junio 01, 2025

Ángel Pérez Campos

 


Eclipse lunar (III)




-Un año perdido-

Al día siguiente, Ramón fue al instituto para reunirse con Don Higinio, su profesor de latín y literatura, quien a la vez también era el tutor de su clase. Iba a ser el primer día que saldría de casa desde su llegada al pueblo. Había estado caminando por el patio y subiendo y bajando las escaleras varios días, y se sentía capaz de recorrer los trescientos metros que le separaban del instituto sin necesidad de la muleta. Su madre quiso acompañarlo, pero él insistió en ir solo. El profesor lo había citado a las diez y media, así que comenzó su caminar a las diez en punto. Al principio notó cierta inseguridad, pero a medida que avanzaba se sentía más confiado. El sonido de su bota ortopédica al caminar le resultaba especialmente molesto. Una vecina que estaba baldeando la calle lo animó: – ¡Venga, Ramón! Esto solo es el principio, no te desanimes, poco a poco –. Él le devolvió una leve sonrisa.

Llegó al instituto apenas diez minutos después. Se sentó en un banco del claustro y, al cabo de pocos minutos, Fermín, el bedel, se acercó. – Vaya mala suerte chico, si necesitas algo ya sabes dónde estoy, en esa mazmorra –, dijo riéndose mientras señalaba el pequeño cuarto de la portería. De repente, entró por un lateral del claustro, Juanillo, el hijo del herrero, quien al verlo frenó bruscamente, resbalando y cayendo de culo. Con lo impulsivo que era, no tardó en levantarse como un resorte. –Pero ¿qué haces tú aquí? –, le preguntó Ramón. –Vine con un presupuesto para el instituto, pero dime ¿cómo estás tú? . –¡Pssss! – respondió Ramón encogiéndose de hombros. –¿Te duele? –. – No –. –Oye, Ramón, ¿me lo puedes enseñar? –, dijo Juanillo con curiosidad. Ramón lo miró fijamente y se subió el pantalón despacio. Sabía que Juanillo no quería ver el daño de su pie por morbo, solo quería estudiar el mecanismo del artefacto, la fusión de los hierros con el cuero de la bota y cómo funcionaba; la curiosidad lo picaba. Juanillo tocó y giró el aparato para observar el movimiento del pie. —Ajá, bien pensado este mecanismo, ¡qué listos son! —murmuró Juanillo, ensimismado, hablando solo. — ¿Y dime, chirría mucho esto? . –Pues sí, Juan, parece que soy un leproso de la Edad Media, con la campanilla avisando por dónde voy –. Como un meteoro, Juanillo se levantó de nuevo. –Lo siento, Ramón, me tengo que ir, mi padre me mata si tardo mucho. Mañana te llevo un nuevo aceite para máquinas a tu casa, seguro que ese ruido no te molestará más –.

–Ramón, por favor –. Era Don Higinio, que se había acercado hasta el claustro donde estaba sentado él –. ¿Cómo te encuentras, Ramón? –. –¡¡¡Puffff!!!… bueno, ¿qué quiere que le diga, Don Higinio? Estoy harto de que me pregunten por mi salud –. –“Leve fit, quod bene fertur, onus” –. –Lo que me faltaba ahora, que me hable usted en latín –. – Pero si eres uno de mis mejores alumnos, ¿no sabes lo que significa?, ¡¡Es de Ovidio, hombre!! –. Ramón negó con la cabeza –. “La carga es leve si sabes cómo soportarla”. Venga, ven, siéntate aquí y cuéntame solo cosas buenas, porque las que yo te tengo que contar no lo son tanto –.

Al salir del instituto, todos sus compañeros de clase le preguntaron cómo estaba y le ofrecieron palabras de ánimo. Luego se quedó solo con Manuel, quien le invitó a pasear hasta el parque, donde buscaron un banco apartado. Manuel le preguntó cómo había ido la reunión con Don Higinio. –Mal, Manuel. Últimamente no me acompaña la suerte. Por lo visto, no puedo reincorporarme al curso, o sea, este año está perdido –. –¡¡Venga, hombre!! Qué fastidio, Ramón. No lo entiendo. Pero si haces los exámenes al final del curso y apruebas, ¿por qué no? – se preguntó Manuel. – Creo que, por el tiempo que he estado fuera, he faltado más de la mitad del curso o algo así –. – No te preocupes, Ramón, ya verás cómo hay una solución y empiezas la universidad el próximo curso. Venga vamos, no quiero verte con esa cara. Y, por cierto, ¿has hablado con Elena? –. – No, creo que es mejor dejarlo así. Ella se irá y no quiero que deje nada atrás. Además, creo que ella está en proceso de olvidar este capítulo de nuestras vidas –. – Bueno, Ramón, yo no entiendo mucho de relaciones amorosas, pero deberíais hablar, después las cosas se enquistan y es peor, no os lo merecéis ninguno de los dos –. – Manuel, el otro día casi se me parte el alma cuando la vi. Sé que la culpa la consume. Recuerdo la alegría que tenía en la mirada, la vivacidad de sus gestos o su sonrisa; ella sola era capaz de iluminar cualquier camino, era un ser de luz, y ahora… pues verla tan abatida me destrozó. Me hizo preguntarme dónde estaba el error, el pecado, ¿por qué este castigo? –. No te atormentes, que te mando a Don Higinio, te suelta un "latinajo" y te arregla la vida –, le soltó Manuel. Los dos sonrieron. – Y tus padres, Manuel, ¿saben algo de esto? – le preguntó Ramón –. Mi madre, seguro. Los hechos eran demasiado evidentes para una mujer y más para una madre. Y bueno, mi padre duerme con mi madre… ¿y…? – Manuel se encogió de hombros y continuó, – nuestras madres ya hablaron entre ellas –. –O sea, que ¿mi madre también…? No me dijo nada –. – Ella se enteró por ti. Fueron muchas noches de fiebre, acompañadas de delirios, y allí, claro… tu madre tampoco es tonta. Todo el personal del hospital se preguntaba quién sería esa Elena que no dejabas de nombrar –.

