julio 01, 2024

José Fernández Álvarez (Jota Efe A)


 


JUGLARES, TROVADORES,
MINISTILES Y GOLIARDOS






I - TROVADORES Y TROVEROS 

Pertenecientes a la etapa monódica de la música, estos “poetas-músicos” medievales representan otro aspecto de la misma: el de la profana. En efecto, pues sus poemas emplean formas, melodías y ritmos, originales o copiados de la música popular. Por otra parte, el término “trovar” procede del latín “tropare”, de “tropus”: melodía; por extensión hacer versos, imitar una composición métrica, aplicándola a distinto asunto.

Con ellos nos encontramos directamente ante los primeros compositores, pues tomado este vocablo en su sentido moderno, son personas que hacen de la creación musical un medio de comunicación espiritual. Fueron dentro de la comunidad medieval una especie de núcleo romántico que en muchos aspectos podemos considerar constituyó la primera bohemia artística.

Aun disponiéndose de algunos textos de aquellas primitivas canciones que entonaban e incluso siendo posible reconstruir los instrumentos de que se acompañaban, pues muchas pinturas del siglo XV los reproducen, lo que no ha llegado hasta nosotros es su música. Bien es cierto que la mayoría no eran músicos, o mejor, no leían música: tocaban “de oído”.

Con distintos nombres y con un ligero desfase temporal, el ciclo trovadoresco surge y se desarrolla en los principales países del universo feudal. Así, en el Sur de Francia (Provenza) florecieron desde 1090 hasta 1290 los trovadores que componen sus obras en el antiguo occitano (lengua oc), en tanto que en la parte norte, en la Borgoña, comparecieron años más tarde los troveros (en lengua d´öil). Los alemanes, aunque con tradición propia, se dejaron influenciar por la práctica de los trovadores: el género musical que ellos cultivaban de denomina minessinger. Estos trovadores germánicos, generalmente de noble linaje, caballero o príncipe, desarrollan su actividad durante los siglos XII a XIV, empleando con preferencia el dialecto suabo. El más destacado de estos “cantores de amor”, pues esa sería la traducción del vocablo del antiguo alemán, fue Walter de Wogelweide.

Por lo que se refiere a la península ibérica la contribución a este movimiento cultural, por parte de las distintas cortes que integraban por aquellas fechas el complejo político hispánico, fue cuantiosa y brillante, si bien la actividad se centra en la personalidad de Alfonso X el Sabio autor de un monumento de la máxima importancia como son las Cantigas de Santa María: Colección de 430 composiciones, escritas en gallego que relatan, sobre todo, los milagros de la Virgen.

El primer trovador de que se tiene noticia fue Guillermo IX de Aquitania. La mayoría fueron nobles o reyes para quienes componer e interpretar canciones era una manifestación más del ideal caballeresco. Así, originariamente cantaban sus poemas en la corte, celebrando a menudo competiciones o torneos musicales. Sus temas predilectos: el amor, la caballería, la religión, la política, la guerra, los funerales y la naturaleza eran versificados en distintas formas poéticas como la cansón (por lo general de amor cortés), la tensón (diálogos o debates), el serventesio (de política o satírica), el planto (lamento fúnebre), el alba (matinal), la serena (nocturna) o la pastorela (encuentros entre un caballero y una pastora), acompañándose generalmente con instrumentos de cuerda como la viella (violín medieval) o el laúd. El corpus melódico constaba de breves composiciones monofónicas a repetir en cada estrofa del poema.

Sin lugar a dudas, el arte de los trovadores influyó de manera decisiva en el desarrollo tanto de la música profana medieval como de la poesía culta de los pueblos latinos.

La obra de los troveros incluye además canciones de gesta y poesía cortesana y, por lo general revelan un mayor interés por la organización formal que las de los trovadores, si bien estaban muy influidas por aquellos, enviados al norte de Francia en torno a 1137 por Leonor de Aquitania, nieta del mencionado Guillermo de Poitiers. Allí los troveros desarrollaron un género propio, similar en su temática y su forma musical al de los trovadores, aunque con carácter más épico. Diferencia a destacar es quizá la práctica de la utilización de estribillos, más característica de los troveros que de los trovadores. Así, esta técnica alcanza un momento de su desarrollo especialmente notable con las conocidas como chansons avec refrains, donde se adapta cada estrofa para ajustarla a un estribillo diferente.

Por último, también en el estilo musical, aún reflejo del de los trovadores, se manifiesta cierta diferencia principalmente cuando alejándose de sus raíces cortesanas comienza a manifestar cada vez con más fuerza un estilo melódico más simple y espontáneo. En esta fase final de la música de los troveros destaca Adan de Halle y no sólo por sus composiciones monofónicas, sino también por su contribución a la historia de la polifonía y del teatro.

