agosto 01, 2025

Ángel Pérez Campos

 


Eclipse lunar (V)





-Los motivos-    

       El silencio era tan cortante que parecía herir el aire. Fue Manuel el encargado con su flema habitual de romper el espesor del momento: - ¡Vaya par de días sorprendentes! Ayer Elena, y hoy mis otros dos hermanos -Manuel había adoptado la costumbre de llamar a Ramón su "otro" hermano. Ramón, por su parte, seguía absorto en observarla, captando cada detalle. Un año la había transformado; ahora era más mujer. Su figura perfecta, la franqueza de sus ojos negros que lo miraban sin pudor, sus labios carnosos, su delicada tez, y su cabello negro, antes liso, y ahora bellamente ondulado. Sus manos elegantes, de dedos finos y delicados, eran notables, y hasta había crecido. Todo esto enmarcado por un vestido sencillo pero elegante la hacía estar deslumbrante. Ramón, un poco desconcertado, buscó a Rodrigo. Cuando sus miradas se cruzaron, ambos, como coreografiados, se encogieron de hombros, mostrando su incredulidad. Elena no podía quitarle los ojos de encima a Ramón. No lo esperaba, pero sin querer, su corazón latía a un ritmo inusual, incontrolable. Aunque estaba desaliñado por el viaje, su atractivo había aumentado. Su pelo revuelto, la barba de un día, su esbeltez y aquella mirada tímida a la vez que dura no la dejaban indiferente, al menos para sus ojos. Parecía más alto, y al caminar, apenas se le notaba ya su cojera. Sus manos fuertes y afanosas cogían los bultos de aquel coche mientras ella pensaba en las veces que lo maldijo por su decisión, por su abandono. Pero, a la vez, recordaba la cantidad de veces que se había dormido pensando en tener ese cuerpo a su lado, en lo absurdo que era estar viva sin no estaba junto a él, cuantas veces se durmió con su nombre besando su boca y de repente, él estaba allí, enfrente, sin esperarlo. - ¿Y ahora qué?, Ahí está la persona que más quiero en este mundo, en el peor momento de mi vida -, pensó.

-Deja eso Ramón, que ya nos encargamos nosotros, pasar dentro para asearos -, dijo Doña Elvira. Los dos pasaron a un baño en la planta baja y allí pudieron intercambiar opiniones. -Lo siento Ramón, esto no estaba previsto. Mi hermana se presentó aquí ayer de improviso. Tuvo una desavenencia con un chico de su grupo de amigos de la universidad y decidió venirse para acá ya que estaban cerca de aquí, en Jerez. Por favor no pienses en ningún momento que te hice una encerrona -. Al instante de decir esto, se abrió la puerta del baño a sus espaldas, era Manuel que rápidamente les desveló la situación: - Ayer por la tarde, un coche negro se detuvo frente a la casa. De él bajaron Elena, su mejor amiga y compañera de la universidad, Laura, y los padres de esta. La familia de Laura, originaria de Jerez, estaba alojando al grupo de cuatro amigas durante estos días. Hace unos días, Laura, les había pedido a sus padres que las llevaran hasta El Puerto de Santa María. Habían quedado allí con otro grupo de amigos universitarios de Sevilla que pasaban unos días en la zona. Cuando el coche de los padres de Laura llegó al punto de encuentro, Elena y sus amigas descendieron, encontrando ya al otro grupo esperándolas. Por lo visto y para sorpresa de todas, entre ellos estaba José Luis, cuya presencia era totalmente inesperada. Al verlo, Elena se dirigió hacia él con determinación, a un paso inusualmente rápido. Cuando estuvo frente a él se detuvo, mientras José Luis, con una media sonrisa socarrona la saludaba. La respuesta de ella fue un derechazo a la cara tan repentino y potente que nadie pudo preverlo. La fuerza del golpe lo hizo caer de espaldas como un peso muerto. Aturdido quiso incorporarse, pero no le dio tiempo, acto seguido, Elena saltó sobre él, continuando los golpes con una rabia descontrolada. Entre todos consiguieron sujetarla, no sin esfuerzo, hasta lograr separarla de él. Los padres de Laura, que observaban la escena, no podían creer lo que veían. Aquella chica dulce y delicada, tímida, callada y, sobre todo, educada, se había transformado en una fiera, golpeando sin piedad a aquel cuerpo inerte en el suelo - Manuel continuó su relato: -Elena no soporta a ese tipo, a José Luis. Me lo contó hace tiempo, él andaba detrás de ella

