julio 01, 2025

Ángel Pérez Campos

 


Eclipse lunar (IV)





- Un descubrimiento macabro -  

        La noticia se propagó por el pueblo como la pólvora. La alerta dada por Mercedes en el cuartel
de la Guardia Civil movilizó a una pareja de guardias hasta la humilde casa de los "Talegas". Un intenso hedor a descomposición salía de la casa, situada en el arrabal que lindaba con el pueblo, al lado de un serpenteante arroyo. Mercedes, que estaba esos días en el pueblo, se había acercado a la Plaza para adquirir pan y otras vituallas. Como era su costumbre, había preparado una cesta con provisiones para las familias a las que solía ayudar. Cuando llegó a la casa de “los Talegas”, al tratar de depositar los víveres en la canasta de mimbre, observó en su interior, la presencia de verduras y comida en un avanzado estado de putrefacción, un hecho insólito tratándose de Carlota, la madre del clan. Mercedes rodeó la casa y, mientras lo hacía, seguía percibiendo fuertes emanaciones de olor a animal muerto; pero al no encontrar nada sospechoso en el exterior, temió lo peor. La llamó a viva voz y golpeó puertas y ventanas, pero no obtuvo respuesta.

Desde el encarcelamiento de su marido y sus dos hijos, Carlota carecía de medios para subsistir, por lo que algunos vecinos caritativos le dejaban alimentos en una canasta de mimbre colgada cerca de la entrada. Ella rechazaba la ayuda directa por el profundo temor que le tenía a José, su hijo mayor, un miedo que superaba incluso al hambre. Él le había advertido en una carta, que le leyeron en el ayuntamiento, que no se atreviera a aceptar limosna de nadie del pueblo, a quienes consideraba culpables de sus desgracias. Por esta razón, recogía sigilosamente las dádivas de noche y, tras acarrear agua del arroyo, se encerraba de nuevo a cal y canto en su casa. Su esposo, el Talega, había fallecido hacía dos meses en la prisión de Antequera a causa de una neumonía. Ahora, su soledad y desamparo hacían de su miserable existencia una carga pesada, alimentando el deseo diario de que la muerte la reclamara. A su llegada, los guardias repitieron las llamadas y los golpes, pero, a falta de respuesta desde el interior, optaron por derribar la puerta. Una oleada de aire pútrido los hizo retroceder rápidamente. Cubriéndose nariz y boca con pañuelos humedecidos, volvieron a entrar para, esta vez, descubrir el cuerpo de Carlota suspendido de una viga, en avanzado estado de descomposición.

Aunque ella afirmaba tener 61 años, su padre la inscribió cuando ya caminaba, por lo que su edad real era incierta. Había nacido en la familia de los “Hojalatas” y su destino quedó sellado desde muy joven al ser concertado su matrimonio con el hijo del “Tío del Saco”, el Talega. Ella tenía quince años; él, veinticinco. Ignorante de los deberes conyugales, su negativa a entregarse esa noche a su esposo se quebró con violencia y crueldad, él abusó de ella con saña. Después de esto quedó bloqueada y ya nunca fue la misma. Los embarazos y los problemas legales de su marido y después de sus hijos, la sumieron en una intromisión constante. En el pueblo la tomaban por loca, su mirada estaba siempre perdía en un horizonte lejano como buscando explicaciones a su existencia, el don de la palabra apenas lo utilizaba y cuando la hablaban no escuchaba, de este modo se evadía de su condena, se alejaba de su realidad.

Dado el avanzado estado del cuerpo y al no hallar indicios sospechosos, el juez ordenó el levantamiento del cadáver con premura. Santiago, el sepulturero, se acercó con un carro que transportaba un humilde ataúd, de pino sin barnizar, donado por la ABLO (Asociación Benéfica Local). Se descolgó el cuerpo y, cuando se disponía a irse, llegó el párroco, Don Anastasio, que procedió rápidamente con una oración y un responso por el alma de Carlota, pero negándose a darle una misa porque, argumentaba, que era una suicida y ese acto, en sí mismo, era una ofensa a Dios. Solo a Él le correspondía dar la vida o quitarla. - ¿Y a los hijos, se les va a comunicar? - preguntó Mercedes a un guardia que conocía. - El José y su hermano ya no están en la cárcel, hace poco nos llegó una nota interna comunicando que se habían alistado en La Legión y creo que andan por Ceuta. Ya sabes Mercedes que en ese cuerpo se perdonan todos los pecados anteriores si firmas y prometes servir y dar la vida por Patria-.

Solo Mercedes y tres vecinas acompañaron el lento avance del carro, guiado por Santiago, que transportaba féretro de aquella desdichada mujer en su último y solitario viaje hacia el cementerio. Los guardias civiles intentaron asegurar precariamente las puertas de la casa y, así, en pocos minutos, el arrabal quedó desierto, sumido de nuevo en su habitual soledad.

-Decidiendo el Futuro-

El curso terminaba y Ramón ya preparaba su escapada a La Polvorilla. Un año viviendo prácticamente solo en la casa del pueblo le había servido no solo para pensar en el pasado y en el futuro próximo, sino que también lo había enriquecido por diferentes motivos. La buena conexión con Don Higinio y su mundo, le habían abierto su mente a conocimientos ocultos y a amistades inesperadas, ampliando su visión de la sociedad que lo rodeaba.

