Eclipse lunar (III)
-Un año perdido-
Al día siguiente,
Ramón fue al instituto para reunirse con Don Higinio, su profesor de latín y
literatura, quien a la vez también era el tutor de su clase. Iba a ser el
primer día que saldría de casa desde su llegada al pueblo. Había estado
caminando por el patio y subiendo y bajando las escaleras varios días, y se
sentía capaz de recorrer los trescientos metros que le separaban del instituto
sin necesidad de la muleta. Su madre quiso acompañarlo, pero él insistió en ir
solo. El profesor lo había citado a las diez y media, así que comenzó su
caminar a las diez en punto. Al principio notó cierta inseguridad, pero a
medida que avanzaba se sentía más confiado. El sonido de su bota ortopédica al
caminar le resultaba especialmente molesto. Una vecina que estaba baldeando la
calle lo animó: – ¡Venga, Ramón! Esto solo es el principio, no te desanimes,
poco a poco –. Él le devolvió una leve sonrisa.
Llegó al instituto
apenas diez minutos después. Se sentó en un banco del claustro y, al cabo de
pocos minutos, Fermín, el bedel, se acercó. –
Vaya mala suerte chico, si necesitas algo ya sabes dónde estoy, en esa mazmorra
–, dijo riéndose mientras señalaba el pequeño cuarto de la portería. De
repente, entró por un lateral del claustro, Juanillo, el hijo del herrero,
quien al verlo frenó bruscamente, resbalando y cayendo de culo. Con lo impulsivo
que era, no tardó en levantarse como un resorte. –Pero ¿qué haces tú aquí?
–, le preguntó Ramón. –Vine con un presupuesto para el instituto, pero dime
¿cómo estás tú? –. –¡Pssss! –
respondió Ramón encogiéndose de hombros. –¿Te duele? –. – No –. –Oye, Ramón,
¿me lo puedes enseñar? –, dijo Juanillo con curiosidad. Ramón lo miró
fijamente y se subió el pantalón despacio. Sabía que Juanillo no quería ver el
daño de su pie por morbo, solo quería estudiar el mecanismo del artefacto, la
fusión de los hierros con el cuero de la bota y cómo funcionaba; la curiosidad
lo picaba. Juanillo tocó y giró el aparato para observar el movimiento del pie.
—Ajá, bien pensado este mecanismo, ¡qué listos son! —murmuró Juanillo,
ensimismado, hablando solo. — ¿Y dime, chirría mucho esto? –. –Pues
sí, Juan, parece que soy un leproso de la Edad Media, con la campanilla
avisando por dónde voy –. Como un meteoro, Juanillo se levantó de nuevo.
–Lo siento, Ramón, me tengo que ir, mi padre me mata si tardo mucho. Mañana te
llevo un nuevo aceite para máquinas a tu casa, seguro que ese ruido no te
molestará más –.
–Ramón, por
favor –. Era Don Higinio, que se había acercado hasta el claustro donde
estaba sentado él –. ¿Cómo te encuentras, Ramón? –. –¡¡¡Puffff!!!… bueno,
¿qué quiere que le diga, Don Higinio? Estoy harto de que me pregunten por mi
salud –. –“Leve fit, quod bene fertur, onus” –. –Lo que me faltaba
ahora, que me hable usted en latín –. – Pero si eres uno de mis mejores
alumnos, ¿no sabes lo que significa?, ¡¡Es de Ovidio, hombre!! –. Ramón
negó con la cabeza –. “La carga es leve si sabes cómo soportarla”. Venga,
ven, siéntate aquí y cuéntame solo cosas buenas, porque las que yo te tengo que
contar no lo son tanto –.
Al salir del
instituto, todos sus compañeros de clase le preguntaron cómo estaba y le
ofrecieron palabras de ánimo. Luego se quedó solo con Manuel, quien le invitó a
pasear hasta el parque, donde buscaron un banco apartado. Manuel le preguntó
cómo había ido la reunión con Don Higinio. –Mal, Manuel. Últimamente no me
acompaña la suerte. Por lo visto, no puedo reincorporarme al curso, o sea, este
año está perdido –. –¡¡Venga, hombre!! Qué fastidio, Ramón. No lo entiendo.
