noviembre 01, 2024

Ángel Pérez Campos



EL ARTE DE OBSERVAR  







En el sopor, ensueño que una ola me lleva y me arrastra hasta una playa, me abandona entre algas y espuma blanca y, en el siguiente embate, el mar me vuelve a recoger, me abraza con suavidad, me pasea, me mece, me hace creer… Pero es inútil, me vuelve a desatender sobre la arena en una vigilia infinita. Son las siete de la mañana y he dormido muy poco esta noche. Duermo poco, he dormido muy poco desde que abandoné el pueblo. No me preocupa y, por lo tanto, no me ocupa. En las autopistas del sueño mis pensamientos fluyen con celeridad, enlazando todos los ayeres de mi existencia, mis presentes y mis futuribles días. Me levanto, estoy mareado de tantas mareas y escapo corriendo de la cárcel de mi cama. Mientras me ducho, la música de Ludovico Einaudi impregna, desde mis oídos, al resto de mi cuerpo, impulsándolo, animándolo. Su cadencia armónica me da fuerza, quiero que mi corazón lata muy fuerte esta mañana, que sienta y siga bombeando emociones nuevas. Me visto, un café rápido y salgo de casa. Es otoño en Madrid y será un placer caminar sobre un manto de hojas secas, ver teñido de marrones y rojos los parques, plazas y paseos. Respirar aire limpio dentro del caos, saborear la lluvia fina que filtran los árboles, mojarme los zapatos, aislarme dentro de un paraguas, navegar tranquilamente entre prisas, oler a tierra mojada y sentir el aire frío del alba en mi cara.

En el andén se hacinan mujeres y hombres tratando de concurrir a la brega diaria. Ellos no miran, no ven, no oyen, sólo trashuman. Llega el tren y, en una especie de ingravidez, entran en los vagones inconscientes de lo que pasa a su alrededor. Abstraídos, se nutren de otra realidad, la que entra por sus oídos o por las pantallas que iluminan sus caras, no levantan la cabeza, viajan solos, aislados, en soledad, furgones llenos de insomnes solitarios. Me cuelo como puedo y me amoldo al espacio. Me mimetizo para poder observarles, los estudio. En un instante, la locomotora empieza a arrastrarnos sobre el camino férreo de la ignominia. Dos décadas hacen ya del 11S. La miseria humana dejó esparcidos en las vías sueños, proyectos, anhelos, deseos y afectos. Me duelen todavía todos ellos, la herida sangra cuando paso por aquí. La ausencia de respuestas a mis por qués y a mis para qués me tortura. El Pozo, Santa Eugenia y, por fin, Atocha. Se abren las puertas y el vagón se despresuriza, los cuerpos se desparraman por el apeadero buscando conexiones, siguiendo hilos invisibles que los lleven a otro tren, a otro destino. El vagón queda casi deshabitado, pero fuera en el andén, esperando, están nuevos ocupas con la intención de volver a colmarlo. Yo espero mi oportunidad para salir, no me acucia la prisa. Ahora ya camino, busco la salida de este hormiguero humano, esta multitud autómata me exaspera, quiero respirar ya la calle.

La luz del alba se abre camino en la oscuridad de la noche, las farolas aún encendidas
iluminan las aceras mojadas por la rociada. Sobre el Palacio de Fomento, “La Gloria y los Pegasos” vigilan la Glorieta del Emperador Carlos V. Cruzo desde la estación y me dirijo hacia allí para tomar después el bulevar del Paseo del Prado, mi inicio soñado. Los coches pululan con sonoras protestas de claxon levantando hojas a su paso mientras, en el cielo, clarean las nubes grises

La efigie de Claudio Moyano da la espalda a su cuesta. Político preclaro, su Ley de Instrucción Pública puso las bases de una educación universal para todos los españoles, un cambio radical en el siglo XIX. En la cuesta, dentro de las casetas todavía cerradas, los libros duermen sobre los anaqueles, imaginando un nuevo lector, soñando un nuevo hogar. 