quizás porque era la única que no le hacía “ojitos” y lo ignoraba, él es un creído, altanero y un auténtico picaflor. La verdad es que el tipo es apuesto, alto y elegante, viste a la última moda; un dandi. Su sola presencia llama la atención, pero mucho más cuando abre la boca: su castellano salmantino es perfecto, el último ingrediente que deja a la mayoría de las muchachas boquiabiertas. Poco a poco, José Luis recuperó el sentido. Su aspecto era un desastre: en su rostro, el ojo donde recibió el primer golpe ya lo tenía cerrado, y junto a los arañazos, la rojez de su cara debido a los innumerables golpes, y su tupé enmarañado, daba pena verlo. Los padres de Laura lo llevaron a la casa de socorro para que le curaran las heridas. Mientras lo atendían, fuera, le preguntaron a Elena los motivos de su inexplicable actitud. Pero ella ya no pronunció palabra alguna. Cuando regresaron a Jerez, Laura se reunió con sus padres, quienes finalmente lograron sonsacarle la verdad, la razón de tanta violencia. Esa misma noche, los padres de Laura llamaron por teléfono a nuestro padre para comunicarle que al día siguiente acercarían a Elena hasta aquí. Cuando llegaron, Elena y su amiga Laura, que lloraba sin parar, se retiraron a una habitación y ellos se reunieron en el despacho del abuelo. Esto es lo que sé, chicos - concluyó Manuel. – Otra cosa no, pero carácter siempre ha tenido Elena, espero que la cosa se quede en una simple anécdota, pero viendo los que nos has contado creo que es más grave que un simple golpe – señaló Rodrigo, - Bueno ¿y ahora qué? – dijo Ramón preocupado. Manuel le sonrió y con una mano le cogió su pelo y lo despeinó, para luego abrazarlo riéndose. -Venga Ramón, tu no sabes las ganas que tenía de veros, las cosas que tenemos que contarnos, llevamos un año separados. Tú ahora no te preocupes por la situación, lo que el destino nos tenga guardado ocurrirá, debemos comportarnos como los niños que crecimos felices, juntos y actuaremos con normalidad, al menos estos días, todo va a salir bien ya verás –

- La mesa incompleta y los miedos silenciados-

Solo faltaban Mercedes y Evaristo para que la mesa donde se disponían a cenar estuviera completa. Los cuatro más jóvenes quisieron sentarse juntos, ansiosos por rememorar los tiempos de niñez en la Polvorilla. Una euforia contenida flotaba en el ambiente por reencontrarse después de tanto tiempo. Los abuelos estaban encantados de ver tanta juventud en la casa. Sin embargo, Don Fernando y Doña Elvira mantenían un semblante bastante más serio debido a las circunstancias acaecidas y la incertidumbre sobre lo que podría suceder con el chico agredido por Elena. Pero lo que más temían eran los motivos que habían desencadenado todo aquello. Los padres de Laura les habían contado lo sucedido en El Puerto, aunque les advirtieron que la situación era grave y que las causas que motivaron la agresión de Elena podían traer consecuencias desagradables, pero le correspondía a ella misma revelar toda la historia. Después de la cena, pasearon todos cerca de los viñedos, entre bromas y planes para el día siguiente.