Pero si haces los exámenes al final del curso y apruebas, ¿por qué no? – se
preguntó Manuel. – Creo que, por el tiempo que he estado fuera, he faltado
más de la mitad del curso o algo así –. – No te preocupes, Ramón, ya verás cómo
hay una solución y empiezas la universidad el próximo curso. Venga vamos, no
quiero verte con esa cara. Y, por cierto, ¿has hablado con Elena? –. – No, creo
que es mejor dejarlo así. Ella se irá y no quiero que deje nada atrás. Además,
creo que ella está en proceso de olvidar este capítulo de nuestras vidas –. – Bueno,
Ramón, yo no entiendo mucho de relaciones amorosas, pero deberíais hablar,
después las cosas se enquistan y es peor, no os lo merecéis ninguno de los dos
–. – Manuel, el otro día casi se me parte el alma cuando la vi. Sé que la culpa
la consume. Recuerdo la alegría que tenía en la mirada, la vivacidad de sus
gestos o su sonrisa; ella sola era capaz de iluminar cualquier camino, era un
ser de luz, y ahora… pues verla tan abatida me destrozó. Me hizo preguntarme
dónde estaba el error, el pecado, ¿por qué este castigo? –. – No te
atormentes, que te mando a Don Higinio, te suelta un "latinajo" y te
arregla la vida –, le soltó Manuel. Los dos sonrieron. – Y tus padres,
Manuel, ¿saben algo de esto? – le preguntó Ramón –. Mi madre, seguro.
Los hechos eran demasiado evidentes para una mujer y más para una madre. Y
bueno, mi padre duerme con mi madre… ¿y…? – Manuel se encogió de hombros y
continuó, – nuestras madres ya hablaron entre ellas –. –O sea, que
¿mi madre también…? No me dijo nada –. – Ella se enteró por ti.
Fueron muchas noches de fiebre, acompañadas de delirios, y allí, claro… tu
madre tampoco es tonta. Todo el personal del hospital se preguntaba quién sería
esa Elena que no dejabas de nombrar –.
-El robo-
Sobre finales de
marzo de aquel año, la campaña de la aceituna llegaba a su fin en La
Polvorilla. La mayor parte del fruto ya había pasado por el molino y ahora,
poco a poco, se procedía a talar y limpiar los olivares. Como era habitual, Don
Fernando preparaba la fiesta del “remate” para todos sus jornaleros en
una gran nave de la hacienda. Aquel día, la lluvia hizo acto de presencia desde
la mañana.
Un niño avisó a
Evaristo de que la pareja de la Guardia Civil se acercaba a caballo por el
sendero, lo que llevó a que se informara de inmediato a Don Fernando, quien
salió a recibirlos. Tras conversar un instante, los invitó a pasar a su
despacho. Cinco minutos después, llamaron a Evaristo para que entrara.
Alrededor de veinte trabajadores se congregaron en el patio formando corrillos,
a la espera de noticias. Acto seguido, Evaristo salió para requerir la
presencia de Dionisio, el encargado de la granja. Media hora más tarde, todos
salieron y Don Fernando se despidió cortésmente de la autoridad. Después se
dirigió a la cocina, donde Elvira y Mercedes, junto con otras mujeres, estaban
preparando la comida para la celebración del remate. – Cariño, parece ser que
las cabras, conejos y gallinas que echábamos en falta no se habían escapado.
Esta madrugada, detuvieron al “Talega” cuando circulaba con un carro tirado por
un burro. En el interior, dentro de jaulas, transportaba numerosos animales y, andando
atadas, varias cabras y algún cordero. También han arrestado a sus dos hijos,
los “Taleguillas”; uno de ellos, el José, trabajó aquí hasta la semana pasada
–. –¿Y os marcháis ahora? – preguntó Elvira –. –Será solo un momento; vamos
a coger el coche y nos acercaremos los tres al cuartel. Tenemos que declarar y,
si es necesario, presentaré la denuncia. Por favor, organízalo todo por aquí y
ve sacando algo de comer y beber para la gente –.
Al llegar al
cuartel, la sorpresa fue grande al comprobar la cantidad y variedad de animales
decomisados, tanto en el carro de “El Talega” como en su casa del pueblo.
Dionisio marcaba a los animales con señales que solo él conocía, así que no
tardó en reconocer casi todos los que faltaban en la granja de La Polvorilla.
En la sala del cuartel se les tomó declaración y acto seguido pusieron la
denuncia. –Evaristo, no nos denuncies, yo te los iba a devolver, se
escaparon y los recogimos – se oyó decir a José “el Taleguilla” desde el
calabozo –.