-El robo-

Sobre finales de marzo de aquel año, la campaña de la aceituna llegaba a su fin en La Polvorilla. La mayor parte del fruto ya había pasado por el molino y ahora, poco a poco, se procedía a talar y limpiar los olivares. Como era habitual, Don Fernando preparaba la fiesta del “remate” para todos sus jornaleros en una gran nave de la hacienda. Aquel día, la lluvia hizo acto de presencia desde la mañana.

Un niño avisó a Evaristo de que la pareja de la Guardia Civil se acercaba a caballo por el sendero, lo que llevó a que se informara de inmediato a Don Fernando, quien salió a recibirlos. Tras conversar un instante, los invitó a pasar a su despacho. Cinco minutos después, llamaron a Evaristo para que entrara. Alrededor de veinte trabajadores se congregaron en el patio formando corrillos, a la espera de noticias. Acto seguido, Evaristo salió para requerir la presencia de Dionisio, el encargado de la granja. Media hora más tarde, todos salieron y Don Fernando se despidió cortésmente de la autoridad. Después se dirigió a la cocina, donde Elvira y Mercedes, junto con otras mujeres, estaban preparando la comida para la celebración del remate. – Cariño, parece ser que las cabras, conejos y gallinas que echábamos en falta no se habían escapado. Esta madrugada, detuvieron al “Talega” cuando circulaba con un carro tirado por un burro. En el interior, dentro de jaulas, transportaba numerosos animales y, andando atadas, varias cabras y algún cordero. También han arrestado a sus dos hijos, los “Taleguillas”; uno de ellos, el José, trabajó aquí hasta la semana pasada –. –¿Y os marcháis ahora? – preguntó Elvira –. –Será solo un momento; vamos a coger el coche y nos acercaremos los tres al cuartel. Tenemos que declarar y, si es necesario, presentaré la denuncia. Por favor, organízalo todo por aquí y ve sacando algo de comer y beber para la gente –.

Al llegar al cuartel, la sorpresa fue grande al comprobar la cantidad y variedad de animales decomisados, tanto en el carro de “El Talega” como en su casa del pueblo. Dionisio marcaba a los animales con señales que solo él conocía, así que no tardó en reconocer casi todos los que faltaban en la granja de La Polvorilla. En la sala del cuartel se les tomó declaración y acto seguido pusieron la denuncia. –Evaristo, no nos denuncies, yo te los iba a devolver, se escaparon y los recogimos – se oyó decir a José “el Taleguilla” desde el calabozo –.

Ya de vuelta, Evaristo le dijo a Don Fernando en el coche: –Lo siento, Fernando, parte de la culpa es mía. Cuando lo contraté fui demasiado blando y me creí que iba a cambiar, que iba a empezar una nueva vida y que sería honesta. No le hice caso a las palabras que decía el abuelo: “a la mala hierba no hay que darle segundas oportunidades” –. –¡¡Vamos, vamos!!, que nos espera un arroz con conejo, que si sabe cómo olía, nos vamos a chupar los dedos, y no le des más vueltas hombre, aquí los honrados somos nosotros–.

Quince días después se celebró el juicio, en el que se les condenó a varias penas, la mayor de ellas al José. Acumulaba varios robos en la zona y tenía algunos juicios pendientes por peleas y agresiones. – Cuando salga iré a verte, aprendiz de señorito. Tu abuelo nos fastidió y ahora tú… – dijo José “el Taleguilla" desde el banquillo, mientras el guardia que tenía detrás le daba un toque con la culata del fusil –. ¿Te quieres callar, o lo quieres empeorar más? – le dijo su hermano que estaba esposado con él.

En los corrillos de la calle, junto al juzgado, charlaban Evaristo, Fernando, Dionisio y varias víctimas de los robos juzgados. Un guardia se acercó con un cigarro para pedir fuego a Dionisio. —Bueno, esto ya está acabado, ¿no? — le dijo Dionisio. — Así es, el José llevaba mal camino desde chico y no debe estar muy bien de la “chorla”. Así, de primeras, es manso y trabajador, pero algo, de vez en cuando, se le cruza en la cabeza que pierde el sentido, se pone violento y se lleva por delante a quien sea. Y vengativo, el otro día le dio una paliza a un jornalero que casi lo mata, lo había denunciado hacía dos años. Y el año pasado, en la cárcel de Lucena, en una pelea, le arrancó una oreja a otro preso de un mordisco… un bicho -.