Camino sobre la hojarasca en paralelo al jardín de jardines, el Botánico. Este tramo es fascinante. A través de la reja que me separa contemplo este museo vivo en el centro de la urbe, lleno de una biodiversidad vegetal extraordinaria y con una belleza incomparable, me estremezco al ver los árboles y parterres apareciendo entre la bruma. Percibo, ya de soslayo, la esquina de la pinacoteca. Un “inmaculado” Murillo preside la plaza que le da nombre, entre el Edificio Villanueva (Museo del Prado) y la puerta del Botánico. Sigo mi camino buscando a otro sevillano, Velázquez, que, como siempre, me espera sentado con sus armas en la mano, paleta y pincel, quizás esperando atrapar los primeros brillos del día. Pero hoy será imposible, el sol está esquivo. Me separo un poco para contemplar el edificio que alberga la mayor “biblioteca de cuadros” del mundo. Cápsulas del tiempo que nos cuentan historias de intrigas, amores, crímenes, milagros y demás hechos que, por otra parte, no difieren mucho de los que acontecen en los tiempos actuales.

Era muy joven, cuando, un día lluvioso como hoy, me refugié en este edificio y ya no pude dejar de sentirlo parte de mí hasta hoy. Aquí no me enseñaron a pintar, pero sí a interpretar. Dentro, me ilustraron modestamente en las bellas artes y fui conociendo, poco a poco, las humanidades. Me di cuenta que allí disfrutaba y me regocijaba con todo lo que veía y escuchaba, en un atmosfera donde  se respiraba una belleza encantada, ideada por genios. Como dijo mi paisano, el presidente de la Fundación de Amigos del Museo, D. Carlos Zurita:              

“Este museo no es el más grande del mundo, pero sí el más intenso. La cantidad de obras maestras por metro cuadrado que hay en el Prado es muy difícil de igualar por ningún otro museo, por grande que sea. Es un eje fundamental de nuestra cultura, de nuestra identidad como pueblo y de nuestro respeto a lo que es el arte, en definitiva.”

El conocimiento y la cultura dilatan nuestra mirada, alimentan nuestra curiosidad, descubren la belleza y nos emocionan, fabrican democracia, y nos educan en la convivencia,  nos hacen mejores, nos hacen discernir y hacernos preguntas, a ser únicos, que no diferentes, nos ayudan a ser libres y no esclavos, en fin, hacen que la vida merezca vivirla.

Unas gotas de lluvia me despiertan de mis pensamientos, tengo que continuar. En el otro lateral del Museo me despide otro maestro, ahora Goya, alucinando todavía con su etapa más negra. Al fondo, la iglesia de Los Jerónimos se difumina entre la llovizna. Abro el paraguas y me refugio en él. Busco mi próximo hito, el Museo Naval, un poco más arriba. El tráfico se ha estropeado con la lluvia y la paciencia de los conductores ha desaparecido. Neptuno con su tridente me desafía a mojarme, pero sigo y sigo, despacio, absorbiendo olores, colores y ruidos de fondo, creo que necesito una nueva dosis de cafeína. Antes de llegar al Museo Naval, la plaza de La Lealtad, donde una llama arde sin cesar, delante de un obelisco, por los caídos por España. Me agarro con fuerza a los barrotes de la reja que circundan el monumento y me quedo preso, en mis recuerdos, mirando fijamente la llama.

Me duelen mis muertos, compañeros y amigos, que cayeron con honor y que, a algunos, se les despidió sin gloria. Canto bajito entre dientes una oración, la que me sé: 

“Cuando la pena nos alcanza por el compañero perdido, cuando el adiós dolorido busca en la Fe su esperanza.