Ya de vuelta,
Evaristo le dijo a Don Fernando en el coche: –Lo siento, Fernando, parte de
la culpa es mía. Cuando lo contraté fui demasiado blando y me creí que iba a
cambiar, que iba a empezar una nueva vida y que sería honesta. No le hice caso
a las palabras que decía el abuelo: “a la mala hierba no hay que darle segundas
oportunidades” –. –¡¡Vamos, vamos!!, que nos espera un arroz con conejo, que si
sabe cómo olía, nos vamos a chupar los dedos, y no le des más vueltas hombre,
aquí los honrados somos nosotros–.
Quince días después
se celebró el juicio, en el que se les condenó a varias penas, la mayor de
ellas al José. Acumulaba varios robos en la zona y tenía algunos juicios
pendientes por peleas y agresiones. – Cuando salga iré a verte, aprendiz de
señorito. Tu abuelo nos fastidió y ahora tú… – dijo José “el Taleguilla"
desde el banquillo, mientras el guardia que tenía detrás le daba un toque con
la culata del fusil –. ¿Te quieres callar, o lo quieres empeorar más? – le
dijo su hermano que estaba esposado con él.
En los corrillos de
la calle, junto al juzgado, charlaban Evaristo, Fernando, Dionisio y varias
víctimas de los robos juzgados. Un guardia se acercó con un cigarro para pedir
fuego a Dionisio. —Bueno, esto ya está acabado, ¿no? — le dijo Dionisio. — Así
es, el José llevaba mal camino desde chico y no debe estar muy bien de la
“chorla”. Así, de primeras, es manso y trabajador, pero algo, de vez en cuando,
se le cruza en la cabeza que pierde el sentido, se pone violento y se lleva por
delante a quien sea. Y vengativo, el otro día le dio una paliza a un jornalero
que casi lo mata, lo había denunciado hacía dos años. Y el año pasado, en la
cárcel de Lucena, en una pelea, le arrancó una oreja a otro preso de un
mordisco… un bicho -.
-La Ruptura-
El final del curso
llegó en junio, confirmando, una vez más, que la rigidez burocrática prevalecía
sobre la razón. Ramón, inevitablemente, tendría que repetir curso. La mayoría
de los profesores, reacios a complicaciones, aplicaron la normativa
estrictamente. Para que no perdiera el hábito de estudio, se le permitió
asistir a clase como oyente, algo que Ramón aceptó, sobre todo, para escapar de
la atmósfera claustrofóbica de su habitación. Había reflexionado profundamente
sobre las palabras de Manuel y deseaba hablar a solas con Elena, aunque no
sabía cómo abordar el tema ni qué palabras utilizar. Únicamente tenía dos
certezas: la primera, que daría la vida por tenerla a su lado y, segunda, que no
sería un obstáculo para su futuro. Elena, por su parte, se convencía cada vez
más de que no iría a Sevilla a cursar el primer año de carrera. Se quedaría con
él y ya verían al año siguiente. Muchos días pensaba que, si aquello era un
castigo divino, había sido desmesurado, pero lo que sentía por él era tan
profundo que no le importaba sacrificarse, ahora era el momento de tomar
decisiones. Lo que no comprendía era por qué él la evitaba, por qué cuando sus
miradas se cruzaban y ella lograba sostener la suya por un instante, él casi de
inmediato bajaba los ojos. Ella se imaginaba que él estaba avergonzado por su
cojera, por no haber podido arreglar lo del curso.
Solía rehuir la compañía de los demás y era frecuente que se retirara sola hasta el nogal, donde se relajaba dejando que su mirada se perdiera en el horizonte. Pero un día, sintió que una mano le tocaba el hombro. Percibió su presencia, pero no era él, era su madre. Decidida a abordar la situación con ella, Elvira le dijo: –Mira, Elena, nosotros no nos oponemos a lo que sentís. Siempre hemos querido lo mejor para vosotros. Lo que os une es natural, esa atracción no es pecado. Elena, te aseguro que es el sentimiento más puro y bello que jamás sentirás, no te atormentes, es un regalo que tenéis la suerte de sentir. Nosotros pasamos por eso y sé que no tiene una explicación lógica, pero es un joya que la vida nos da. Pensamos que sois muy jóvenes para quedaros aquí viendo pasar la vida y contemplando vuestro amor. Estáis creciendo físicamente, pero también debéis crecer intelectualmente, debéis formaros, aún no estáis completos. Si no, llegará un momento en que os podéis arrepentir. Por favor, no dejéis de hacer cosas que luego, un día, no tengan remedio. Ahora, dentro de unos meses, os vais a separar, vais a poner a prueba la fortaleza de vuestros sentimientos. Si después de esto la llama persiste, volveréis a encontraros, volveréis a estar juntos, tarde o temprano pasará, estoy segura –. –Mamá, he pensado que me quedaré con él este año y el año que viene nos iremos juntos a la universidad –. – Elena, no te vamos a obligar a nada, pero creo que es un error –
Ella se apartó con
brusquedad al notar su frialdad, pero él la tomó de las manos para que no se
fuera. –Después de tanto tiempo esquivándome, por favor, dime qué pasa, ¿qué
ha cambiado?, ¿por qué no me abrazas?, ¿por qué no te reconozco?, ¿no
comprendes que, si no siento lo bonito que es tenerte, a lo mejor, me muero?