Los padres de Elvira dedicaron toda su vida a la empresa familiar de exportación e importación de paños y textiles. Ellos representaban la segunda generación al frente del negocio. Desde Cádiz, la capital, lograron tejer una vasta red comercial, negociando con comerciantes de todo el mundo. Sus transacciones incluían la compra de telas exóticas que llegaban al puerto en grandes navíos y la venta de sus propios productos nacionales. Habían forjado una fortuna con su empresa, que ahora, bajo la dirección del único hermano de Doña Elvira, gozaba de un prestigio notorio en toda España. Don Ernesto cedió la gestión de la empresa a su hijo cuando lo consideró preparado. Después, él y su esposa se retiraron a la finca de Sanlúcar que habían adquirido años atrás. El vino era una de las grandes pasiones de Don Ernesto. Se propuso cultivar y cuidar buenas cepas para producir caldos excepcionales en pequeñas cantidades, ya que esto era solo un pasatiempo. Por ello, decidió trasladar también al palacete de la finca sus otras dos grandes pasiones: su extensa biblioteca y sus queridos perros.

-Bajo de Guía, la playa de Sanlúcar-

Como previó Manuel, fueron momentos felices, cortos, pero intensos. La playa de "Bajo de Guía" los recibió después de desayunar a los cuatro más jóvenes. Apenas se descalzaron, los tres hermanos corrieron y saltaron como niños poseídos. Ramón se carcajeaba mientras los observaba desde fuera; no quería que la sal estropeara su bota ortopédica. Las barcas de pesca se acercaban a la orilla con sus pequeños cargamentos, que eran recogidos por gentes de tierra con animales de carga, transportándolos con rapidez, seguramente al mercado. Los hermanos cuando se cansaron, de saltar y correr, animaron a Ramón a pasar a la playa con cuidado. Y así lo hizo, pasearon por la zona dura, que era amplia, ya que acababa de bajar la marea. Elena sacó una gran sábana que traía en una cesta, la extendieron y los cuatro se tumbaron, para después sentarse mirando al mar. – Os tengo que comunicar una noticia muy importante para mí -, soltó Manuel como si le faltara tiempo para contarlo. - Estoy conociendo a una muchacha de la zona –, – a ver explícate, ¿de qué zona?, ¿de esta, de Sevilla o de allí? -, exclamó Rodrigo confuso. – Es de aquí, en concreto de Cádiz. Durante las vacaciones de Navidad pasadas, sabéis que me vine a pasarlas con los abuelos. Ellos hicieron una gran comida el 25 e invitaron a muchos antiguos amigos de Cádiz y entre ellos, uno que es viudo vino acompañado de su nieta. Nos sentaron juntos debido a que nuestras edades eran similares y la cosa fue que no paramos de hablar en toda la jornada y claro una cosa lleva a la otra. Por eso, cuando tenía varios días libres en Sevilla me venía para acá a ver a los abuelos y también a Leonor -. - ¡Dios mío, ahora sí que te hemos perdido, Manuel! -, Le respondió Ramón mientras le cogía el pelo y lo despeinaba empujándolo hacia la arena riéndose a carcajadas. Al verlo lleno de arena se desternillaron todos. Manuel se incorporó y se volvió a sentar. – Es más, he comunicado a nuestros padres, que quiero pedir el traslado de matrícula a la Universidad de Cádiz para el año que viene, porqué da la casualidad de que Leonor está estudiando Filosofía allí. A nuestra madre le ha parecido una idea muy buena porque así le hago compañía a los abuelos. La cosa es que me siento bien cuando estoy con ella-.  Rodrigo se puso en pie y le alargó la mano a Manuel. El la cogió, y Rodrigo de un fuerte tirón lo puso en pie, - Vamos cuéntame los detalles adonis -, le puso una mano en el hombro y empezaron a andar tranquilamente al lado del mar. Mientras se iban alejando Elena volvió la cara hacia Ramón, el sintió como su mirada lo traspasaba, le quemaba. Ramón sin dejar de mirar al mar, le dijo: -Por fin solos. Creo que hay muchas cosas que contar y muchas más que explicar ¿no? -. - No me debes ninguna explicación, ni justificación. Tu escogiste lo que creíste que era lo mejor, eso es todo, ya no tiene vuelta atrás -, - Creo que me equivoqué, fui egoísta y no pensé ni medí el daño que te podía hacer -, - Me hiciste mucho mal, Ramón. Creo que no me merecía ese trato. Me sentí despreciada, abandonada por ti. Ni una miserable carta, Ramón, unas palabras de aliento me habrían dado el oxígeno que tanto necesitaba. ¿Y ahora apareces de la nada y me pides que te perdone? -, respondió ella, sentada, apoyando sus manos sobre la sabana. Ramón posó una de sus manos sobre una de ella girando, ahora sí, su cabeza. -Los siento mucho Elena -, dijo él -Ya no me quedan lágrimas Ramón, me abandonó la esperanza, solo quiero estar loca ahora, loca de atar o borracha, no quiero sentir nada, solo me quedan recuerdos y un futuro incierto -, Ramón enmudeció al ver que la sinceridad de su cara le trasladaba el dolor, el sufrimiento padecido y el desconsuelo de su amargura. Elena retiró su mano de la de Ramón al ver que sus hermanos se acercaban de nuevo a ellos. – Bueno cuéntame, Ramón, ¿cómo te ha ido a ti este año? -, cuando llegaron Rodrigo y Manuel se volvieron a sentar en aquella sabana, entonces Elena de un salto se levantó y extendió su mano hacia Ramón que de un fuerte tirón quiso levantarlo, pero no pudo cayendo de culo en la arena. Aquello despertó las risotadas de sus hermanos. Ramón se levantó solo y ayudó a Elena. Después, empezaron a caminar solos. - ¿y porque has elegido Granada?, si dices que te equivocaste, ¿Por qué insistes en el error?, o ¿es que no querías estar cerca de la problemática Elena? -, le dijo. -No hemos hablado en más de un año, lo medité mucho Elena, pensé al recibir las noticias de tu hospitalización y de la nueva vida que llevabas en Sevilla, que quizás yo ya no encajaba en ti, que ya nuestra relación sería un simple recuerdo-, le dijo Ramón. – Veo que eres más guapo que antes, que te miro y te sigo deseando, que ahora estás caminando a mi lado y aun no me lo creo, pero lamentablemente sigues siendo el mismo cobarde de siempre. Ya eres un hombre Ramón, debes dejar atrás tu timidez, debes luchar por lo que quieres, por lo que amas, o ¿deseas seguir llorando tus fracasos y tus errores al llegar todas las noches a la cama? – le dijo ella con su franqueza sin adornos de siempre. Siguieron caminando y charlando hasta el final de la playa para después girar de nuevo. A veces se paraban y se quedaban mirándose el uno al otro sin decir nada, Manuel y Rodrigo que no le quitaban la vista de encima también se preguntaban en que iba a terminar aquella atormentada relación.