II - JUGLARES Y MINISTRILES

En todas las culturas hay algún tipo de música con elementos populares que ha servido para el entretenimiento. En la edad media unos profesionales interpretaban canciones profanas con textos frívolos o galantes, compuestas por los trovadores y lo troveros de Francia o por los minnnesingers de Alemania. Son los “juglares”, personajes, mitad poetas, mitad saltimbanquis, transmisores de la música popular no litúrgica. Mientras que los trovadores componían y cantaban sus propias obras, el juglar sólo interpretaba por no tener formación para más.

El término juglar es la derivación castellana de la palabra latina “jocularis”. Por su uso vemos que el término latino, empleado ya desde el siglo VII, junto con otra de idéntica raíz, joculator, nos revela una clara referencia a la persona que divertía, al rey o al pueblo. Muchos autores, Adolfo Salazar entre ellos, aventuran la hipótesis de que el juglar es un tipo de creador, la existencia del cual, por falta de pruebas documentales, no puede ser atestiguada hasta comienzos del siglo XII, pero cuya presencia anterior se adivina en centurias mucho más remotas. El juglar es realmente el depositario y transmisor, a  través de las generaciones, de un caudal de cultura pagana semipopular eclipsada durante mucho tiempo por la hegemonía espiritual de la Iglesia y que comparece de súbito en el escenario de la historia en la hora en que las cortes medievales empiezan a gustar de los placeres derivados de las manifestaciones del espíritu. La figura del juglar sale de la oscuridad y consigue situarse rápidamente en un escalafón no muy alto, pero sí muy definido y concreto, dentro de la sociedad feudal a la que distrae con sus bromas y ocurrencias. Como dice Antonio Roldán en su libro La Tradición Oral (I): “Salvar el legado”: “el juglar brotó del pueblo, de su manantío bebió la esencia cultural, se entremetió en él. El pueblo le sustentó”. Dotado de singular ingenio, fácil en agudezas y rápido en sus respuestas, el juglar, con sus dotes de bufón y de cómico, es además un hábil improvisador musical. La música y la gracia de su genio son sus herramientas de trabajo.

Son muchas las definiciones que sobre el juglar se han dado, desde el benedictino Fray Liciano Sáez en el siglo XVIII hasta Menéndez Pidal, quienes insisten en tal o cual aspecto de su rica fisonomía, pero para el historiador de la música, fundamentalmente es un intérprete musical. Un hombre hábil y con cualidades para la música que sabe cantar y tocar algún instrumento. Generalmente de extracción humilde, pero que realiza su actividad en los diversos estratos de la sociedad: ante gentes de clase baja, en los palacios de los nobles y reyes, a requerimiento de trovadores, en los caminos o en cualquier lugar. 

La diversidad de funciones que podía hacer el juglar y los ambientes tan dispares en los que desarrolló su actividad determinaron un progresivo distanciamiento entre los que frecuentaban las cortes y los palacios de los nobles o eclesiásticos y los que permanecieron como artistas vagabundos.

Se ocuparon también, (figuran reflejados en algunas miniaturas de las Cantigas del Rey Alfonso X el Sabio) de instrumentistas al servicio de la capilla real o catedrales, acompañando a los clérigos cantores, donde fueron designados, a partir del siglo XIV, con el nombre de ministriles, menestreles en Cataluña. Denominación esta, sin duda para evitar la carga peyorativa que el oficio de juglar habría acumulado. Así, serían o tomaban la condición de personas adscritas a la corte o al servicio del señor, como los restantes servidores o “ministrantes”.


En la sociedad feudal según el instrumento que interpretaban los ministriles cumplían diversas funciones, incluso ocupaban distinto puesto social: los de más elevado nivel, los heráldico tocaban instrumentos o de viento como trompetas, trompas, o timbales y acompañaban a sus señores al campo de batalla; los de carácter estrictamente musical o artístico, tocaban solos o acompañando a los músicos de cuerda o a los cantores en canciones, motetes  y otras piezas polifónicas profanas o sacras y los bajos o de cuerda, en el final del escalafón, que cumplían una función estrictamente cortesana.

El musicólogo catalán Felipe Pedrel escribe que “llamábanse ministriles o menistriles los que tocaban en las iglesias las chirimías, bajones, bajoncillos, serpentones, cornetas tuertas, etc., ejecutando música compuesta ad hoc (tocatas de ministriles) o doblando las partes vocales de las composiciones litúrgicas”.