–. Como gotas de cera, sus lágrimas comenzaron a brotar, lentamente, una tras
otra. –Lo nuestro tiene que terminar, Elena, tenemos que olvidar esta
historia. Es cruel, pero es lo mejor para los dos –. Ella empezó a hacer
gestos nerviosos con las manos cerca de su rostro, con los ojos muy abiertos. –No
te entiendo, Ramón, pero ¿qué me estás diciendo?, ¡¡mientes, mientes!! ¿Que lo
que sentimos el uno por el otro se ha evaporado en unos meses?, ¿que ya no
existe nada?... –Lloraba con orgullo, mirándolo fijamente, con la cabeza alta–.
¿Dime, tú solo has decidido esto por los dos?... Pero dime, ¿cómo has llegado a
esa conclusión?, ¿es por tu pie?, a mí no me importa. ¿O crees que es mejor
para mí?, déjame decidir a mí lo que me conviene y lo que no. Vaya, sí que es
cruel tu decisión, ¿has pensado en algún momento en mí, Ramón?, ¡¡¡dímelo,
dímelo!!! –. –Déjame, Elena, que yo solo no sé hacerlo, ayúdame por favor,
pongamos nuestros relojes a cero, déjame, aunque sea contra el viento, deja que
el agua corra – le respondió Ramón mirándola, mientras sus lágrimas ya
manchaban su camisa. Con un fuerte tirón, Elena se soltó de sus manos y, con
los puños cerrados, golpeó su pecho diciendo: –¡¡¡Cobarde, cobarde!!! –.
Se dio la vuelta y salió corriendo, refugiándose en la pequeña capilla donde
lloró desconsoladamente.
Dos semanas después,
Don Fernando y Doña Elvira, junto con Manuel y Elena, viajaron a Sevilla para
formalizar la matrícula en la universidad. Su residencia se establecería en el
palacete de su anciana abuela, en el barrio de San Lorenzo. Después se
trasladaron a Sanlúcar, donde planeaban quedarse en casa de los otros abuelos,
los padres de Elvira, hasta mediados de agosto. La Polvorilla quedó a cargo de
Evaristo, quien acudía puntualmente al pueblo cada semana para informar a Don
Fernando de cualquier novedad en las fincas a través de un teléfono en la
casona. Esas semanas transcurrieron con tranquilidad. Solo la recolección de
las siembras estivales, la trilla y el almacenamiento de las mieses mantenían
la actividad de los trabajadores.
-La cruz rota-
Al llegar, vio el
camión parado, adornado con banderas rojinegras en las cuatro esquinas de la
caja del remolque y a varias personas embozadas con pañuelos del mismo color
que las banderas. Algunos hombres asestaban violentos golpes con pesados
martillos sobre la cruz de piedra, ya visiblemente dañada. Otros observaban y
jaleaban la destrucción con consignas airadas. Evaristo gritó al llegar: –¿Qué
demonios hacéis? ¡Estáis locos! –. Uno de los hombres, al notar su
presencia a caballo, se abalanzó sobre él con un palo, vociferando: –¡Ni
Dios, ni amo, ni patria! –. Evaristo esquivó el golpe y retrocedió. Otro de
los agresores soltó su martillo, corrió a la cabina del camión, sacó una
escopeta de caza y, volviendo sobre sus pasos, encañonó a Evaristo. –Pero
¿qué haces? –dijo Evaristo asustado–. –Baja del caballo o te meto un
tiro –. Evaristo obedeció y, sin esperarlo, sintió un fuerte golpe en la
espalda que lo hizo caer de rodillas, dejándolo sin sentido por unos instantes.
