LOS CASINOS
El siglo XIX produce importantes cambios en la
sociedad española dando lugar a un cambio de formas y vidas de los lugares de
encuentro.
El liberalismo había abolido privilegios de la
sociedad estamental originando la teoría de que los ciudadanos eran iguales
ante la Ley y el Estado.
Se produce una tajante separación entre la vida
privada y la vida pública. La casa es el centro de acontecimientos privados y
se crean nuevos espacios de relación social.
Entre los lugares de relación social se encuentran, el
salón aristocrático en el que se habla de arte, literatura, música, etc.
Por otra parte, en la segunda mitad del siglo se
imponen otros espacios para las clases medias. Surgen los cafés, concebidos
como lugares de reunión y encuentro, y los casinos. Estos espacios se presentan
como espacios tranquilos, ordenados, etc. que permite leer los periódicos,
escribir o montar una tertulia.
En estas modestas pinceladas, que quisieran ser un “regustar”
del ambiente de los pueblos inconcretos, no puede faltar el comentario a los
casinos, no éste ni aquel, cualquiera. Y aunque el tema es difícil por
espinoso, no ha de eludirse, bastando tan solo a acogernos, con perfecto
fundamento, a la consabida frase de que cualquier semejanza sería mera
casualidad.
Ya desde mi adolescencia he sentido un profundo
respeto por los casinos que el tiempo confirmó y ha depurado. Quiero recordar
cómo sería nuestra ciudad del siglo XIX, ricos hacendados, estudiantes que
crecían dando vueltas en el rito del paseo presidiendo el armónico conjunto, el
casino; sus grandes lunas, como bostezo, separaban la burguesía pacífica y
escéptica de los socios, de la masa uniforme que ocupaba las calles. Y al pasar
ante este casino, mi ánimo siempre tímido, y soñador, me hacía deslizarme con
la compostura y silencio propio del templo. Porque el casino tenía
indudablemente un trascendente significado ciudadano.
Y esta impresión ha subsistido en la variedad de
casinos que después he conocido, aunque no tuvieran la clásica solemnidad de
sus cristaleras. Lo mismo en el casino de persianas echadas y estrecha puerta,
masonería de alcohol y dominó, que en el extravertido andaluz que invade la
acera en desvergonzada muestra de holganza, todos ellos tenían marcados los
signos propios de quien es consciente de la importancia de su función.
Mucho se ha criticado estas instituciones, achacándoles mil males imaginarios, porque en verdad la crítica era producto del desconocimiento de su verdadero significado cuando no el deseo insano de encontrar culpables de los males que todos causamos. Yo creo que el casino es una institución de suma trascendencia, siempre y cuando sepamos limitar sus verdaderos fines, sin desorbitar funciones ni esperar impropios resultados.
No es propio de ellos la ociosidad, aunque lo sea algo
semejante, pero no igual, como es el matar el tiempo. Pero esta función no es
tan reprobable como a primera vista puede apreciarse, porque, al fin y al cabo,
el que se preocupa por matarlo, reconoce la necesidad de hacer algo para
subsistir. Es el casino la ocupación del desocupado, la oficina de las clases
pasivas, pone un motivo en la vida de un sector carente de afanes más
esenciales. Es también el descanso laborioso para el trabajador, que alterna su
actividad con otra, tal vez menos trascendente, pero con un contenido mínimo de
vitalidad.
Su más destacado mérito es el constituir el centro de
la crítica pueblerina, acogiendo desde la simple murmuración hasta las
disquisiciones, más o menos eruditas, de la alta política local e incluso
internacional. Y precisamente esta actividad ha sido base de los ataques a la
institución, achacando su crítica disolvente, negativa e irresponsable, lo que
en el fondo no es más que una falta de sentido de su verdadero significado, o
más bien una encubierta resistencia a someterse al juicio de la opinión
pública.
Lo importante es que existe la crítica, no que sea
acertada, porque el socio ni es Papa ni es juez, y le basta sembrar
inquietudes. Antes bien, es de desear que esta crítica sea errónea, ya que en
otro caso puede llegar a confundir la misión rectora de la inspección. No sé
qué filósofo antiguo pedía que nunca faltara a la sociedad la picadura de un
tábano que le impidiera dormir en la molicie.
No creo en la sociedad igualitaria, monotonía de lo
anodino, sino en la organización que mantiene una suave jerarquía de fácil
ascenso. Y ninguna organización es más representativa y generosa en este
aspecto que el casino. Por una cuota módica, una constancia en asistir para
formar tertulia, hasta para gozar de las delicias del Olimpo ciudadano. Con
sólo cumplir estos requisitos, tras las trincheras de las amplias lunas, se
disfruta del placer de emitir trascendentes dictamines, ingeniosos comentarios
y las más sabias consignas.
Por esto siempre he tenido un respeto reverencial a los casinos, y cuando
pasaba ante ellos, con paso apresurado y silencioso, saludaba respetuosamente a
los que desde su altura me contemplaban, pensando en que, cuando el trabajo no
me tiranizase, también yo podría sentarme en esas poltronas y emitir decisivos
juicios sobre toros, deporte y política, sobre todo eso que ahora no me atrevo
a comentar, porque no entiendo.
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