-La Ruptura-

El final del curso llegó en junio, confirmando, una vez más, que la rigidez burocrática prevalecía sobre la razón. Ramón, inevitablemente, tendría que repetir curso. La mayoría de los profesores, reacios a complicaciones, aplicaron la normativa estrictamente. Para que no perdiera el hábito de estudio, se le permitió asistir a clase como oyente, algo que Ramón aceptó, sobre todo, para escapar de la atmósfera claustrofóbica de su habitación. Había reflexionado profundamente sobre las palabras de Manuel y deseaba hablar a solas con Elena, aunque no sabía cómo abordar el tema ni qué palabras utilizar.  Únicamente tenía dos certezas: la primera, que daría la vida por tenerla a su lado y, segunda, que no sería un obstáculo para su futuro. Elena, por su parte, se convencía cada vez más de que no iría a Sevilla a cursar el primer año de carrera. Se quedaría con él y ya verían al año siguiente. Muchos días pensaba que, si aquello era un castigo divino, había sido desmesurado, pero lo que sentía por él era tan profundo que no le importaba sacrificarse, ahora era el momento de tomar decisiones. Lo que no comprendía era por qué él la evitaba, por qué cuando sus miradas se cruzaban y ella lograba sostener la suya por un instante, él casi de inmediato bajaba los ojos. Ella se imaginaba que él estaba avergonzado por su cojera, por no haber podido arreglar lo del curso.

Solía rehuir la compañía de los demás y era frecuente que se retirara sola hasta el nogal, donde se relajaba dejando que su mirada se perdiera en el horizonte. Pero un día, sintió que una mano le tocaba el hombro. Percibió su presencia, pero no era él, era su madre. Decidida a abordar la situación con ella, Elvira le dijo: –Mira, Elena, nosotros no nos oponemos a lo que sentís. Siempre hemos querido lo mejor para vosotros. Lo que os une es natural, esa atracción no es pecado. Elena, te aseguro que es el sentimiento más puro y bello que jamás sentirás, no te atormentes, es un regalo que tenéis la suerte de sentir. Nosotros pasamos por eso y sé que no tiene una explicación lógica, pero es un joya que la vida nos da. Pensamos que sois muy jóvenes para quedaros aquí viendo pasar la vida y contemplando vuestro amor. Estáis creciendo físicamente, pero también debéis crecer intelectualmente, debéis formaros, aún no estáis completos. Si no, llegará un momento en que os podéis arrepentir. Por favor, no dejéis de hacer cosas que luego, un día, no tengan remedio. Ahora, dentro de unos meses, os vais a separar, vais a poner a prueba la fortaleza de vuestros sentimientos. Si después de esto la llama persiste, volveréis a encontraros, volveréis a estar juntos, tarde o temprano pasará, estoy segura –. –Mamá, he pensado que me quedaré con él este año y el año que viene nos iremos juntos a la universidad –. – Elena, no te vamos a obligar a nada, pero creo que es un error –

Días después, Manuel informó a Ramón de las intenciones de Elena. Ramón pasó varios días meditando la situación y llegó a la única conclusión que podía tomar dada la cerrazón de ella. Sabía que habría daños colaterales, que los dos saldrían heridos y que quizás él lo pagaría el resto de su vida, pero, a su juicio, era lo correcto. El sábado siguiente, en La Polvorilla, después de comer, Elena, como de costumbre, se dirigió al nogal; esta vez, Ramón la siguió. Ella observaba el correr del arroyo cuando oyó: –Hola, Elena –. Ella se giró y corrió a abrazarlo con fuerza, rodeándole el cuello. Ramón, impasible, no hizo ademán de corresponder al abrazo, aunque estaba deseándolo, era difícil contener sus manos, anhelaban tanto ese contacto que todo su cuerpo se estremecía. –Elena, por favor, tenemos que hablar –.

Ella se apartó con brusquedad al notar su frialdad, pero él la tomó de las manos para que no se fuera. –Después de tanto tiempo esquivándome, por favor, dime qué pasa, ¿qué ha cambiado?, ¿por qué no me abrazas?, ¿por qué no te reconozco?, ¿no comprendes que, si no siento lo bonito que es tenerte, a lo mejor, me muero? –. Como gotas de cera, sus lágrimas comenzaron a brotar, lentamente, una tras otra. –Lo nuestro tiene que terminar, Elena, tenemos que olvidar esta historia. Es cruel, pero es lo mejor para los dos –. Ella empezó a hacer gestos nerviosos con las manos cerca de su rostro, con los ojos muy abiertos. –No te entiendo, Ramón, pero ¿qué me estás diciendo?, ¡¡mientes, mientes!! ¿Que lo que sentimos el uno por el otro se ha evaporado en unos meses?, ¿que ya no existe nada?... –Lloraba con orgullo, mirándolo fijamente, con la cabeza alta–. ¿Dime, tú solo has decidido esto por los dos?... Pero dime, ¿cómo has llegado a esa conclusión?, ¿es por tu pie?, a mí no me importa. ¿O crees que es mejor para mí?, déjame decidir a mí lo que me conviene y lo que no. Vaya, sí que es cruel tu decisión, ¿has pensado en algún momento en mí, Ramón?, ¡¡¡dímelo, dímelo!!! –. –Déjame, Elena, que yo solo no sé hacerlo, ayúdame por favor, pongamos nuestros relojes a cero, déjame, aunque sea contra el viento, deja que el agua corra – le respondió Ramón mirándola, mientras sus lágrimas ya manchaban su camisa. Con un fuerte tirón, Elena se soltó de sus manos y, con los puños cerrados, golpeó su pecho diciendo: –¡¡¡Cobarde, cobarde!!! –. Se dio la vuelta y salió corriendo, refugiándose en la pequeña capilla donde lloró desconsoladamente.