Más de un año sin ver a Elena, y aunque sus sentimientos se habían amoldado, él no podía olvidarla. Ella se había quedado suspendida como un hilo de luz, enredada, entretenida, alimentando su inquietud. Estaba presente en cada ausencia, su imagen iba y venía, como una marea constante. Se preguntaba por qué no lograba que aquel sentimiento se olvidara con el paso del tiempo. Aún saboreaba el dulce veneno de sus besos, sentía el temblor de su cuerpo junto al suyo, olía el aroma de su pelo en cualquier objeto, e incluso la oía hablar y reír en cada calle, en cualquier conversación. Ramón se seguía carteando con Manuel al menos una vez al mes. Elena mejoró de salud, pero no en los estudios. Tenía muchas amistades y daba rienda suelta a su juventud, con mucha diversión y muy poco sacrificio para mejorar sus calificaciones. Su abuela estaba enfadada por sus llegadas tardías, algo inaceptable para una muchacha de su edad. Su madre, Elvira, pasaba temporadas con ella intentando encauzarla, pero ni ella ni las charlas de Manuel frenaban ya su actitud rebelde.

Por otra parte, él, aún dudaba sobre qué y dónde estudiar el primer año de universidad. Don Higinio, observando su creciente interés intelectual, le sugirió Sevilla o Granada. Eran ciudades relativamente cercanas donde estaban emergiendo toda una pléyade de nuevos escritores, pintores, músicos e intelectuales en general, un ambiente ideal para su desarrollo personal y académico. La sociedad estaba inmersa en cambios constantes, impulsados por aires de libertad y, a veces, de libertinaje, que ponían en peligro la estabilidad entre el conservadurismo tradicional y las nuevas olas idealistas de toda índole. Aquella semana en la Polvorilla, Ramón, habló con sus padres y les pidió opinión sobre el modo de afrontar su futuro, ya que, estudiar una carrera, suponía un esfuerzo económico considerable para la familia. Ramón les comentó que, si era necesario dejar su formación y buscar trabajo, estaba dispuesto a sacrificarse. Sus padres se enfurecieron cariñosamente con él, pero se negaron en rotundo, - antes vendemos la casa del pueblo – le dijo su madre. Días antes, Don Higinio se había citado con Mercedes y le expresó lo que todos sus colegas veían, el extraordinario potencial de Ramón, por eso les instó a hacer un esfuerzo para que sus capacidades no se perdieran. Él mismo se ofreció a ayudarlo en todo lo necesario con sus estudios.

Una tarde, Don Fernando, después de estar con Evaristo probando los nuevos tractores adquiridos para las fincas, llamó a Ramón para que se reuniera con él en su despacho. —¿Cómo estás, Ramón? Este año has venido poco por aquí, tú sabes que eres siempre bienvenido, esta es tu casa y tu familia —dijo Don Fernando, - Lo sé, pero si le puedo ser sincero, me ha venido bien para reflexionar, espero que no les haya molestado –, le respondió Ramón. – Para nada, tus padres nos han informado de tu trayectoria, y no hay nada malo en tu actitud, es más nos hemos alegrado de que el curso lo hayas superado con tanta solvencia, pero de lo que más orgullosos estamos es de tu entereza ante la adversidad de la enfermedad –. – Bueno, a veces es más difícil superar el daño que no se ve, que el que todo el mundo presume ver -, le dijo el chico, - Ya lo sé, Ramón. Seguramente sabrás los problemas que tenemos con Elena, estamos preocupados y con una angustia que se acrecienta por la distancia. Vemos cómo, día a día, su equilibrio y solidez se desmoronan, y lo peor es que no tenemos una herramienta, una solución con la que podamos ayudarla, y eso a Doña Elvira y a mí nos quita el sueño. -, - A mí también Don Fernando, y creo, sinceramente, que lo que surgió entre nosotros fue el desencadenante de esta situación. Pensar que renuncié a una relación tan pura, a un sentimiento tan poderoso me hace renegar de mí decisión. Quizás la sometí a un desengaño forzado castigándola sin ninguna explicación,……. pienso que podía haber buscado otra salida y todo porque consideré egoístamente, que era lo mejor para los dos, eso me martiriza día y noche -, le dijo Ramón compungido, - Me conmueve tu sinceridad, estas cosas pasan a veces y no sabes si las decisiones que tomas van a ser las correctas. Pero tu planteamiento fue cabal, no hay malicia en ti, no te tortures porque ahora hay que buscar soluciones; los errores del pasado ya no tienen arreglo. Las encrucijadas de la vida te hacen tomar caminos que a veces no tienen salida. Personalmente te digo que yo seguramente hubiera actuado de igual forma-. -Si usted considera que está en mi mano ayudarles, por favor pídanme lo que sea -, - ¡¡No, no, no!!….. perdóname, Ramón, no te he llamado para esto, solo saqué esta conversación porque necesitaba hablarlo contigo, no me lo tengas en cuenta, espero que Elena madure y de ese modo dé el cambio que todos esperamos -, - Bueno pues usted dirá -, contestó Ramón, - No te voy a cansar con lo que sentimos y sobre el encaje de tu familia en la nuestra. Tú no eres nuestro hijo de sangre, pero te sentimos como si lo fueras. Hemos hablado, Doña Elvira y yo, y nos vamos a hacer cargo de los gastos de tus estudios. Creemos que no solo es justo, sino que así debe ser, y, además, así lo sentimos. Ahora mismo nosotros podemos afrontar económicamente tus gastos y no nos supondrá una carga lesiva para nuestros recursos, pero sé que para tus padres sería bastante gravoso. He querido informarte a ti primero porque sé de tu madurez; los próximos días se lo comunicaremos a tus padres, que eso, creo, nos va a costar más -, - Por favor, Don Fernando, ya hizo usted más de lo debido con mi enfermedad, ahora yo no puedo aceptar esto, creo que es demasiado -. - No, Ramón, no es demasiado, te lo aseguro. Vosotros nos habéis dado mucho más de lo que nosotros os podamos devolver en nuestra vida, y no hablo ahora de dinero -. Don Fernando se levantó dando fin a la conversación, se acercó a Ramón y lo estrechó en sus brazos. Nunca había tenido un gesto tan cariñoso con él y eso le estremeció, le hizo sentir bien y agradecido. – Mucha suerte, Ramón –.