Desde el otro lado de la playa, detrás de ellos, un coche hacía sonar el claxon. Era el Citroën, el coche de Don Fernando, que intentaba llamar su atención. Rodrigo se dio la vuelta y fue hasta donde estaba aparcado. Cuando volvió lo hizo a la carrera y se dirigió hacia donde caminaban Ramón y Elena. Habló un instante con ellos y solo Elena se dirigió al coche, cuando llegó montó y el coche emprendió la marcha. -Era nuestro padre. Como sabéis esta mañana se acercó a Jerez para interesarse por el estado del chico con el que tuvo el problema Elena. Por lo visto como la cura se la hicieron en la Casa de Socorro han tenido que dar parte a la policía y Elena tiene que declarar-, les dijo Rodrigo, - ¿y el chico que tal está? -, le preguntaron, - lo han examinado esta mañana y creen que no tendrá problemas -, -Bueno venga, vámonos a conocer el pueblo. ¿sabéis que nuestra paisana la que llaman “La Infantona” tiene aquí un palacete?, venga vamos a la plaza del Cabildo y os lo enseño –

 

-Una excursión por Cádiz-

Los padres de Doña Elvira habían alquilado un barco para que toda la familia viajara hasta el puerto de Cádiz al día siguiente. Lo que prometía ser un agradable viaje pronto se ensombreció por acontecimientos terribles e inesperados, cuyas consecuencias marcarían profundamente el futuro familiar. Una vez en Cádiz, visitaron los almacenes de la familia y el antiguo piso de los abuelos, donde se quedaría Manuel si conseguía trasladar su matrícula universitaria. Pasearon por el puerto, inmersos en la vorágine de trabajadores, observando cómo las mercancías se cargaban y descargaban, siendo distribuidas en carros y camionetas. La ciudad, la "Tacita de Plata", era como un salto a otro mundo, a otros tiempos. Olía a mar, a guisos caseros y a vino, mezclado con el hedor de orines en las esquinas de piedra ostionera y el de excremento de caballo. En las calles estrechas y empedradas, a la puerta de las casas de comidas, se vociferaban ofertas de manjares marinos imposibles de encontrar en las provincias de interior.