Al levantar la cabeza, vio el cañón de la escopeta apoyado en su sien y al
hombre que lo había golpeado con una pala diciéndole: –¿Y tú quién eres? –.
La montura del capataz, asustada, ya galopaba hacia la hacienda. –Soy
Evaristo, el capataz de La Polvorilla –. Otro hombre armado, con la cara
tapada, salió del camión y gritó: –¡Quietos, quietos… dejadlo! –. Todos
se apartaron a un lado. Evaristo recuperó a duras penas el aliento y comenzó a
levantarse lentamente, con evidentes gestos de dolor. –¿Por qué usáis la
violencia contra mí?, ¿me teméis? No voy armado ni acompañado, esto es una
actitud de cobardes –. Evaristo sabía quiénes eran: los anarquistas que
estaban sembrando el miedo en las zonas rurales con violencia y destrucción
contra todo y contra todos.
El coche de la
hacienda acercó a Evaristo al pueblo para que lo viera el doctor Giráldez.
Tenía al menos dos costillas rotas y contusiones en la cara, rodillas y manos. –Esto
te va a doler bastante y te va a impedir montar. Lo único que cura esto es el
reposo – le dijo el doctor, vendándole el torso y curándole las
magulladuras. Cuando llegaron al cuartel de la Guardia Civil, la agitación de
la gente que quería entrar era evidente, pero al ver a Evaristo herido se hizo
el silencio y automáticamente se abrió un pasillo para que entrara primero. El
grupo de anarcosindicalistas de Rafaelito había actuado en todas las cortijadas
cercanas a La Polvorilla la noche anterior, y la indignación de propietarios y
trabajadores era notoria. Allí, un guardia anotó lo acontecido en la "Cruz
del Humilladero".
Pedro, el guardés de
la casona, les abrió la puerta y se dirigieron a la sala donde estaba el
teléfono. Viendo las dificultades de movimiento de Evaristo, Mercedes le ayudó
a marcar el número de Sanlúcar, el teléfono de los padres de Elvira. Dejaron el
recado para que Don Fernando devolviera la llamada lo antes posible. El capataz
quiso que lo trasladaran a La Polvorilla al día siguiente. Los trece kilómetros
que lo separaban del pueblo fueron un suplicio; el cóctel de dolor y calor
estuvo a punto de doblegarlo, pero su rostro, como siempre, permaneció
imperturbable durante todo el trayecto. Desde allí podría dirigir, gestionar y
aconsejar a Dionisio y a su hijo Ramón en las tareas que él realizaba
diariamente.
El martes llegó Don
Fernando con Rodrigo desde Sanlúcar. Se informó detalladamente de los sucesos
del sábado anterior y solicitó asesoramiento en la Cámara Agraria para adoptar
medidas conjuntas ante la creciente ola de acciones violentas de los grupos
anarquistas, ya que los recursos de la Guardia Civil eran insuficientes para
contener aquellas violentas acometidas. Acto seguido, fueron a una armería de
confianza en Lucena a comprar varias armas más, que posteriormente registraron
en el cuartel. Rodrigo no se separaba de Don Fernando, absorbiendo cada detalle
de lo que ocurría, atento a cada acción y manera de gestionar aquella crisis
por parte de su padre. Don Fernando veía en él al único de sus hijos que
mostraba interés por aquel mundo, y eso le complacía. Después, se dirigieron al
cantero del pueblo para gestionar la reparación de la piedra destruida. Aunque
la cruz no estuviera en sus terrenos ni fuera su responsabilidad directa,
estaba decidido a asumir todos los gastos necesarios para restaurar el lugar a
su estado original. Una vez finalizados todos los trámites, convocó a sus
trabajadores a una comida en La Polvorilla para agradecerles su firmeza en la
defensa de la propiedad.
-Caldo de cultivo-
-Ramón y Rodrigo-
Cuando Don Fernando
partió de nuevo, Rodrigo optó por quedarse en La Polvorilla para acompañar a
Ramón en sus rondas diarias. Desde el amanecer hasta la tarde recorrían las
fincas, dedicándose a la vigilancia y la gestión de los terrenos según las
directrices de Evaristo. Antes de marcharse, Don Fernando dejó instrucciones
precisas sobre cómo actuar ante posibles encuentros con grupos violentos.
