pero esta vez aparece otro olor que la acompaña, la flama es mezclada
con un aroma salado. Abro los ojos, miro al frente y sólo puedo ver un fondo
azul marino profundo, no distingo el horizonte. Me quedo un rato mirando,
quieta, pero esta vez no estoy de pie. Estoy sentada en el suelo abrazándome
las rodillas con un cosquilleo entre los dedos de los pies, es arena fina,
seguramente de un tono amarillento.
De repente escucho una voz que me
llama, me giro para darle a esa voz una cara. No estoy sola, aunque en mi mente
si lo estaba. Escucho risas, las olas del mar moviéndose por la atracción de la
Luna y de nuevo, las chispas de las llamas. La bruja de material combustible ya
no estaba, sólo es un simple fuego que arde y hace chiribitas. Las figuras
alrededor del fuego son casi adultas y ahora estoy más cerca porque soy más
mayor. Puedo sentir el calor en mi piel, así que me levanto a mojar los pies en
el aguamarina.
Sintiendo el va y viene del agua
puedo ver varios fuegos, unos más grandes que otros, sigo sin ver ninguna
bruja. La gente que se acerca a ellos pero ya no lanzan papelillos, si no que
saltan por encima de la lumbre 7 o 9 veces para cumplir sus anhelos.
Cierro los ojos, respiro
profundamente y huele a aire fresco. No puedo oler el fuego, sólo hierba,
distingo notas cítricas, hay un limonero cerca. Sonrío porque siento una brisa
nocturna que eriza mi piel, es Junio pero hace fresquito durante la noche. Es
hora de abrir los ojos de nuevo, y vuelvo a ver ese azul marino profundo que
ahora es casi negro. Detrás de mi escucho el sonido de la tierra y piedras que
se hace al caminar. Me giro y mis labios hacen una media sonrisa al ver que son
mis amigos de la universidad. Ahora soy adulta, o al menos eso es lo que te
dicen cuando ya tienes más de 18 años.
Parpadeo, y entre mis manos
sostengo una lámpara de papel suave y frágil, es un farolillo volador. Nos
vamos pasando un mechero para poder prenderlo y que el aire caliente de su
interior empiece a circular. Hay miradas entre nosotros y cuando estamos listos
los soltamos para que se comiencen a elevar. Ahora el fuego es pequeño,
luminoso y se va alejando poco a poco de mí. Hay que pedir un deseo, pero mi
mente se desvanece junto a esta linterna que ilumina su camino.
Cierro los ojos, siento que hay
una luz a través de mis párpados, una artificial, es una lámpara. Estoy en el
salón de mi primera casa. Llevamos cuatro meses de pandemia COVID-19 y estoy
viviendo en Inglaterra. Tengo 23 años y ya no hay brujas, fogatas ni farolillos
flotantes a los que pedir deseos o ahuyentar males. Pero necesito aire, así que
me dirijo a la puerta y salgo a la calle. Ahí estaba de nuevo el cielo azul oscuro,
sin fuego o chispas que le aportaran luz. Sólo hay luces artificiales blancas y
frías que provenían de las farolas.
Miro a mi derecha, y ahí estaba
justo al lado de mi casa esa hierba. Sin pensarlo mucho bajo las escaleras y me
dispongo a cortar un poco de la planta. Quizás sea casualidad, pero era
demasiada. Era una planta de hipérico, conocida comúnmente como hierba de San
Juan, la planta que ahuyenta la tristeza. Una flor pequeña, formada por cinco
pétalos amarillos hizo que la niña que observaba a aquella bruja de material
combustible entrara corriendo de nuevo a su casa. Una vez dentro me detuve, y
de entre cajones saqué una vela. Posé las flores al pie de ella y saqué una
cerilla.
Escucho el fósforo tocando y
arrastrándose en la pared de la cajetilla, provocando una fricción que como
resultado inflama el combustible de la cabeza, la cerilla está encendida. Con
el fuego del fósforo prendo la hebra de la vela, y ahí estaba de nuevo esa luz
incandescente que me ha acompañado toda mi vida.
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