III - GOLIARDOS

Casi paralelamente al desarrollo de la poesía de los trovadores, y directamente relacionados con el mundo juglaresco, se propaga en gran parte de Europa un género de poesía profana en latín que recibe el nombre de goliárdica. Es un movimiento que se extiende por Alemania, Inglaterra, Francia, Italia y España, desde el siglo XI al XIII. Sus autores son altos dignatarios de la Iglesia, clérigos y estudiantes perfectamente conocedores de la retórica latina y los autores clásicos. En gran medida y apoyándose en la música, los goliardos parodian la solemnidad de los himnos eclesiásticos y centran su temática en el canto elogioso de la taberna, el juego y la mujer.

Se les llama “clerici vagantes” o clérigos vagabundos, que van de una ciudad a otra, principalmente donde había una universidad, para pasar el tiempo y distraerse oyendo a maestros nuevos o por el mero gusto de llevar una vida andariega y libre. Se produce un desplazamiento temático, pues de la cátedra a la taberna, de la escuela o templo a la plaza o calle, al modo juglaresco, llevan sus cantos alegres, y despreocupados, cargados de ingenio para satirizar el ambiente que les rodea.

El origen de la palabra goliardo, procede del Concilio de Nicea, donde se condenó a los clérigos que andaran errabundos, sin someterse a la disciplina eclesiástica. En su evolución, pasó a designarse con este nombre a las gentes rebeldes, de vida poco ordenada. Más tarde en el siglo XIII, con la aparición de las universidades y el auge de las ciudades, muchos estudiantes, pícaros y clérigos encontraron en el deambular de un lugar a otro un modo de vida. De estas gentes habría de surgir la literatura goliárdica, unas obras profanas, generalmente en verso, cuyos temas eran los aspectos placenteros de la vida, las relaciones amorosas, licenciosas, los juegos de azar, el vino y las tabernas y a menudo las burlas sobre la ignorancia de los clérigos.

Para otros autores, el término goliardo deriva de “Golías”, personaje que a veces se identifica con el gigante bíblico Goliat, símbolo, en algunos escritos de hombre soberbio y vano. Hay también quien lo hace derivar de la gula y designaría al hombre dado a los placeres en exceso.

En todo caso los goliardos son poetas cultos de la época, algunos de ellos muy conocidos, que escribían sus poemas en latín (en ningún caso se trata de poesía popular), aunque la temática abordada en los mismos fuera de lo más atrevida: cantos anticlericales, blasfemias, cantos a la hermosura femenina con marcado carácter erótico, cantos a la naturaleza, a la “potencia” de la juventud y especialmente cantos de alabanza báquica.

Estas poesías eran acompañadas por instrumentos musicales y el ritmo rápido y alegre de muchas de ellas, adecuadas a juveniles y desenfadados ambientes universitarios, desarrolla una música totalmente alejada del tono solemne o litúrgico.

La más famosa colección de versos goliárdicos es la denominada Carmina Burana. Se trata de una recopilación de cancioneros (“carmina” es canción en latín y en español podría traducirse por el término medieval de cantiga), realizada por un clérigo alemán, hacia mediados del siglo XIII y guardada en el monasterio benedictino de Beuren, de donde toma el nombre. Descubiertos en 1803, en estos textos escritos en gran parte en latín medieval, pero también en antiguo alemán con mezcla de latín y de francés proliferan combinaciones rítmicas aportando una flexibilidad poética muy distinta a la de la poesía clásica latina.

Por supuesto se trata de canciones de taberna, de amor, satíricas, en términos picantes, procaces y muy atrevidos.

El compositor alemán contemporáneo Carl Orff, escogió 25 canciones de los Carmina Burana y los ordenó de modo que pudieran ser representados en un escenario. En cuanto a la música, se amoldó a la sencillez de los textos, repitiendo en algunas de las piezas la melodía en cada estrofa, casi sin variantes.

Entre estas canciones la más conocida es la que entona el coro de borrachos y que dice:

“Cuando estamos en la taberna
no nos preocupamos de lo terrestre,
sino que nos precipitamos al juego,
en lo que nos afanamos siempre”.

Por último, mencionar las colecciones Carmina Cantabrigensi, en la que se incluyen canciones escritas en el valle del Rin en el siglo XI y Carmina Rivipullensa, repertorio completo, carente de escritura musical, de alto valor erótico-amoroso, escritos tanto dentro del monasterio catalán de Ripoll como en los aledaños y atribuidos a un solo poeta conocido como el “monje enamorado”.

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