Los padres de Elvira actuaban como cicerones expertos para Ramón, contándole las historias, tradiciones y leyendas de la ciudad. Ramón notó la gran cantidad de gente que deambulaba y malvivía en las calles. Sin embargo, al llegar a la catedral, se sorprendió aún más por la multitud de mendigos pidiendo limosna en la entrada. Mientras paseaban, Don Fernando y Doña Elvira no se separaban de Elena. A veces alzaban la voz, otras negaban con la cabeza, murmurando maldiciones más que hablando, con pequeñas exclamaciones de sorpresa. Doña Elvira parecía fuera de sí, y la mano de Don Fernando la sujetaba ocasionalmente para que se contuviera y se calmara. Por sus gestos, algo grave estaba sucediendo. Ramón sintió un deseo urgente de escapar de aquella atmósfera asfixiante, húmeda y ahora tensa. - Quizás no debí haberme movido del pueblo -, pensó.

-La verdad y un triste adiós-

Aquella noche, al llegar a la hacienda de Sanlúcar, Ramón salió a los jardines a tomar el aire después de cenar. Al regresar de su paseo, vio una figura sentada en la penumbra sobre un banco de piedra. Era Elena. Estaba sola, con las manos entrelazadas entre las piernas, la cabeza gacha y el cabello cubriendo su rostro, como si su mirada buscara el infierno bajo sus pies. Ramón se sentó a su lado. – ¿Qué pasa Elena?,¿Qué ha ocurrido? …dime ¿por qué estás así? –, le dijo él, – Todo se va a solucionar, es culpa mía y solo mía, tú no te metas –, exclamó malhumorada. Estaba temblando y no era de frío. Ramón echó su brazo sobre su hombro, pero Elena al sentirlo lo rechazó, – No me toques estoy sucia –, Ramón no entendía nada. Sus maneras del día anterior a las de hoy eran claramente diferentes ¿Qué estaba pasando? Lo intentó de nuevo, y esta vez Elena levantó la cabeza y la apoyó en su pecho. Él le tomó la barbilla con una mano y la atrajo hacia su boca. Se besaron suavemente, sin ímpetu. Estuvieron hablando más de dos horas hasta que Doña Elvira interrumpió la conversación: – Vamos a la cama Elena, mañana hay que madrugar –.