Dos semanas después, Don Fernando y Doña Elvira, junto con Manuel y Elena, viajaron a Sevilla para formalizar la matrícula en la universidad. Su residencia se establecería en el palacete de su anciana abuela, en el barrio de San Lorenzo. Después se trasladaron a Sanlúcar, donde planeaban quedarse en casa de los otros abuelos, los padres de Elvira, hasta mediados de agosto. La Polvorilla quedó a cargo de Evaristo, quien acudía puntualmente al pueblo cada semana para informar a Don Fernando de cualquier novedad en las fincas a través de un teléfono en la casona. Esas semanas transcurrieron con tranquilidad. Solo la recolección de las siembras estivales, la trilla y el almacenamiento de las mieses mantenían la actividad de los trabajadores.

-La cruz rota-

La serenidad del sábado se desvaneció con la aurora. Un estruendo de golpes secos y voces quebró la calma matutina, despertando a quienes aún dormían en la hacienda. Evaristo, persistente madrugador, fuera festivo o no, dedicaba su tiempo a cepillar su caballo cuando, al oír el ruido, se dirigió a la puerta principal para investigar. Aunque el sol aún no había despuntado por completo, en la penumbra del amanecer, divisó un camión detenido al fondo del camino, en el cruce entre la vía pecuaria y el camino de Lucena, donde se erguía la Cruz de piedra, conocida por los lugareños como la Cruz del Humilladero. La silueta de unas diez personas se movía a su alrededor, pero no distinguía con claridad lo que sucedía. Ensilló su montura rápidamente y se acercó hasta el lugar donde la paz y el silencio se habían roto esa mañana.

Al llegar, vio el camión parado, adornado con banderas rojinegras en las cuatro esquinas de la caja del remolque y a varias personas embozadas con pañuelos del mismo color que las banderas. Algunos hombres asestaban violentos golpes con pesados martillos sobre la cruz de piedra, ya visiblemente dañada. Otros observaban y jaleaban la destrucción con consignas airadas. Evaristo gritó al llegar: –¿Qué demonios hacéis? ¡Estáis locos! –. Uno de los hombres, al notar su presencia a caballo, se abalanzó sobre él con un palo, vociferando: –¡Ni Dios, ni amo, ni patria! –. Evaristo esquivó el golpe y retrocedió. Otro de los agresores soltó su martillo, corrió a la cabina del camión, sacó una escopeta de caza y, volviendo sobre sus pasos, encañonó a Evaristo. –Pero ¿qué haces? –dijo Evaristo asustado–. –Baja del caballo o te meto un tiro –. Evaristo obedeció y, sin esperarlo, sintió un fuerte golpe en la espalda que lo hizo caer de rodillas, dejándolo sin sentido por unos instantes. Al levantar la cabeza, vio el cañón de la escopeta apoyado en su sien y al hombre que lo había golpeado con una pala diciéndole: –¿Y tú quién eres? –. La montura del capataz, asustada, ya galopaba hacia la hacienda. –Soy Evaristo, el capataz de La Polvorilla –. Otro hombre armado, con la cara tapada, salió del camión y gritó: –¡Quietos, quietos… dejadlo! –. Todos se apartaron a un lado. Evaristo recuperó a duras penas el aliento y comenzó a levantarse lentamente, con evidentes gestos de dolor. –¿Por qué usáis la violencia contra mí?, ¿me teméis? No voy armado ni acompañado, esto es una actitud de cobardes –. Evaristo sabía quiénes eran: los anarquistas que estaban sembrando el miedo en las zonas rurales con violencia y destrucción contra todo y contra todos.