Los padres de Ramón, junto con Don Fernando y Elvira, acordaron sufragar los gastos de los estudios de Ramón al cincuenta por ciento. Evaristo, era orgulloso, insistió en que su hijo debía ver también el esfuerzo de sus padres, destinando parte de sus ahorros para la formación universitaria de su único vástago. Ellos consideraban que la ayuda de sus patronos y amigos ya había sido excesiva cuando pagaron todos los gastos que se derivaron del episodio de la enfermedad, y ahora no podían permitir que con los estudios pasara igual.

-Un viaje maravilloso-

El siguiente fin de semana, Don Higinio y Ramón, junto con Doña Carmen, su marido Federico, ambos profesores y asiduos de sus tertulias, y Don Jesús, el profesor de ciencias, con su novia Ramona, viajaron a Granada. El objetivo era doble: los profesores, pasar unos días fuera del pueblo y revivir los años de estudiantes en la ciudad, reencontrarse con viejos compañeros y amigos, y, por otra parte, acompañar a Ramón, que al lunes siguiente debía formalizar su matrícula en la Facultad de Filosofía y Letras, asegurando también su plaza en la residencia de estudiantes. Fueron días intensos y llenos de alegría. Disfrutaron de una Granada de ensueño, visitando la Alhambra, la Catedral, un atardecer en el Albaicín y una buena juerga flamenca en una de las cuevas del Sacromonte. No faltaron las paradas en cafés, tascas y tabernas bohemias donde se deleitaron con exposiciones de fotografía y pintura, libros y conferencias literarias, sin olvidar la buena comida y bebida. Durante la estancia, antiguos compañeros de carrera que habían obtenido plaza de profesor en la ciudad se unieron al grupo, completando una animada y concurrida comitiva.

Ramón no podía cerrar los ojos; quería absorber cada detalle de lo que veía y oía. Aunque mucho más joven que sus acompañantes, a menudo se atrevía a disertar sobre libros y pensamientos que dejaban boquiabiertos a algunos de ellos. - ¿Pero bueno, Higinio, de dónde ha salido este muchacho? -, preguntó un antiguo compañero que hablaba con Ramón. El profesor, entre risas y con una copa de coñac en la mano, se encogía de hombros. - El próximo curso oirás hablar de él, prepárate bien las clases de filosofía, porque seguro que debatiréis, lo tendrás de alumno -, le respondió sonriendo. La profesora Doña Carmen le tomó especial cariño esos días. Conocía a su madre, pero mucho más a Elvira, a quien había ayudado en la formación de sus hijos y del propio Ramón durante la primaria en La Polvorilla. Era ella quien preparaba los temarios que después Elvira impartía. También era parte del grupo que había organizado Don Higinio y la presidenta de la asociación ABLO.

-La agresión-

Emprendieron el camino de vuelta el miércoles temprano en el coche de Federico y Carmen. El trayecto era largo y penoso, y ese julio fue especialmente caluroso. Pararon en varias ventas, donde descansaron y disfrutaron de charlas y bromas. Llegaron al anochecer y de inmediato notaron que algo no iba bien en el pueblo. Al llegar el coche a la casa de Don Higinio, vieron de primera mano la obra de las hordas de la barbarie y del odio. La casa había sido atacada de forma salvaje, dejando el sello de los radicales violentos. Escrito en la fachada con grandes letras rojas se leía: “FUERA ROJOS MARICONES Y VICIOSOS”. Habían roto los cristales de la planta baja y arrojado excrementos y orina de caballos por las ventanas.