Ramón estaba consternado por lo que le contó esa noche Elena, no pudo dormir, ¿Cómo pudo pasar aquello?, ¿Qué sentido tenía aquel abuso?, ¿De qué pasta estaban hechos los hombres? Los hechos eran terribles y podrían empeorar. Quizás estaba presenciando la destrucción total no solo de una persona, quizás se llevará también por delante a una familia y también a él mismo. No sabía qué hacer ante esta situación, estaba ante el peor de los escenarios para un futuro próximo tanto para ella como para él. Pensó que la vida de Elena se había quebrado de forma trágica, no lo merecía y él se sentía que era en gran parte causante de su desgracia. Cuando se levantó al día siguiente, aún reinaba la oscuridad de la noche, pero lo tenía claro: no quería que Elena se marchara sin verla de nuevo, ni que sus padres se la llevaran sin antes comunicarles la decisión que había tomado. Nadie volvería a llamarlo cobarde. En la mansión, la única estancia iluminada a esas horas era la cocina. Al abrir la puerta, encontró a Don Fernando, Doña Elvira y a Elena desayunando, ya preparados para salir. – Buenos días, perdonen la intromisión, pero antes de que partan me gustaría hablar con ustedes –, – Buenos días, Ramón. Dilo aquí mismo, por favor, pero apresúrate. Tenemos que ir a Sevilla y no queremos que nos coja el calor –, los tres se le quedaron mirando, esperando con impaciencia lo que tenía que decir Ramón, pero después de la noche en vela, casi no podía articular palabra. – Me he enterado de lo que ha pasado y de la situación en que queda Elena y creo que es necesario que yo dé un paso adelante, lo que debí hacer hace tiempo y por egoísmo y cobardía no hice. Yo sigo queriendo a Elena y la quiero con toda mi alma, mi único anhelo es estar toda mi vida junto a ella, quiero casarme con ella. Renunciaré a mis estudios y me pondré a trabajar, nos mantendremos, saldremos adelante –, Elena se levantó rápidamente de la mesa, tirando la silla hacia atrás. Lo abrazó y lo besó, mientras Don Fernando y Doña Elvira trataban de asimilar lo que estaban viendo y oyendo. Esperaron un momento, viendo cómo Elena le susurraba cosas al oído a Ramón durante el abrazo. – En las noches despejadas, cuando mires las estrellas, piensa que yo también las estaré mirando desde donde esté. Estaremos bajo la misma cúpula, estaremos juntos, seremos como aquellos niños que se besaron por primera vez –, le volvió a besar y sentenció: – Te querré siempre, pero debo asumir mis errores. Adiós, Ramón –. Elena se separó lentamente de él, tomó un pequeño bolso de viaje, salió de la casa y se dirigió al coche que ya estaba fuera. Abrió la puerta trasera y subió sin mirar atrás. Don Fernando se acercó a Ramón, lo miró fijamente y le puso la mano en el hombro sin decir nada. Después Doña Elvira, abrazándolo le dijo: – Yo también me equivoqué Ramón –, El coche empezó a perderse en la penumbra del alba, mientras Ramón lo miraba como se alejaba, empezó a asimilar que la estaba perdiendo definitivamente.

-Laura y la universidad-

Desde su llegada en julio del año anterior, Elena se había sumido en un profundo letargo. El dolor y la soledad más absolutos se habían instalado en su espíritu, envolviéndola en un nimbo depresivo. Decidió quedarse en Sevilla, negándose rotundamente a volver a La Polvorilla; no quería ver a Ramón, a sus padres ni nada que la vinculara con su vida pasada. Aquellas semanas iniciales con su anciana abuela fueron un tormento. La preocupación de la anciana crecía al ver que Elena apenas salía de su habitación, se comunicaba poco y la ingesta de alimentos era mínima.

Su estado físico se deterioró rápidamente, evidenciado por sus grandes ojeras y su aspecto flacucho y desnutrido. Su madre, Doña Elvira, conocedora de su estado, acudió a Sevilla para permanecer con ella hasta cerca de finales de julio e intentó llevarla a Sanlúcar, pero Elena se negó en rotundo. No fue hasta la “Velá de Santa Ana”, el 26 de julio, cuando Elena decidió dar un paso al frente y salir por primera vez, acompañando a su abuela y a un grupo de amigos de esta. Fue allí donde conoció a Laura, quien también acompañaba a sus abuelos. La casualidad quiso que Laura ya estuviera en segundo de Magisterio, y a través de ella, comenzó a adentrarse en el mundo estudiantil y, por ende, a conocer aquella fascinante ciudad. Desde aquel día, se convirtieron en inseparables amigas, confidentes de sus sentires; en ellas descansaban sus frustraciones, sus miedos y temores y sus preguntas más íntimas. Por las tardes, Laura se acercaba a casa de la abuela, al menos para compartir un paseo con Elena y charlar, esto a la abuela la tranquilizaba le daba esperanzas para que su actitud se normalizara. Cuando comenzó el curso universitario, aunque la facultad era la misma, surgió un distanciamiento lógico debido a los horarios; solo se veían algunos fines de semana. Manuel llegó una semana antes de terminar septiembre, y con su llegada, Elena esperó con expectativas, alguna noticia, alguna carta, algún mensaje de Ramón. Sin embargo, solo recibió un silencio que olía a indiferencia, y esto la volvió a hundir en el pozo de la soledad. No podía soportar que él se hubiera olvidado de ella, no entendía que en tan poco tiempo sus sentimientos se hubiesen evaporado. Manuel habló con ella, pidiéndole aguante, paciencia, pero la paciencia era un don que ella no tenía.