Mercedes esperaba en la puerta de la hacienda cuando vio regresar solo al caballo de Evaristo. Un escalofrío de temor la recorrió, presagiando una desgracia. Tomó las riendas del caballo y, sin dudarlo, lo montó. Al mirar hacia atrás, observó cómo varios trabajadores de la casa se congregaban en la entrada, portando diversos objetos como armas improvisadas, pero vio a Dionisio con una escopeta de caza. Se dirigió a él y le gritó: –¡¡¡¿Está cargada?!!! –. –Sí, sí... –. De un fuerte tirón se la quitó de las manos. –Pero Mercedes, ¿estás loca? ¡Te van a matar! ¡¡Déjame que vaya yo!! –. –¡Vamos rápido, dame cartuchos! –. Dionisio se quitó la canana y se la entregó, e inmediatamente Mercedes salió al galope hacia donde estaba el camión. –¡Mamá, vuelve por favor! – voceó Ramón, pero ya era tarde. A mitad de camino, Mercedes armó la escopeta y disparó al aire. El viento llevó el estruendo del disparo hasta los oídos de los agresores. –¡Cuidado, nos atacan por el camino! – gritó uno mientras corría a parapetarse detrás del camión. El que parecía el jefe miró hacia atrás y dijo en voz alta: –¡Que nadie dispare ni ataque a esa mujer! ¡Baja el arma, Paco! –. Cuando llegó Mercedes, el jefe se colocó a la espalda su escopeta en bandolera y alzó las manos. –¡Soltadlo enseguida, salvajes! ¿Qué le habéis hecho? – dijo Mercedes apuntando con su arma al grupo, que miraban sorprendidos la determinación de aquella mujer. –Tranquila, tranquila, no ha pasado nada... todo ha sido un malentendido –. Miró a Evaristo y lo vio respirar con dificultad; su cara y sus manos estaban desolladas, el sombrero había caído a sus pies y su pelo brillante estaba desordenado y lleno de polvo. –¿Un malentendido?, ¿Y esto qué es?, ¿Por qué lo habéis agredido? –. –Vino al galope y pensamos que nos iba a atacar – dijo el jefe. –¿Y esto a qué viene? – dijo Mercedes señalando con la escopeta la cruz rota. –Ningún ser humano nace para arrodillarse o humillarse ante nada ni ante nadie, mucho menos ante una simple piedra –. –¿Y quiénes sois vosotros para decirle a la gente lo que tiene que hacer, pensar o creer? Esa cruz no le hacía daño a nadie –. –La creencia en Dios es la raíz de la sumisión individual, utilizada por los terratenientes y los líderes de la iglesia para oprimir al pueblo –. Mercedes se le quedó mirando detenidamente. –Yo a ti te conozco, tú eres Rafaelito, el hijo de la Benita, la que vende verduras y huevos en la plaza de abastos – le dijo Mercedes, pero él no contestó, solo miró al suelo. –Menuda ruina le habéis buscado a tus padres, tú y tu hermano, estáis en busca y captura –. –Ruina ya la teníamos antes, trabajando de sol a sol y a veces no nos llegaba ni para comer. La huerta no es nuestra, la tenemos arrendada y el usurero del terrateniente nos cobra una fortuna. No hay derecho a lo que están pasando mis padres, toda la vida trabajando como esclavos y solo han podido malvivir sin futuro, no es humano. ¡¡La tierra tiene que ser para quien la trabaja, Mercedes!! –. –Seguramente llevas razón, pero los derechos no se pueden conquistar con la violencia, estamos en una democracia. –. –¡¡No!!, estamos hartos de esperar, todos los políticos se corrompen al llegar al poder. No puede ser que unos pocos lo tengan todo y la mayoría proletaria esté reprimida por el sistema. No hay otra salida que la revolución, sea por los medios que sean –. –Creo que esas ideas os van a matar, hay otras formas de hacerlo, aunque sean más lentas, llegan al mismo sitio y son pacíficas. Vámonos, Evaristo – dijo Mercedes recogiendo el sombrero del suelo, pero Evaristo todavía estaba compungido, le costaba respirar. –¿Dónde está tu señorito?, ¿no se atreve a venir? – dijo el de la pala. –Mi señorito no tiene miedo de nada ni de nadie, y menos de un puñado de descerebrados como vosotros –. Un embozado que portaba una barra de hierro intentó agredir a Mercedes, pero Rafaelito se interpuso. –¡¡Basta por hoy!! –. –¿Pero vas a permitir esto, Rafael? Vamos al cortijo y quememos la iglesia que se ve desde aquí –, dijo el compañero. –Mira allí – señaló Rafaelito hacia La Polvorilla, que ahora se veía con claridad. Una treintena de personas se apostaban en el muro que delimitaba toda la construcción de la hacienda. Todos, hombres, mujeres y niños, llevaban algo en la mano: palos, horcas metálicas, hocinos, ondas, hoces, y algunos jinetes portaban escopetas de caza. –Venga, camarada, vámonos. La guardia civil debe estar a punto de llegar, ya les habrán avisado las gentes de esos cortijos – señaló Rafaelito al cerro en dirección a Lucena. La claridad del día dejó ver las columnas de humo que salían de algunas cortijadas visitadas por el grupo anarquista. –¿Y con estos dos qué hacemos? – dijo el embozado a su superior. –Estos son de los buenos, camarada, son de los buenos, te lo aseguro, los conozco – le dijo Rafaelito poniendo su mano en su hombro. Después miró a Mercedes. –Si vas por la plaza, dile a mi madre que mi hermano y yo estamos bien –. Mercedes seguía apuntando con el arma cuando todos montaron en el camión y emprendieron la marcha hacia la Sierra Montilla.