Una vecina se acercó al grupo, - Fue el sábado pasado, Don Higinio, en la madrugada del domingo. Vinieron sobre diez personas con las caras tapadas gritando y con fuego en las manos, quisieron incendiar la casa, pero no prendió nada dentro – la vecina continúo diciendo que también habían atacado “La Casa del Pueblo” dejando daños considerables y además de algunas casas de concejales de izquierdas. Al abrir la puerta y ver el destrozo, Don Higinio se derrumbó. Desde tiempo atrás recibía misivas anónimas con ataques a su condición sexual y a su pensamiento político. Nunca lo había contado ni tampoco denunciado estas amenazas, porque jamás imaginó que llegarían tan lejos. El profesor abatido y triste se retiró cabizbajo de nuevo al coche. Pasó la noche en casa de Carmen y Federico; al día siguiente, un grupo considerable de amigos se acercó a casa de Don Higinio con cubos y material de limpieza. Ramón y Jesús desmontaron las hojas de las ventanas y se las llevaron a un cristalero; los demás empezaron a limpiar los destrozos del ataque y volvieron a pintar la fachada, borrando las pintadas. Se repusieron todas las macetas destrozadas de ventanas y balcones. Por la tarde, ya no quedaba huella del ataque y Don Higinio agradeció a todos su solidaridad, congratulándose de tener tan buenos amigos y, sobre todo, de que su querida biblioteca estuviera intacta. Todos se dieron cuenta de que el ánimo del profesor no levantaba, y fue Carmen quien se acercó y le pasó su mano por el hombro: "Iniuriarum remedium est oblivio" (El remedio para las ofensas es olvidarlas), le dijo. "Lingua est maliloquax mentis indicium malae" (La lengua que maldice es indicio de una mente malvada), le respondió él.

-Al otro lado del extremo-

Trece meses antes, en junio de 1934, durante una reunión de la cámara provincial agraria en Córdoba, Don Gervasio, asistió como representante de la cámara local. Lo acompañaba su hijo Joaquín, algo inusual para él, pero en esta ocasión tenía un objetivo muy claro. El partido de derechas FE (Falange Española), que había sido fundado en el 33, acababa de fusionarse con las JONS. El ideario de este nuevo partido era casi una religión para toda la familia de Don Gervasio: defendían la unidad de España, la justicia social mediante un sindicato único, la autoridad total del Estado y un fuerte rechazo a la democracia, al parlamento, a los partidos políticos tradicionales y al separatismo. Su carácter violento se manifestaba en el territorio nacional en frecuentes enfrentamientos, "razzias" matoniles contra grupos de izquierda, especialmente con las juventudes socialistas y anarquistas. El anhelo de la familia del cacique se hizo realidad ese día cuando, por fin, recibieron el visto bueno para crear y organizar una sede del partido en el pueblo. Para enero de 1935 ya contaban con una casa y cuarenta afiliados, y tres meses después ya se hacían notar en la comarca junto a otros grupos falangistas de poblaciones cercanas. Sus métodos eran simples, pero efectivos: las direcciones locales del partido recibían notificaciones de sus "observadores" que señalaban a personas u organizaciones involucradas en actividades izquierdistas, anarquistas o cualquier otra que fuera contra las tradiciones nacionales o atentara contra la moralidad cristiana. Esta información se transmitía a una célula de otro pueblo, y esta se desplazaba y se encargada de corregir y aleccionar con violencia a los "transgresores" de las buenas costumbres. De esta manera, los falangistas locales eran indetectables e imposibles de denunciar.

-Santiago el sepulturero-

Santiago llevaba más de quince años en el pueblo, había llegado desde La Rambla. Un amigo, a quien conoció haciendo el servicio militar, le prometió trabajo en su pueblo natal, en una zona donde se había descubierto una gran veta de arcilla, en los barreros del lugar. Santiago era experto en todo tipo de barros; desde pequeño había trabajado con sus padres en las cerámicas de La Rambla, y su conocimiento del material sobre el terreno era excelente. Sin embargo, su verdadero fuerte era la cocción del barro y el manejo de los hornos, una ventaja que pocos poseían. El nuevo empleo le ofrecía condiciones excelentes en comparación con las de su pueblo: una buena casa y un sueldo muy aceptable para empezar una nueva vida. Era una oportunidad irresistible. Acababa de casarse y la suerte parecía sonreírle. Poco después, su mujer quedó embarazada y su suegra se desplazó para acompañar a su hija en el parto.

Llegado el momento, el parto fue extremadamente complicado. El niño estaba mal colocado y la partera del pueblo, finalmente, logró posicionarlo. Sin embargo, en la manipulación, el feto sufrió daños. Nació con varias deformaciones en su columna, piernas y brazos, y especialmente quedó dañado su tierno cráneo. Aun así, no podrían conocer el alcance total de los daños hasta que su cuerpo se desarrollara. Su mujer, después de cuatro días de parto, quedó tranquila y calmada, se durmió sin ver a su hijo. Al día siguiente, ya no respiraba; una hemorragia interna no detectada se la había llevado. La suerte de Santiago se torció después de esos cuatro días. No podía creer lo que le estaba sucediendo. Tardó varias semanas en poder volver a trabajar. Todo aquello lo había descolocado, no sabía cómo enfrentar de nuevo su vida. Su suegra se quedó para ayudarle en las labores de la casa y atender a aquel ser deforme, distinto a cualquier concepción de persona aceptada. Con el tiempo, su amargura creció al no ver salida a su vida, a su futuro. Empezó a frecuentar las tabernas después del trabajo; aunque nunca había bebido, aquel descubrimiento le consolaba el resquemor del dolor. Se sentía acompañado, le daba calor y amparo al instante, pero después, al día siguiente, un frío helador, una soledad gélida lo consumía y lo arrinconaba en una desesperación que le hacía renegar de la vida misma. El párroco dudó en cristianizar a aquel niño que parecía más la imagen de un esbirro del infierno que un ser humano, por lo que optó por hacerlo en secreto, un día fuera de los servicios eclesiásticos. Su suegra percibió que los grandes males de Santiago venían por aquel niño deforme y decidió llevárselo a su pueblo, a su casa de La Rambla, para apartarlo de su padre, por el bien de todos.