Como era lógico en aquellos tiempos, la mayoría de los universitarios de la ciudad, procedían de las clases burguesas, de Sevilla y de las provincias cercanas. Acceder a una carrera universitaria solo estaba al alcance de una minoría privilegiada. Eran jóvenes acomodados y algunos de ellos, con muy pocas ganas de esforzarse y de formarse. Su juventud efervescente, sin ningún control paterno y con unas ganas incontrolables de diversión, los llevaba a organizar fiestas casi a diario. Aquella libertad sobrevenida era para ellos una holganza permanente, sobre todo sin estar tutelados por nada, ni por nadie. Elena, por su parte, no tenía ganas de ponerse a estudiar, ni de hacer nada que la atara a cualquier actividad o la sujetara a horarios. A partir de ese momento, decidió que solo iba a hacer lo que le apeteciera, una actitud en rebeldía que le costaría más de una reprimenda familiar. Comenzó a ser asidua de aquellos encuentros de jóvenes ociosos. Asistía a fiestas que se prolongaban hasta la madrugada, donde se bebía y se fumaba, y que a veces, sin control derivaban en peleas callejeras que terminaban, en algunos casos, con algunos de ellos en el cuartelillo. Desde un primer momento, los chicos posaron sus ojos en Elena. Llamaban la atención sus facciones delicadas, su mirada triste y a la vez atrevida. Su figura frágil, delgada y grácil hacía que sus vestidos lucieran con una elegancia natural. Su sonrisa dulce y sus pocas palabras atisbaban un mundo interno que los chicos ansiaban conocer, pero que ella, herméticamente, se negaba a revelar, aumentando aún más la ansiedad y la intriga que les provocaba. Fue allí donde conoció al grupo de “los guapos”, así los llamaban en círculos cercanos a estos jóvenes, eran los que más éxito tenían con las muchachas. Todos procedían de buenas familias, apuestos en el físico, en el estilo de vestir, en sus modales refinados y en su cartera llena de billetes que nublaba la vista de los menos pudientes y doblegaban las voluntades de amigos y amigas. Entre ellos se encontraba José Luis, de Salamanca. Estudiante de tercer curso en la Facultad de Derecho, aunque ya llevaba cuatro años en Sevilla arrastrando sus calificaciones y malgastando su tiempo y el dinero de su familia, aunque esto último era lo menos importante para él. Optó por estudiar la carrera en Sevilla porque allí lejos no soportaría la dictadura de su madre y daría rienda suelta a los vicios que heredó de su padre: el juego y las mujeres. El día que la conoció, el grupo de los guapos estaba tomando vino en la bodega de “Casa Morales”, ya un poco achispados. Laura, que solo lo conocía a él, la presentó. Cuando se acercaron a la mesa, los cuatro se levantaron cortésmente y le dieron la mano a Elena a modo de saludo. Pero cuando llegó el turno de José Luis, intentó besarla en la mejilla, cogiéndola de los hombros. Elena retrocedió instintivamente., – Perdone usted señorita, estoy acostumbrado a besar a las muchachas guapas cuando las conozco –, le dijo él sorprendido. – ¿Desde cuándo usted y yo comemos en el mismo plato? –. Aquella respuesta lo dejó mudo, helado, provocando las risas a carcajadas de los demás, hiriéndolo en su orgullo y en su vanidad. Aquel primer encuentro provocó en José Luis un interés por aquella persona fuera de lo corriente. – Ninguna mojigata pueblerina me deja a mí en ridículo y menos delante de la gente –, le dijo a Laura un día que no estaba ella. – no le des importancia hombre, ella no ha querido herirte ¿no ves que está pasando por un mal de amores? –

-El día de la Inmaculada Concepción-

El día 8 de diciembre, festividad de la Inmaculada Concepción era un día grande en la capital hispalense y en la comunidad universitaria. En la plaza del Triunfo, las tunas de las diferentes facultades seguían haciendo la ofrenda floral al monumento de la Virgen para después, seguir deambulando por las calles y establecimientos céntricos cantando sus canciones de rondalla, en un ambiente festivo y alegre. Laura se acercó a ver a Elena, pues llevaba tiempo sin tener noticias de ella. Al verla, se dio cuenta de que su salud estaba deteriorada; tenía un aspecto de decaimiento y palidez que daba angustia. – Laura, porque no la sacas un poco y que le dé el aire e intenta que coma algo por favor – Le dijo la abuela de