El coche de la hacienda acercó a Evaristo al pueblo para que lo viera el doctor Giráldez. Tenía al menos dos costillas rotas y contusiones en la cara, rodillas y manos. –Esto te va a doler bastante y te va a impedir montar. Lo único que cura esto es el reposo – le dijo el doctor, vendándole el torso y curándole las magulladuras. Cuando llegaron al cuartel de la Guardia Civil, la agitación de la gente que quería entrar era evidente, pero al ver a Evaristo herido se hizo el silencio y automáticamente se abrió un pasillo para que entrara primero. El grupo de anarcosindicalistas de Rafaelito había actuado en todas las cortijadas cercanas a La Polvorilla la noche anterior, y la indignación de propietarios y trabajadores era notoria. Allí, un guardia anotó lo acontecido en la "Cruz del Humilladero".

Pedro, el guardés de la casona, les abrió la puerta y se dirigieron a la sala donde estaba el teléfono. Viendo las dificultades de movimiento de Evaristo, Mercedes le ayudó a marcar el número de Sanlúcar, el teléfono de los padres de Elvira. Dejaron el recado para que Don Fernando devolviera la llamada lo antes posible. El capataz quiso que lo trasladaran a La Polvorilla al día siguiente. Los trece kilómetros que lo separaban del pueblo fueron un suplicio; el cóctel de dolor y calor estuvo a punto de doblegarlo, pero su rostro, como siempre, permaneció imperturbable durante todo el trayecto. Desde allí podría dirigir, gestionar y aconsejar a Dionisio y a su hijo Ramón en las tareas que él realizaba diariamente.

El martes llegó Don Fernando con Rodrigo desde Sanlúcar. Se informó detalladamente de los sucesos del sábado anterior y solicitó asesoramiento en la Cámara Agraria para adoptar medidas conjuntas ante la creciente ola de acciones violentas de los grupos anarquistas, ya que los recursos de la Guardia Civil eran insuficientes para contener aquellas violentas acometidas. Acto seguido, fueron a una armería de confianza en Lucena a comprar varias armas más, que posteriormente registraron en el cuartel. Rodrigo no se separaba de Don Fernando, absorbiendo cada detalle de lo que ocurría, atento a cada acción y manera de gestionar aquella crisis por parte de su padre. Don Fernando veía en él al único de sus hijos que mostraba interés por aquel mundo, y eso le complacía. Después, se dirigieron al cantero del pueblo para gestionar la reparación de la piedra destruida. Aunque la cruz no estuviera en sus terrenos ni fuera su responsabilidad directa, estaba decidido a asumir todos los gastos necesarios para restaurar el lugar a su estado original. Una vez finalizados todos los trámites, convocó a sus trabajadores a una comida en La Polvorilla para agradecerles su firmeza en la defensa de la propiedad.

-Caldo de cultivo-

Mientras tomaban el café, Don Fernando se sentó junto a Evaristo bajo las arcadas del patio de la hacienda. –¿Cómo te encuentras Evaristo? – le preguntó con preocupación. –Algo dolorido, Fernando –, respondió Evaristo con un suspiro. –No sabes cuánto lamento todo esto, pero en el fondo presentía que algo así iba a ocurrir tarde o temprano. Las acciones de estos grupos se acercaban cada vez más a nuestro territorio, y al final nos han alcanzado. Sin ir más lejos, hace poco, en una refriega entre la gente de un cortijo, entre Palenciana y Rute, el dueño recibió un disparo en la cara y falleció tres días después –dijo Don Fernando–. ¿Y por esos mundos, cómo andan las cosas? –, inquirió Evaristo, buscando información sobre la situación general. –Pues no sabría decirte si mejor o peor que aquí. Esta República avanza con paso lento, y las prometidas reformas sociales están exasperando a unos y a otros. La sociedad está terriblemente desorientada, inclinándose peligrosamente hacia tendencias extremistas y violentas. El campo es un auténtico polvorín; los trabajadores no vislumbran futuro alguno, sus familias sufren hambre y, para colmo, ven cómo grandes extensiones de tierra permanecen sin cultivar. Todo eso crea un caldo de cultivo perfecto para los charlatanes de turno que incitan a la revolución. En Sevilla, los incidentes son diarios, y por lo que leo en la prensa, la situación es similar en toda España –. – Mal asunto, Fernando. No me gusta nada esto, tengo miedo y me quita el sueño que todo lo que se ha construido aquí se derrumbe. Espero que todo se arregle y salgamos adelante–. –La verdad es que no está en nuestras manos, somos un grano de arena en esta situación. Estuve con Miguel, el mayor de mis primos de Sevilla, quien gestiona los negocios de la familia allí. Él también ve la situación con gran inquietud y cree que nos acercamos a un choque inevitable entre dos fuerzas opuestas. Me aconsejó que, cuando llegue el momento, debería tomar partido, porque mantenerse neutral es como caminar sobre el filo de una navaja, tendría enemigos en las dos partes. Mi madre y mi tío ya son mayores, pero mis tres primos tienen lazos estrechos con la cúpula militar de la región, con empresarios influyentes y con la jerarquía eclesiástica. Ellos ya han elegido su posición en caso de que la situación se desborde. En Cádiz, en Sevilla y en cualquier rincón al que mires, el ambiente es de una tensión insoportable, la atmósfera que se respira es prebélica. ¡Ojalá nunca lleguemos a ese extremo! –.

