HOY COMO AYER
Y LLEGÓ LA
NAVIDAD.... (Y LLEGABA EN NAVIDAD)
(A mi padre Rafael Fernández Priego)
El
tiempo de Adviento vivido en estos días me ha traído a la memoria aquella otra
espera que en mi casa se vivía precisamente también en los fríos días del mes
de diciembre. Meses atrás, él, mi padre, como tantos egabrenses, andaluces y
españoles en general, dejaba a los suyos, esposa e hijos, apretaba los dientes
para no dejar ver el nudo que le ahogaba en la garganta, cargaba al hombro su
cuadrada maleta de madera, atada con cuerdas y, después de besar al más
pequeño, se giraba sobre sus propios pies y avanzaba con firmeza disimulada
hacia el tren. Aquel tren-“patera” que llevaba a nuestros emigrantes a la
Europa, hoy tan cercana, ayer tan lejos. Al llegar a Irún, parada obligatoria,
habrían de sufrir el maltrago de no superar una revisión “cuasi” vejatoria y,
en el peor de los casos no pasar la frontera por no obtener el ansiado contrato
de trabajo: Volverían al pueblo con las manos vacías y el gasto hecho.
En
las tardías cartas que nos enviaba desde Vaulx (Pas de Calais), Burgneux
(Aisne), Clairoix (Oise), Crespy en Laonnois (Aisne), Maurepas Leforest
(Somme), Gonnelieu (Nord), Lagnicourt-Marcel (Pais de Calais) o Saint Germain
Laxis (Melum) nos decía, que se acordaba de nosotros, que pronto vendría y nos
mandaba besos y abrazos en forma de cruces y redondas. Esto era lo que mejor
entendíamos, pues su escritura y su lectura no pasaba de la “o con un canuto”
ya que no fue nunca al colegio.
Pero
eso sí, trabajó la uva, la remolacha (arranque y “vina”), la endibia, la
patata, cortó leña, recogió lino, paja, lavó sacos, quitó piedras del campo,
fue jardinero de un Aeropuerto francés. Y allí sufrió el frío, la distancia, la
soledad, los recuerdos del amor, del cariño de los hijos, del calor del hogar,
de las calles de su pueblo. Quien ha conocido la emigración sabe de lo que
hablo.
Hoy,
a nuestra España moderna, europea, democrática, libre y justa, llegan muchos
“indocumentados”, huyendo, en algunos casos de guerras, y en otros del hambre o
de la pobreza y buscan en esta bendita tierra una oportunidad, a veces, aún de
malvivir.
Cuando,
como es tradición por estos lares, ponemos el Belén en una mesa en la estancia
principal de la casa, con figuras de barro, de porcelana o de plástico, con uno
o dos puentes atravesando el río que lleva agua de verdad, y con el molino
moviendo sus aspas junto al desierto que lleva hacia Egipto, nuestra fantasía y
que estamos en días de felicidad hace que olvidemos, pues es más fácil, a
aquellos que sufren, como en este caso el problema de la emigración. Deseamos
paz y felicidad al vecino; enviamos “crismas” de UNICEF con lo que de alguna
manera nos justificamos; participamos en “campañas de solidaridad”, total, ¡por
veinte duros! Luego nos sentamos en el sofá, enchufamos la tele, y cuando nos
dicen que tantos o cuantos “espaldas mojadas” han aparecido o han sido
rescatados en las costas andaluzas, quitamos la tele y decimos: ¡Anda que lo
que nos ponen en estos días de fiesta!
Parece
que nuestra espera consiste en que llegue la noche del veinticuatro para poner
la figurita que faltaba en el Belén: el Niño Jesús. Pero aquel Niño que nació
hace ahora dos mil años, en un pobre portal, como dice cualquier villancico que
entonamos en estos días, nos habla de hermandad, de unión, de amor a los más
pobres, a los necesitados, a los emigrantes.
Nuestros
emigrantes, mi padre, volvía a casa, como el famoso turrón, por Navidad,
después de tres o cuatro meses de duras jornadas a destajo, dejando salud y
juventud en tierras galas. Los de ahora, jugándose la vida en los bajos de un
camión o hacinados en pequeñas barcazas, dejan familia sin albergar esperanzas
de volver en determinado tiempo.
Adviento,
es espera. Y quiero creer, espero, deseo y le pido a ese Niño que va a nacer
que dé luz a los que nos gobiernan, que establezcan medidas para encauzar
soluciones. Nunca es suficiente. Yo mientras tanto no me puedo limitar a
esperar. Todos somos útiles desde nuestra individualidad mirando a aquel
emigrante ante todo como persona, como ese hermano que nos necesita.
Aquella
quimérica idea de la “aldea global” debemos construirla desde los que tenemos
más cerca, enseñando a nuestros hijos a no mirar hacia el otro lado y a
involucrarse en su cimentación. En ellos está el futuro.
¡¡Feliz
Navidad!!
No hay comentarios:
Publicar un comentario