Durante siete años, Santiago no volvió a ver a su hijo, no quiso verlo, intentando pensar que lo ocurrido había sido un mal sueño. Pero la realidad iba a volver, y la desgracia lo visitó de nuevo. Su suegra murió repentinamente y se vio obligado a recoger al hijo deforme que no había visto en tantos años. Al verlo, percibió que su imagen era aún más insoportable; se desengañó porque se había ilusionado con que Santi podría haber cambiado para encajar en aquel mundo de alguna forma, pero no fue así. Su cabeza peluda se redondeó un poco, pero mantenía sus deformidades; sus ojos estrábicos y nerviosos parecían más los de un animal que los de un niño. No articulaba palabra, parecía que gemía cuando quería decir algo. Sus rodillas tropezaban al intentar caminar, era zambo, su descoordinación le hacía caer a los pocos metros de iniciar la marcha. Su columna torcida y la prominente joroba al lado derecho transmitían la visión de un ser contrahecho, producía rechazo y a la vez pena. Santi, con su sonrisa permanente y torcida, lo que deseaba, lo que pedía, era amistad, jugar, proximidad, un poco de cariño y que no lo miraran con desprecio, con miedo.

Cuando Santiago se quedó solo con él, se vino de nuevo abajo. No podía soportarlo, no sabía qué hacer ni a quién pedir ayuda. Empezó a frecuentar de nuevo las tabernas y los ambientes donde se jugaba a las cartas y el engaño estaba a la vuelta de la esquina. Lo ataba con una cadena en el sótano y le dejaba una escupidera y un poco de agua. Cuando volvía borracho de madrugada, la imagen era dantesca: Santi estaba lleno de excrementos y orines, en una atmósfera nauseabunda. Santiago, al verlo, lloraba desconsoladamente mientras cogía cubos de agua fría y se los tiraba para sacar toda aquella inmundicia, aquel hedor. Después lo soltaba y lo lavaba más minuciosamente, y mientras lo hacía, Santi se abrazaba a su padre de una manera tan tierna que lo desarmaba; sus gemidos y llantos incontenibles se ahogaban entre los muros de aquel sótano oscuro.

Su patrón tampoco encontraba solución a aquella situación. Lo citó en varias ocasiones y le expuso a Santiago lo difícil que era aquello para él a nivel personal y también para su empresa. Sabía que no iba a encontrar un trabajador tan especializado como él, pero se vería abocado a que, si no abandonaba esa vida, tendría que dejar el trabajo y, por ende, la casa. Como no entraba en razón o no tenía fuerzas para hacerlo, su patrón habló con el cura Don Eusebio, pues sabía de su bondad y caridad, y le comentó la decisión que muy a su pesar había tomado. — Don Eusebio, ¿qué podemos hacer ahora? Me pesa esto y quería saber si, ya que usted es parte la beneficencia del pueblo, puede mover algunos hilos para que al menos se puedan alojar donde sea durante un tiempo. Lo siento muchísimo, creo que hice todo lo posible para evitar este momento, pero la empresa de la cerámica debe continuar y otro encargado debe hacerse con el puesto de trabajo de Santiago.

-Don Eusebio, el Angel Rojo-

No concebía su fe sin la implicación directa en la ayuda a los más desfavorecidos: a los marginados, a los que habitaban en los extremos de la pobreza. Su dedicación no se limitaba a observar; sus manos, su voz, sus desvelos y su entrega estaban dirigidos a ofrecer soluciones a la tragedia de muchas personas que no sabían a dónde acudir. Siempre actuó de la misma forma. Su vocación misionera lo llevó hasta África, donde permaneció casi veinte años, hasta que unas fiebres lo incapacitaron para continuar su labor de llevar la palabra de Dios junto a su trabajo a aquellas comunidades. Regresó al pueblo con cuarenta y cinco años, después de unos años lidiando con aquellas fiebres. Se quedó como auxiliar de la parroquia y del resto de iglesias del pueblo: daba misa en las Agustinas y en el asilo, visitaba a los enfermos y asistía a los demás sacerdotes en momentos puntuales en que sus funciones los superaban, ya fuera por enfermedad o cualquier otra razón. Aunque su físico denotaba una vida de sacrificio, tampoco era de cuidar demasiado su imagen. La sotana raída, descosida, mal abotonada y el alzacuellos sucio, sumado a que no se peinaba y solo se afeitaba una vez a la semana, eran prueba de ello. El párroco y el resto de sacerdotes le llamaban la atención, pero su inquietud y su brega constante, enfocada en dar soluciones rápidas a los problemas de las personas, le producían una amnesia temporal a todos esos comentarios. Solo entraba en razón cuando se lo pedían las monjas del asilo, que le lavaban la ropa y le exigían que se aseara.