-Ramón y Rodrigo-

Cuando Don Fernando partió de nuevo, Rodrigo optó por quedarse en La Polvorilla para acompañar a Ramón en sus rondas diarias. Desde el amanecer hasta la tarde recorrían las fincas, dedicándose a la vigilancia y la gestión de los terrenos según las directrices de Evaristo. Antes de marcharse, Don Fernando dejó instrucciones precisas sobre cómo actuar ante posibles encuentros con grupos violentos. Distribuyó armas en todas las casillas y en la granja, con la indicación de disparar al aire como señal de aviso y de auxilio en caso de peligro. Solo debían utilizar las armas contra alguien si la vida de un trabajador corría peligro o si era absolutamente necesario.

Criados como hermanos y con las mismas oportunidades en la niñez, los últimos tres años habían estado separados por los estudios de Rodrigo en la capital, lo que, en plena adolescencia, les había impedido compartir las vivencias propias de esa etapa. Rodrigo le contó que estaba "hablándose” con Julia, una muchacha que había conocido en la facultad y que, casualmente, era la hija del boticario del pueblo. A ella no le gustaba mucho la botica, prefería los espacios abiertos, el mundo del campo, y eso para empezar, ya era un fuerte vínculo que los unía. Ese verano, Julia se trasladó a la hacienda de su familia, cerca de la aldea de la Ermita de la Esperanza, y Rodrigo solía visitarla algunas tardes, recorriendo a caballo los cinco kilómetros que los separaban. Ramón, por su parte, le relató con detalle lo ocurrido con Elena, su hermana, y la dura decisión que había tomado respecto a su relación. Le transmitió las dudas y el desasosiego que tenía cuando pensaba que podía haberse equivocado y también lo que le estaba costando el intentar olvidarla.

Iniciaban la jornada muy temprano para esquivar un poco el calor del verano. Rodrigo y Ramón anotaban, administraban y compartían impresiones sobre todo lo que observaban. Las conclusiones que tomaba cada uno debían ser consensuadas y generalmente coincidían en el pronóstico y en la solución, pero lo que realmente les permitió conocerse mejor fue la confianza que se tenían para compartir sus intimidades más profundas, lo que afianzó aún más su fraternal amistad. Rodrigo era diferente a su hermano Manuel, parecido a su padre, más seco y menos adulador, pero igual de honesto en sus relaciones. Los hombres y mujeres de la hacienda que los conocían desde niños no podían creer verlos tomar decisiones tan equilibradas y ponderadas, lo que les llenaba de orgullo. Ellos habían crecido entre caballos y se manejaban a la perfección cabalgando entre cerros y lomas en aquellas largas travesías. Fueron días plenos de trabajo, pero también de aprendizaje y, por primera vez, de sentirse útiles, lo que evidenciaba ya su madurez.

Dos semanas habían transcurrido desde la agresión y la rotura de la Cruz del Humilladero cuando, una tarde, la mujer de Dionisio se acercó para avisarles de que un camión llevaba varias horas detenido en el cruce. Rodrigo y Ramón acudieron armados y, al llegar, el vehículo estaba a punto de marcharse. Era el cantero, acompañado por sus dos hijos y un trabajador. –Bueno, Don Rodrigo, esto quedó terminado. La cruz rota no tenía compostura, así que comunique a su padre que la hemos tenido que hacer nueva –. –Muchas gracias, Bernardo. ¿Sería posible que recogierais la cruz rota y la dejarais al lado de la capilla de la hacienda? –. –Por supuesto, ahora mismo –. Cuando estéis allí, preguntad por Don Evaristo, que él os pagará –.

Aquel verano siguió dando coletazos, pero no hubo sorpresas desagradables. Don Fernando, Elvira y Manuel regresaron de Sanlúcar para la vendimia y la Feria. Elena, en cambio, se quedó en Sevilla con su abuela; no quiso volver a aquel sitio que le hacía tanto sufrir. Allí esperaría a Manuel hasta finales de septiembre, cuando comenzaría el primer año de magisterio. Ramón, por su parte, recomenzaría el último curso de bachillerato y se alojaría sólo en la casa del pueblo de sus padres. Rodrigo volvió a marcharse a Córdoba para continuar con sus estudios, mientras que Evaristo, harto de esperar, empezó a montar y a hacer sus rondas de nuevo a mediados de septiembre, aunque no sin dificultad, ya que el dolor persistía.

El curso comenzó en el instituto y, poco a poco, Ramón fue adaptándose a sus nuevos compañeros y a su nueva realidad. No pasaba un día sin que pensara en Elena; sabía que lo estaba pasando mal. Manuel y él se carteaban con frecuencia, lo que le permitía estar al tanto de los acontecimientos en Sevilla. Elena se había encerrado en sí misma, ignorando los consejos de su familia y de cualquiera que intentara ayudarla. Sus resultados del primer trimestre fueron catastróficos, lo que llevó a Elvira a viajar varias veces a Sevilla para acompañarla, aunque sin éxito. En Navidad, enfermó de una especie de disentería, con vómitos y diarreas constantes. Su debilidad, causada por la falta de alimentación, hizo inevitable su ingreso hospitalario. Tras unos días, recibió el alta, pero la familia optó por pasar la Pascua en Sevilla. Ramón sufría con aquellas noticias y se preguntaba si su decisión había sido equivocada, aunque ahora ya no podía hacer nada para aliviar ese dolor. Después de Reyes, Don Fernando y Doña Elvira regresaron a La Polvorilla con buenas noticias: Elena estaba mucho mejor, tanto física como emocionalmente. Elvira siempre destacaba la sana y balsámica relación que tenía con su hermano Manuel, pues las conversaciones durante este tiempo de enfermedad la habían transformado.