Distribuyó armas en todas las casillas y en la granja, con la indicación de
disparar al aire como señal de aviso y de auxilio en caso de peligro. Solo
debían utilizar las armas contra alguien si la vida de un trabajador corría
peligro o si era absolutamente necesario.
Criados como hermanos y con las mismas oportunidades en la niñez, los últimos tres años habían estado separados por los estudios de Rodrigo en la capital, lo que, en plena adolescencia, les había impedido compartir las vivencias propias de esa etapa. Rodrigo le contó que estaba "hablándose” con Julia, una muchacha que había conocido en la facultad y que, casualmente, era la hija del boticario del pueblo. A ella no le gustaba mucho la botica, prefería los espacios abiertos, el mundo del campo, y eso para empezar, ya era un fuerte vínculo que los unía. Ese verano, Julia se trasladó a la hacienda de su familia, cerca de la aldea de la Ermita de la Esperanza, y Rodrigo solía visitarla algunas tardes, recorriendo a caballo los cinco kilómetros que los separaban. Ramón, por su parte, le relató con detalle lo ocurrido con Elena, su hermana, y la dura decisión que había tomado respecto a su relación. Le transmitió las dudas y el desasosiego que tenía cuando pensaba que podía haberse equivocado y también lo que le estaba costando el intentar olvidarla.
Iniciaban la jornada
muy temprano para esquivar un poco el calor del verano. Rodrigo y Ramón
anotaban, administraban y compartían impresiones sobre todo lo que observaban.
Las conclusiones que tomaba cada uno debían ser consensuadas y generalmente
coincidían en el pronóstico y en la solución, pero lo que realmente les
permitió conocerse mejor fue la confianza que se tenían para compartir sus
intimidades más profundas, lo que afianzó aún más su fraternal amistad. Rodrigo
era diferente a su hermano Manuel, parecido a su padre, más seco y menos
adulador, pero igual de honesto en sus relaciones. Los hombres y mujeres de la
hacienda que los conocían desde niños no podían creer verlos tomar decisiones
tan equilibradas y ponderadas, lo que les llenaba de orgullo. Ellos habían
crecido entre caballos y se manejaban a la perfección cabalgando entre cerros y
lomas en aquellas largas travesías. Fueron días plenos de trabajo, pero también
de aprendizaje y, por primera vez, de sentirse útiles, lo que evidenciaba ya su
madurez.
Dos semanas habían
transcurrido desde la agresión y la rotura de la Cruz del Humilladero cuando,
una tarde, la mujer de Dionisio se acercó para avisarles de que un camión
llevaba varias horas detenido en el cruce. Rodrigo y Ramón acudieron armados y,
al llegar, el vehículo estaba a punto de marcharse. Era el cantero, acompañado
por sus dos hijos y un trabajador. –Bueno, Don Rodrigo, esto quedó terminado.
La cruz rota no tenía compostura, así que comunique a su padre que la hemos
tenido que hacer nueva –. –Muchas gracias, Bernardo. ¿Sería posible que recogierais
la cruz rota y la dejarais al lado de la capilla de la hacienda? –. –Por
supuesto, ahora mismo –. – Cuando estéis allí,
preguntad por Don Evaristo, que él os pagará –.
Aquel verano siguió
dando coletazos, pero no hubo sorpresas desagradables. Don Fernando, Elvira y
Manuel regresaron de Sanlúcar para la vendimia y la Feria. Elena, en cambio, se
quedó en Sevilla con su abuela; no quiso volver a aquel sitio que le hacía
tanto sufrir. Allí esperaría a Manuel hasta finales de septiembre, cuando
comenzaría el primer año de magisterio. Ramón, por su parte, recomenzaría el
último curso de bachillerato y se alojaría sólo en la casa del pueblo de sus
padres. Rodrigo volvió a marcharse a Córdoba para continuar con sus estudios,
mientras que Evaristo, harto de esperar, empezó a montar y a hacer sus rondas
de nuevo a mediados de septiembre, aunque no sin dificultad, ya que el dolor
persistía.