Algunas veces confiaba más en sus manos que en esperar que las oraciones le dieran soluciones, por eso se remangaba la sotana para ayudar a arreglar los tejados de los hogares de los pobres o del asilo, o acompañaba a las monjas a hacer curas complicadas. Tampoco le importaba coger una canasta para pedir alimentos caritativamente en los puestos de la plaza, la cual repartía o llevaba al comedor social que la iglesia disponía para cocinarla él mismo. Harto de tanto sacrificio, entendió que su trabajo era insuficiente para aliviar mínimamente los problemas de pobreza de la gente. Necesitaba ayuda y qué mejor manera que de implicar a los diferentes agentes sociales de la población tratando de convencerlos desde el humanismo y no desde el la fe cristiana. Así que, de la noche a la mañana, cambió de estrategia. Sacó la sotana más decorosa que tenía, puso su mejor cara rapada, se arregló el pelo y afiló su lengua para que su labia fluyera con agilidad. Se disponía a derribar un muro, quería juntar los extremos. Vincular en una asociación benéfica civil a personas para que trabajaran y aportaran de alguna forma soluciones a los problemas de los más desamparados. Sería muy difícil, sobre todo por tratarse de una asociación de naturaleza no religiosa. Pero tuvo un gran éxito: logró aglutinar a todo tipo de gentes, organizaciones, cofradías, estamentos oficiales y empresas de diferente signo y sensibilidad. Este hecho indignó al párroco Don Anastasio y a muchas beatas del pueblo y, "por arte de birlibirloque", le acarreó una amonestación del propio obispo. —Don Eusebio, yo no tengo tiempo ni para mí, por favor, usted debe gestionar y guiar esta asociación. Yo solo pondré mi firma cuando usted me lo diga por las circunstancias que concurren, pero yo no puedo dar más —le dijo Doña Carmen, la profesora del instituto, cuando la nombraron presidenta. —No te preocupes, Carmen, yo no puedo figurar como presidente porque el obispo, el parroco, algunos terranientes e incluso algunas beatas me ha vetado…. ¡¡¡ya me pusieron hasta mote!!! —. —Jajajaja, no me diga que lo han vuelto a bautizar, aquí en este pueblo es muy normal —. —Sí, hija, "El Ángel Rojo", no sé si es para bien o para mal, pero me da igual, seguiremos adelante como sea Carmen, ¿no? —. Carmen era la persona idónea para el puesto, capaz de aglutinar un consenso: era creyente practicante y ayudaba a la iglesia cuando podía y, además, se significaba por creer y defender una sociedad laica y un estado aconfesional real. En definitva, ella era abiertamente progresista y cristiana.

- La solución-

Don Eusebio sabía que, después de dos años de crear la Asociación Benéfica Local (ABLO), saber medir los tiempos y esperar el momento adecuado era la mejor de las estrategias. La reunión mensual de la asociación la hizo coincidir con el día de la reunión de la cámara agraria. También sabía que así acudiría gente poderosa del pueblo, aprovechando el desplazamiento desde las haciendas. Como todos los meses, se trató el orden del día con las distintas necesidades que tenía ABLO, pero Don Eugenio dejó el problema de Santiago para el último punto del orden del día. Don Fernando había acudido presionado por su mujer, Elvira, en un acto claro de estrategia delinea al milímetro por Don Eugenio, su amiga Carmen y ella misma, a sabiendas del gran corazón de su esposo. Le acompañaban el teniente de alcalde y varios amigos que habían quedado para cenar juntos después de la reunión. Doña Carmen cerró la sesión mensual con una leve sonrisa, mirando a Don Eugenio; su felicidad interna era mucho mayor, estaba pletórica pero no quería exteriorizarlo allí. Todo eran buenas noticias: le habían sacado algunos duros al ayuntamiento para el comedor social, la cerámica donó un lote completo de tejas para casas en semirruina, algunas tiendas donaron ropa, la farmacia algún botiquín, y casi todos los gremios aportaron material y horas de trabajo para ayudar, con la condición de que sus nombres salieran reflejados en el semanario local, el cual también cedió una página para la noticia. Pero lo que más apremiaba era alojar a Santiago y a Santi antes de que se vieran en la calle. Y también se consiguió, al menos temporalmente. Don Fernando, aun a sabiendas de que le habían hecho la envolvente, cedió "La Morenita", una casilla pequeña que quedaba vacía durante el verano y principios del otoño. Era un sitio perfecto para los dos: Santiago estaría alejado de las tabernas del pueblo y tendría trabajo hasta que acabara la vendimia, y Santi estaría libre en un entorno natural, lo que nunca había tenido.

-La plaza de sepulturero-

El oficio de sepulturero rara vez era ambicionado. Resultaba desagradable y poco atractivo para una familia convencional. Requería no solo esfuerzo físico, sino también una preparación mínima para llevar los registros exigidos por el ayuntamiento. Además de saber leer y escribir, el sepulturero debía familiarizarse con los libros del Registro. El Día de Todos los Santos, el actual sepulturero se jubilaba por edad, y el ayuntamiento necesitaba cubrir la plaza mediante concurso con al menos un mes de antelación. Elvira sabía que, si Santiago aceptaba, ella misma y Ramón, quien se había postulado para ayudar, se encargarían de prepararlo durante el verano. Tendría muchas posibilidades. Si conseguía el puesto, le cederían una casa junto al cementerio, con huerto y gallinero, y un sueldo suficiente para que ambos pudieran vivir. Estarían un poco alejados del pueblo, con todo lo necesario y sin que nadie los molestara; era ideal. Aquel verano de 1932 fue intenso. Elvira y Ramón disfrutaron enormemente de la empresa, que les compensó personal y espiritualmente. Estaban cambiando el destino de personas que no merecían lo que la vida les había deparado, y eso los llenaba, los hacía sentir útiles y solidarios.

