julio 01, 2025

Miguel Ángel Moral Quero

 


Julio en Cabra.
Cuando la vida salía a la puerta








(Dedicado al barrio de Belén, la Plaza de la Natividad y
la Atalaya. Donde pasé mi infancia)

 

Julio… Julio en Cabra no era un mes más en el calendario.
No.
Era como si el tiempo decidiera tomarse un respiro.
Como si dijera:
—Vamos a parar un poco… que la vida va muy deprisa y aquí hace falta sentarse, mirar alrededor… y sentir.
Y vaya si se sentía.
Yo lo viví.
Y esas cosas, amigo… esas cosas se te agarran al alma y ya no te sueltan.
Las calles blancas, repletas de sol, con ese silencio de siesta que solo se rompe cuando alguien mueve una silla de anea sobre el empedrao.
Ese sonido, mira… ese sonido te avisaba:
—Ya empieza la vida.
Porque la vida en julio salía a la puerta.
Se quitaba el sombrero, pedía una silla baja y se quedaba hasta tarde.
En el barrio de Belén, donde yo crecí, eso era sagrado.
Allí no mandaban los relojes.
Mandaban las costumbres, las voces de las vecinas que hablaban de todo y de nada, el tintineo del cubo bajando al pozo y ese olor a jazmines que parecía flotar por las esquinas.
Los vecinos saludaban sin prisa, con el vaso de gaseosa en la mano y el corazón abierto.
Las abuelas sacaban el abanico, medio roto pero eficaz, y con dos movimientos te quitaban el calor… y hasta las penas.
Los niños… ay, los niños.
 
Jugábamos en la calle hasta que las estrellas nos decían que ya era hora.
Con los pies negros, las rodillas raspadas y una sonrisa que no cabía en la cara.
Nos creíamos invencibles, con una botella vacía como portería y el alma limpia como el agua de la Fuente de las Piedras.
Allí íbamos también, claro.
Con la sandía al hombro y la risa fácil.
Se metía en remojo y, mientras se enfriaba, nosotros nos tirábamos agua, cantábamos, soñábamos…
Como si el verano fuera eso:
Reírse mientras esperas a que la fruta se enfríe.
Pasábamos tardes enteras en la Atalaya, corriendo, inventando mundos, sintiéndonos libres como nunca.
Allí no existían los teléfonos móviles que hoy nos atan a todos.
No hacía falta que nuestras madres supieran cada cinco minutos dónde estábamos.
Ellas sabían que estábamos bien, que estábamos en la Atalaya, en nuestra montaña mágica: jugando, riendo, siendo niños de verdad.
Y yo… yo me acuerdo de mi padre.
Doblando la esquina del barrio con su pantalón de mil rayas, la camisa medio desabrochada y esas chanclas que hacían “clac clac” mientras se acercaba.
Siempre traía algo: una broma, una historia o simplemente su presencia, que era bastante.
Y mi madre…
Sentada en su sillita, con el barreño de barro entre las piernas, desgranando habas con una paz que no he vuelto a ver.
Hablaba con Carmen, la vecina de al lado, entre ropa tendida, confidencias y sueños que nunca se dijeron en voz alta.
Las muchachas del barrio pasaban como un suspiro.
Con vestidos livianos, el pelo recién lavado y ese andar que lo decía todo sin decir nada.
Y uno, apoyado en la pared, con el corazón temblando y las palabras atascadas, las miraba como quien ve pasar un milagro.
En la Plaza de la Natividad olía a feria chica.
A jazmín, a música de casete y a sueños recién nacidos.
Había verbena, luces que no alumbraban mucho pero bastaban, y un amor adolescente que se colaba sin pedir permiso… y se quedaba a dormir en el pecho.
Dormíamos en la azotea, claro.
Allí arriba, donde el cielo era tan grande que parecía que Dios también quería quedarse un rato con nosotros.
Y, en medio de aquel silencio… se escuchaban los grillos, los suspiros y alguna que otra lágrima que nadie preguntaba de dónde venía.
 
Porque julio en Cabra no era una fecha.
Era un estado del alma.
Era el pueblo hablando bajito, para no interrumpir al corazón.
Era el barrio de Belén oliendo a cena recién hecha y a ropa limpia tendida al sol.
Era la vida sin filtros, sin prisas, sin pantallas.
Era la Atalaya, la libertad, la infancia sin miedo.
Era la risa de nuestras madres, la complicidad de los vecinos, la calma de un mundo que sabía detenerse.
Era mi gente.
Era yo.
Y si ahora cierro los ojos…
Te juro que todavía lo sigue siendo.

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