El curso comenzó en
el instituto y, poco a poco, Ramón fue adaptándose a sus nuevos compañeros y a
su nueva realidad. No pasaba un día sin que pensara en Elena; sabía que lo
estaba pasando mal. Manuel y él se carteaban con frecuencia, lo que le permitía
estar al tanto de los acontecimientos en Sevilla. Elena se había encerrado en
sí misma, ignorando los consejos de su familia y de cualquiera que intentara
ayudarla. Sus resultados del primer trimestre fueron catastróficos, lo que
llevó a Elvira a viajar varias veces a Sevilla para acompañarla, aunque sin
éxito. En Navidad, enfermó de una especie de disentería, con vómitos y diarreas
constantes. Su debilidad, causada por la falta de alimentación, hizo inevitable
su ingreso hospitalario. Tras unos días, recibió el alta, pero la familia optó
por pasar la Pascua en Sevilla. Ramón sufría con aquellas noticias y se
preguntaba si su decisión había sido equivocada, aunque ahora ya no podía hacer
nada para aliviar ese dolor. Después de Reyes, Don Fernando y Doña Elvira
regresaron a La Polvorilla con buenas noticias: Elena estaba mucho mejor, tanto
física como emocionalmente. Elvira siempre destacaba la sana y balsámica
relación que tenía con su hermano Manuel, pues las conversaciones durante este
tiempo de enfermedad la habían transformado.
-El maestro Don Higinio-
Don Higinio, soltero
y cincuentón, lucía un cabello ensortijado y canoso, con exceso de brillantina
para domar sus rizos. Su figura alta y delgada se envolvía en una presencia
impecable: traje, pajarita, chaleco y zapatos relucientes. Presumido, siempre
llevaba consigo su pipa y un par de libros bajo el brazo. Paseaba con un bastón
de dandi rematado con empuñadura de plata en forma de sirena, un obsequio de
sus amigos tertulianos al cumplir el medio siglo. Su trato era siempre educado,
afable y, a veces, bromista; en las reuniones, su vasta cultura lo convertía en
la estrella y, en los debates, en un apasionado contertulio. Su única
peculiaridad era intercalar frases en latín que pocos entendían y que, a muchos,
confundían. Cuando paseaba por el parque, iba sin prisa, gesticulando y
hablando solo, como si declamara una escena literaria. La gente lo observaba
entre sonrisas, preguntándose si había perdido el juicio. Luego, solía acabar
en "La Casa del Pueblo", para leer los periódicos y compartir
algún licor con los afiliados, enzarzándose siempre en discusiones ideológicas.
Era muy apreciado en el pueblo, sobre todo por padres y antiguos alumnos, pues
no era un profesor convencional. Se preocupaba por sus estudiantes, ofrecía
clases de refuerzo y dedicaba un día a la semana a alfabetizar y enseñar las
cuentas básicas a quienes nunca habían tenido esa oportunidad, labor que
compartía con un grupo de profesores progresistas y gente ilustrada que él
mismo había elegido y convencido para el proyecto. Incluso Doña Elvira ayudaba
en esas clases cuando se encontraba en el pueblo. En verano, se remangaba y se
unía a las misiones pedagógicas de La República. Como solía decir, eran sus
mejores vacaciones, reafirmando su compromiso con la cultura y, de este modo,
el despertar del pueblo más desfavorecido.
Sin embargo, en los círculos más conservadores del pueblo lo veían como un enemigo de las tradiciones y creencias cristianas. Aunque se declaraba no creyente, nunca actuó contra los cristianos de fe, pero criticaba abiertamente a los curas y a la jerarquía eclesiástica. El párroco del pueblo y las beatas más recalcitrantes lo evitaban cuando sus caminos se cruzaban, pero él siempre les dedicaba un elegante saludo, lo cual les ponía aún más desconcertados e irritados. Su soltería era un estigma, por lo que lo convertían en blanco de sospechas sobre su moralidad y su condición sexual, y muchos lo tachaban de “desviado”. Algunos, incluso, lo acusaban falsamente de abusar de alumnos asistentes a sus clases de refuerzo, algo que a él le resultaba indiferente pues, como solía decir, ya estaba de vuelta de todo. Un día, paseando con Ramón le comentó, – “Todo lo que se ignora, se desprecia”. Ramón, si quieres ser verdaderamente libre, no seas un ignorante de nada, no cierres puertas, ábrelas –. – Comentan por ahí maliciosamente que usted es un vicioso, no lo comprendo – le comentó Ramón mientras estaban sentados en un bar del parque. – ¡¡¡jajajaja!!!, lo sé, lo sé y me congratula que tengan tan buena opinión de mí. Mira, ellos no saben que la carencia de vicios añade muy poco a la virtud –
CONTNUARÁ ……….
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