Carmen consultó a varios médicos e incluso llevó a Santi para que lo examinaran por su mudez. Era imposible: sus cuerdas vocales estaban dañadas e irrecuperables. Pero lo que Ramón descubrió fue increíble: mientras le daba clases de conocimientos generales a su padre, comenzó a acercarse a Santi y se dio cuenta, de un modo casi predictivo, de que podía comunicarse con él. Lo tomaba de las manos, le hablaba, le contaba cuentos. Santi atendía e incluso se emocionaba. Al final del día, lo abrazaba y él le transmitía su gratitud. Ramón le contó esta historia a Elvira y a Carmen, lo que los llevó a una conclusión: el cerebro de Santi estaba sano, captaba y absorbía todos los estímulos que se le ofrecían. Esto, al principio, fue un desafío que los activó y motivó a encontrar la fuerza para darle a Santi la oportunidad de sentir, de abrir su mente a nuevos espacios donde pudiera desarrollar su personalidad.

Tres años después, Santiago ya ejercía de sepulturero y su vida, de cierto modo, se había estabilizado. Tenía su casa, que le ofrecía cobijo, y un trabajo que les daba sustento. Al principio fue duro, pero también se dio cuenta de que la desventura iba por barrios y que el sufrimiento y la desgracia tocaban de forma arbitraria a personas y familias, sin importar si eran ricas o pobres. Esto no curaba sus heridas ni le consolaba, pero sí le abría los ojos a su realidad, permitiéndole afrontar la vida con entereza y sin autocompasión. Ahora, quería seguir adelante con fuerza, sobre todo por su hijo.

Santi, a sus doce años, aunque no articulaba palabra, ya podía leer torpemente algunos cuentos. Don Higinio le había regalado un pequeño encerado que colgaba de su cuello cuando se desplazaba, y con el se comunicaba con los demás. Su progreso había sido meteórico: aunque cogía los lápices y tizas de una forma poco convencional debido a sus dedos retorcidos, con maña y unas ganas tremendas de comunicarse, conseguía hacerlo con presteza. El cariño que había desarrollado por Ramón le sobrepasaba; siempre estaba esperando que apareciera por la puerta. Cuando sabía que venía, ya tenía escrito en cuartillas todo lo que quería contarle, no quería olvidarse de nada. Ramón le traía libros infantiles que, con el tiempo, fueron subiendo a juveniles, y Santi los devoraba lentamente. Mercedes y Elvira se acercaban de vez en cuando a ver a Santiago por si necesitaban algo; de paso, adecentaban un poco la casa, le cortaban el pelo a Santi y, sobre todo, les hacían compañía durante unas horas. Santiago, en agradecimiento, les daba verduras y huevos.

Aquel día después de enterrar a Carlota, la madre de Los Talegas, Mercedes se dispuso a hacer una visita a Santi.  - ¿Y no te da miedo el niño ese?, dicen que es el hijo del demonio – le dijo una mujer que le había acompañado al entierro. Mercedes no le dijo nada, solo le esbozó una sonrisa y levantando la mano se despidió. Cuando llegó a la casa Santi estaba sentado al lado de la ventana, con la mirada fija en el horizonte. – Hola Santi, ¿Cómo estás? -, el la miró y cogió su pizarra para escribir, - Bien -, - ¡¡Uy!!, que “bien” más corto Santi, a ti te pasa algo, otras veces has llenado la pizarra a la primera pregunta -, espero un momento y volvió a preguntarle, - Santi, dime, ¿qué te pasa? –, él se volvió hacia la ventana para seguir oteando el horizonte. -Mira Santi te he traído un regalo-, Mercedes sacó de su cesta dos cuadernos, uno con las pastas de color azul y el otro rojo, después un lio de lápices normales y también de colores. -Cuando venga tu padre le das uno y a ver quién pinta mejor-, Santi se volvió y cogió su pizarra y escribió, - ¿Cuándo va a venir Ramón? -, - pronto Santi, ahora esta con los preparativos, pero tú no sufras, vendrá-, - ¿Cuándo se vaya se olvidará de mí? -, - Nunca Santi, ya sabes cómo es Ramón, él te quiere y te aprecia y eso es sagrado para él, ya nunca podrá olvidarse de ti. Cuando venga, tú serás de las primeras visitas que haga, pero debes comprender que es necesario, por su bien, que siga estudiando-, Santi la miró ahora con una sonrisa y escribió, - Gracias Mercedes-. Antes, ella, en el cementerio, le había preguntado a Santiago por él. – Lleva unos días tristón, no me quiere decir nada, pero yo sé que la marcha de Ramón a Granada le ha tocado, lo ha afligido, está como perdido, ojalá se le pase pronto –