-El maestro Don Higinio-

Mientras tanto, Don Higinio, profesor y tutor de Ramón, se convirtió en su amigo y consejero. Para Ramón, el curso era un mero trámite: aprobaba sin dificultad y tenía bastante tiempo libre. Sin proponérselo, Don Higinio, ejercía como un gran dinamizador cultural, un hombre instruido, devorador de lecturas diversas, investigador del pensamiento humano. Le recomendaba lecturas que lo introducían en nuevos mundos del conocimiento, cultivando en él el puro placer de leer. Lo invitaba a tertulias culturales y literarias que organizaba en su casa con intelectuales locales y de pueblos de la comarca. Para Ramón, estas reuniones eran un descubrimiento, le fascinaban, constituyendo una de las mejores cosas que le habían pasado desde que tenía uso de razón. En ellas se leían textos inéditos, se declamaba poesía, se presentaban libros de autores emergentes e incluso se interpretaban escenas de teatro clásico, se tocaba el viejo piano o la guitarra flamenca. Pero también se fumaba, se bebía y, sobre todo, se debatían asuntos de carácter político. Se citaban algunos sábados, extendiéndose las charlas hasta altas horas de la madrugada. Ramón se retiraba temprano, justo cuando aparecían las botellas de licor y el ambiente se volvía irrespirable por el humo de puros, cigarrillos y pipas.

Don Higinio, soltero y cincuentón, lucía un cabello ensortijado y canoso, con exceso de brillantina para domar sus rizos. Su figura alta y delgada se envolvía en una presencia impecable: traje, pajarita, chaleco y zapatos relucientes. Presumido, siempre llevaba consigo su pipa y un par de libros bajo el brazo. Paseaba con un bastón de dandi rematado con empuñadura de plata en forma de sirena, un obsequio de sus amigos tertulianos al cumplir el medio siglo. Su trato era siempre educado, afable y, a veces, bromista; en las reuniones, su vasta cultura lo convertía en la estrella y, en los debates, en un apasionado contertulio. Su única peculiaridad era intercalar frases en latín que pocos entendían y que, a muchos, confundían. Cuando paseaba por el parque, iba sin prisa, gesticulando y hablando solo, como si declamara una escena literaria. La gente lo observaba entre sonrisas, preguntándose si había perdido el juicio. Luego, solía acabar en "La Casa del Pueblo", para leer los periódicos y compartir algún licor con los afiliados, enzarzándose siempre en discusiones ideológicas. Era muy apreciado en el pueblo, sobre todo por padres y antiguos alumnos, pues no era un profesor convencional. Se preocupaba por sus estudiantes, ofrecía clases de refuerzo y dedicaba un día a la semana a alfabetizar y enseñar las cuentas básicas a quienes nunca habían tenido esa oportunidad, labor que compartía con un grupo de profesores progresistas y gente ilustrada que él mismo había elegido y convencido para el proyecto. Incluso Doña Elvira ayudaba en esas clases cuando se encontraba en el pueblo. En verano, se remangaba y se unía a las misiones pedagógicas de La República. Como solía decir, eran sus mejores vacaciones, reafirmando su compromiso con la cultura y, de este modo, el despertar del pueblo más desfavorecido.

Sin embargo, en los círculos más conservadores del pueblo lo veían como un enemigo de las tradiciones y creencias cristianas. Aunque se declaraba no creyente, nunca actuó contra los cristianos de fe, pero criticaba abiertamente a los curas y a la jerarquía eclesiástica. El párroco del pueblo y las beatas más recalcitrantes lo evitaban cuando sus caminos se cruzaban, pero él siempre les dedicaba un elegante saludo, lo cual les ponía aún más desconcertados e irritados. Su soltería era un estigma, por lo que lo convertían en blanco de sospechas sobre su moralidad y su condición sexual, y muchos lo tachaban de “desviado”. Algunos, incluso, lo acusaban falsamente de abusar de alumnos asistentes a sus clases de refuerzo, algo que a él le resultaba indiferente pues, como solía decir, ya estaba de vuelta de todo. Un día, paseando con Ramón le comentó, – “Todo lo que se ignora, se desprecia”. Ramón, si quieres ser verdaderamente libre, no seas un ignorante de nada, no cierres puertas, ábrelas –. – Comentan por ahí maliciosamente que usted es un vicioso, no lo comprendo – le comentó Ramón mientras estaban sentados en un bar del parque. – ¡¡¡jajajaja!!!, lo sé, lo sé y me congratula que tengan tan buena opinión de mí. Mira, ellos no saben que la carencia de vicios añade muy poco a la virtud –


CONTNUARÁ ……….

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