diciembre 01, 2023

José Fernández Álvarez (Jota Efe A)

 


HOY COMO AYER



Y LLEGÓ LA NAVIDAD.... (Y LLEGABA EN NAVIDAD)

(A mi padre Rafael Fernández Priego)


El tiempo de Adviento vivido en estos días me ha traído a la memoria aquella otra espera que en mi casa se vivía precisamente también en los fríos días del mes de diciembre. Meses atrás, él, mi padre, como tantos egabrenses, andaluces y españoles en general, dejaba a los suyos, esposa e hijos, apretaba los dientes para no dejar ver el nudo que le ahogaba en la garganta, cargaba al hombro su cuadrada maleta de madera, atada con cuerdas y, después de besar al más pequeño, se giraba sobre sus propios pies y avanzaba con firmeza disimulada hacia el tren. Aquel tren-“patera” que llevaba a nuestros emigrantes a la Europa, hoy tan cercana, ayer tan lejos. Al llegar a Irún, parada obligatoria, habrían de sufrir el maltrago de no superar una revisión “cuasi” vejatoria y, en el peor de los casos no pasar la frontera por no obtener el ansiado contrato de trabajo: Volverían al pueblo con las manos vacías y el gasto hecho.

En las tardías cartas que nos enviaba desde Vaulx (Pas de Calais), Burgneux (Aisne), Clairoix (Oise), Crespy en Laonnois (Aisne), Maurepas Leforest (Somme), Gonnelieu (Nord), Lagnicourt-Marcel (Pais de Calais) o Saint Germain Laxis (Melum) nos decía, que se acordaba de nosotros, que pronto vendría y nos mandaba besos y abrazos en forma de cruces y redondas. Esto era lo que mejor entendíamos, pues su escritura y su lectura no pasaba de la “o con un canuto” ya que no fue nunca al colegio.

Pero eso sí, trabajó la uva, la remolacha (arranque y “vina”), la endibia, la patata, cortó leña, recogió lino, paja, lavó sacos, quitó piedras del campo, fue jardinero de un Aeropuerto francés. Y allí sufrió el frío, la distancia, la soledad, los recuerdos del amor, del cariño de los hijos, del calor del hogar, de las calles de su pueblo. Quien ha conocido la emigración sabe de lo que hablo.

Hoy, a nuestra España moderna, europea, democrática, libre y justa, llegan muchos “indocumentados”, huyendo, en algunos casos de guerras, y en otros del hambre o de la pobreza y buscan en esta bendita tierra una oportunidad, a veces, aún de malvivir.

Cuando, como es tradición por estos lares, ponemos el Belén en una mesa en la estancia principal de la casa, con figuras de barro, de porcelana o de plástico, con uno o dos puentes atravesando el río que lleva agua de verdad, y con el molino moviendo sus aspas junto al desierto que lleva hacia Egipto, nuestra fantasía y que estamos en días de felicidad hace que olvidemos, pues es más fácil, a aquellos que sufren, como en este caso el problema de la emigración. Deseamos paz y felicidad al vecino; enviamos “crismas” de UNICEF con lo que de alguna manera nos justificamos; participamos en “campañas de solidaridad”, total, ¡por veinte duros! Luego nos sentamos en el sofá, enchufamos la tele, y cuando nos dicen que tantos o cuantos “espaldas mojadas” han aparecido o han sido rescatados en las costas andaluzas, quitamos la tele y decimos: ¡Anda que lo que nos ponen en estos días de fiesta!  

Parece que nuestra espera consiste en que llegue la noche del veinticuatro para poner la figurita que faltaba en el Belén: el Niño Jesús. Pero aquel Niño que nació hace ahora dos mil años, en un pobre portal, como dice cualquier villancico que entonamos en estos días, nos habla de hermandad, de unión, de amor a los más pobres, a los necesitados, a los emigrantes.

Nuestros emigrantes, mi padre, volvía a casa, como el famoso turrón, por Navidad, después de tres o cuatro meses de duras jornadas a destajo, dejando salud y juventud en tierras galas. Los de ahora, jugándose la vida en los bajos de un camión o hacinados en pequeñas barcazas, dejan familia sin albergar esperanzas de volver en determinado tiempo.

Adviento, es espera. Y quiero creer, espero, deseo y le pido a ese Niño que va a nacer que dé luz a los que nos gobiernan, que establezcan medidas para encauzar soluciones. Nunca es suficiente. Yo mientras tanto no me puedo limitar a esperar. Todos somos útiles desde nuestra individualidad mirando a aquel emigrante ante todo como persona, como ese hermano que nos necesita.

Aquella quimérica idea de la “aldea global” debemos construirla desde los que tenemos más cerca, enseñando a nuestros hijos a no mirar hacia el otro lado y a involucrarse en su cimentación. En ellos está el futuro.

¡¡Feliz Navidad!!



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