-Un viaje inesperado-

Aquel verano de 1935, el sol incandescente transformaba los cuerpos en objetos pesados y sudorosos, inútiles para cualquier actividad. A pesar del calor sofocante del 2 de agosto, Rodrigo se acercó al pueblo. Necesitaba llamar a sus padres, quienes disfrutaban de unos días en Sanlúcar. Don Fernando, su padre, le pidió que se acercara con un coche; deseaba que todos estuvieran juntos con los abuelos maternos al menos una semana antes de su regreso. Esa misma tarde, Rodrigo se dirigió a casa de Ramón para hacerle una propuesta. Días antes, Ramón le había comentado la idea de que le acompañara a Córdoba para comprar ropa nueva para su próxima estancia en Granada. Pero Rodrigo se agarró a la necesidad de Ramón para proponerle: - ¿Por qué no me acompañas?, tu no conoces a mis abuelos -, le dijo Rodrigo a Ramón. - Así sales un poco del pueblo y te despejas. Pero, antes de ir a Sanlúcar, pasamos por Sevilla. Nos quedamos dos o tres días en casa de mi abuela; la oferta de sastrerías allí es mucho mayor que en Córdoba. Cuando tengamos la ropa, nos vamos a Sanlúcar y nos quedamos una semana y media -. Ramón dudó: - No sé Rodrigo, si es conveniente que me encuentre con Elena -. - No temas por eso -, lo tranquilizó Rodrigo. - Elena está de viaje con unos amigos de la universidad y no se la espera -. - Pues si es así, no me importaría -, respondió Ramón, - así conozco a tus abuelos y a su famosa biblioteca -. - ¡No sabes el alegrón que me acabas de dar, Ramón! -, exclamó Rodrigo. - ¿Qué te parece si salimos pasado mañana muy temprano para evitar el calor diurno? -. - ¡Genial!"-, respondió Ramón.

El viaje fue una prueba de resistencia. Aunque salieron temprano, un sopor denso y pegajoso se aferraba al ambiente, solo soportable por la brisa que se colaba por la ventanilla del coche. Sin embargo, el paisaje que se desdibujaba a través de ella no ofrecía consuelo. La miseria se desplegaba cruda en cada pueblo que cruzaban. Hombres y mujeres, convertidos en siluetas demacradas y silenciosas, marchaban en interminables hileras por la carretera, camino al trabajo de la siega. Sus cuerpos, extremadamente delgados, sus ropas harapientas y la mirada perdida de algunos, delataban un decaimiento profundo, como almas en pena que vagaban sin esperanza. A ambos lados de la carretera, las casas, más que viviendas, parecían chabolas ruinosas. Sus puertas, abiertas de par en par, semi caídas, revelaban enjambres de niños descalzos, sucios junto a ancianos sentados en el suelo, todos ellos rodeados de moscas, una postal viviente de la desolación.

Eran más de las tres y media de la tarde cuando llegaron a Sevilla. La abuela de Rodrigo, al verlo, lo recibió con una exclamación: - No me digas quién eres, solo con verte sé tú identidad. Tu cara afilada, tu pelo castaño, y esa delgadez junto a tu esbeltez... ¡parece que estoy viendo a tu bisabuelo Ramón!, pero esos ojos verdes, es evidente que los heredaste de tu madre – . Ramón, su bisabuelo, había sido el capataz de La Polvorilla cuando ella se casó con el padre de Don Fernando. Ella vivió allí diez años, hasta que decidió huir de aquel mundo que no era el suyo.

-La sorpresa-

 Tres días después, y con dos ternos, varias camisas, ropa interior, un abrigo, un par de zapatos y otro de botas en su haber, emprendieron de nuevo la ruta, esta vez hacia la provincia de Cádiz. Al oír el motor del coche, Manuel se levantó deprisa del sillón donde leía. El Citroën Rosalie, sucio y polvoriento, se detuvo en el patio de carruajes de la gran hacienda. La puerta de la vivienda se abrió y aparecieron Manuel, Doña Elvira y Don Fernando. Todos  se  llevaron  una  grata  sorpresa al ver a Ramón bajar del 
coche. - ¡Qué alegría, Ramón, ¡no esperábamos tu visita! -, exclamó Elvira, dándole dos besos y mirando de soslayo a Rodrigo. Manuel también se acercó y los besó a ambos. Don Fernando, abrazándolo, añadió: - ¡Bienvenido, Ramón! ¡Cuánto me gustaría que hubieran venido también tus padres! -. Después, Rodrigo comenzó a narrarles toda la historia y cómo se había fraguado la sorpresa del viaje.  Aparecieron por la puerta después los padres de Elvira, que los saludaron con gran alegría. – Me han hablado mucho y bien de usted mozo. Luego le enseñaré la biblioteca, me han dicho que es un buen amante de la lectura -, le dijo Don Ernesto, el padre de Elvira. Mientras Ramón ayudaba a un trabajador bajar las maletas del coche, observó como Doña Elvira y Rodrigo se retiraban a un rincón del patio. Enseguida notó que algo no iba bien y estaba claro que tenía que ver con su presencia. – Hola Ramón -, cuando se dio la vuelta casi se cae de espaldas, intentó hablar, pero el primer intento fue en vacío, - Hola Elena, ¿Cómo estás? -, Elena acababa de salir. Ramón subió despacio las escaleras que daban acceso a la entrada principal de la casa y le dio dos besos en las mejillas. Como si estuvieran en una representación teatral, todos los presentes miraban la escena.

 

Continuará ............

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