En tu palabra confiamos con la certeza que Tú ya le has devuelto a la vida, ya le has llevado a la luz.” 1

Mis manos se desatan de la fría reja para continuar mí camino y, en apenas unos metros de distancia, una de las joyas más escondidas y desconocidas de esta ciudad, una perla en un mar de museos, “una gaviota en Madrid” como cantaba Caco Senante. Cerrado todavía, nadie se imagina que detrás de las puertas que simulan mismamente la entrada a una vivienda de pisos, se guarda un tesoro que nos cuenta una historia, la de nuestra historia naval. Grandes marinos egabrenses son  parte de este relato. Depositados aquí quedan sus memorias, crónicas aun vivas de su entrega. D. José de Vargas y Varáez,  D. Dionisio Alcalá-Galiano y D. Antonio José Parejo, entre otros, forman parte de esta gran aventura. Don Dionisio quizás sea el más notorio de todos ellos por cómo desarrolló su carrera de marino científico y su muerte en la batalla de Trafalgar. Cuentan que el capitán inglés que se apoderó de su barco, el Bahama, dijo ante su cadáver: “Hombres como éste no deberían morir en combate.” Sin embargo, esta cita es pura leyenda, pues a D. Dionisio le dieron “mar” sus propios compañeros antes de la captura, ese era su deseo. Él era un gran científico, considerado y afamado, pero, antes que nada, era un militar y, además, un militar de honor.

Deja de llover, cierro el paraguas, la grisácea luz de la mañana ganó la partida a la noche y a las farolas. Respiro hondo y emprendo la marcha después de tantas emociones. Rápidamente dejo atrás la “diosa blanca” Cibeles y cruzo la calle Alcalá buscando ahora el Paseo de Recoletos. La gente inunda las aceras. Las prisas y, de nuevo, las pantallas hacen que colisionen los unos con los otros como bolas de billar americano. Me enfrento al bulevar que me llevará al punto final de mi paseo, a la Plaza de Colón, allí me están esperando. Ya veo a mi izquierda el Café Gijón. Será aquí donde satisfaga mi necesidad de cafeína. Entraré y me sentaré al lado de un ventanal. Quiero ver pasar a la gente e imaginarme cómo son sus vidas, sentirme espectador de este teatro vital. Cuántas tertulias de intelectuales, artistas, literatos, políticos de otros tiempos, se han generado en este espacio, desencadenando discusiones y controversias interminables. Protegido tras los amplios ventanales del local, aprecio ahora una lluvia de hojas que caen debido a golpes de viento que agitan los árboles como sonajeros. Salgo del café y, despacio, vuelvo a patear la calle sobre las hojas mojadas de castaños de indias y acacias. A mi izquierda parece que camina, ensimismado, D. Ramón María Del Valle-Inclán, asiduo de este paseo.

Por fin he llegado y, como presumía, Pepita y Don Juan me esperan en este privilegiado
lugar. Los pobres no pueden hacer otra cosa más que esperar que alguien se detenga ante ellos. La rama de un castaño golpea, incesantemente, el busto de Don Juan, como diciéndole “por tu mala cabeza, por tu mala cabeza…” Están mirando a la Biblioteca Nacional, en la otra acera, esperando un milagro, esperando una gran muestra sobre su figura, sobre su obra, sobre su mundo. Hay doscientas buenas razones este año para ello, pero el optimismo no me acompaña últimamente. Con todo respeto, he visto en ese edificio exposiciones sobre escritores que, en mi opinión, no le llegaban a D. Juan ni a los tobillos. En fin, los egabrenses, los cordobeses o andaluces, a quien corresponda, nos miramos demasiado el ombligo, soplamos “padentro” y no sabemos expandir todo lo maravilloso que tenemos, que es mucho. Espero que este año venga alguien y le ponga unas flores a D. Juan o un pañuelito de la Virgen a Pepita. Algunos turistas se detienen y le hacen fotos al monumento, pero lo triste es que, la mayoría, no saben quiénes son los actores del mismo ni sus respectivas historias.

Y yo me acuerdo, D. Juan, de lo que una vez usted dijo: “Por desgracia, una cosa es sentir y otra expresar bien lo sentido”.

Yo sigo mi senda, me espera noviembre en el horizonte. Un tiempo que empieza con las emociones que nos siguen dando el recuerdo de los que se fueron y celebrando lo afortunados que fuimos por haberlos tenido a nuestro lado. Seguiremos transitando tranquilamente, aprovecharemos el día a día, observando y alimentándonos de todo lo que nos ofrece el camino, de todo lo que nos regala la vida.

 

1 Fragmento de “La muerte no es final” de Cesáreo Gabaráin Azurmendi


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