Elena mientras le daba algo de dinero de su bolso. Esa tarde, el centro de la ciudad estaba tomado por estudiantes y estudiantinas, llenando tabernas, bodegas y casas de comidas. La alegría era desbordante entre ellos; la Navidad estaba próxima y la vuelta a casa para muchos se acercaba. Las dos, agarradas del brazo, pasearon entre la gente. Algunos estudiantes las piropeaban con gracia, otros eran más groseros y toscos. Se acercaron a un puesto de castañas asadas, hacía frío y Elena temblaba. - Venga, vamos a comer unas castañas calentitas para que nos calienten un poco el cuerpo, y luego iremos a tomar algo a “La Moneda” - le dijo Laura mientras el hombre del puesto formaba el cucurucho con papel de periódico para depositar las castañas calientes.

Al llegar a “La Moneda”, a duras penas pudieron traspasar la entrada; la aglomeración de jóvenes en el interior era colosal. Una tuna entonaba sus letrillas en el centro de un gran corro formado por jóvenes entusiastas. Al fondo, en una gran mesa, departían alegremente una veintena de compañeros y amigos de Laura. Se acercaron hasta el grupo y, acto seguido, algunos se levantaron para cederles los taburetes donde estaban sentados. Uno de ellos era José Luis, – por favor, Elena, acepta mi taburete –, le dijo, – no gracias, voy a pedir algo de bebida a la barra, ¿Qué quieres tomar Laura? –, le dijo a su amiga, – permite que al menos os invite, es lo menos que puedo hacer para que me disculpes por mi comportamiento, fui muy grosero el otro día -, insistió él con cara lastimosa, – no es necesario, ya estás perdonado –, – bueno al menos déjame que te ayude a traer la bebida a la mesa –. Elena cedió y se dirigieron donde estaba la barra sorteando a grupos de estudiantes. – Que va a ser –, le dijo el mozo de barra a Elena al llegar. – Dos “ligaillos”, por favor –, le respondió ella. El hombre puso dos vasos de caña en la barra, luego los llenó a partes iguales de vino blanco y moscatel. Elena sacó el dinero y pagó, mientras José Luis esperaba detrás de ella. Cuando terminó, cogió un vaso en cada mano y se dio la vuelta para que él, como prometió, los llevara hasta la mesa. Allí, delante de ella, estaba él, sonriendo cínicamente mientras ella le ofrecía los dos vasos. Pero sus manos no tomaron los vasos, sino que agarraron su cintura. – Y ahora querrás besarme por fin, sé que lo estas deseando –. Cuando llegó a Sevilla, un día en una conversación en el patio de la casa, su abuela le dijo, - Los hombres se creen superiores a nosotras en todo, ellos se sienten más listos, más fuertes y se otorgan derechos gratuitos. Los más atrevidos y groseros te cogen el culo por la espalda y otros, de frente, te agarran por la cintura para dominarte con fuerza buscando comerte la boca sin permiso. Si alguna vez te ocurre esto último, mantén la calma, sonríe mientras te muestras receptiva y mete una pierna entre la suyas, que se confíe, cuando estés en posición, levanta la rodilla suavemente y dale un toque en sus partes. Automáticamente sus garras se abrirán y te soltará, su cuerpo se separará instintivamente del tuyo y el mensaje habrá llegado a su destino –. Pero Elena, aquel día, solo recordó la mitad del consejo de su abuela y no tuvo paciencia. Él la tenía sujeta por la cintura y ella, con los dos vasos llenos en las manos, sonreía y se mostraba receptiva, acercándose poco a poco a su cuerpo. Cuando José Luis consideró que estaba suficientemente cerca, se dispuso a besarla y esta vez, pensó, no iba a ser en la mejilla; también sabía que desde la mesa sus amigotes los estaban observando. A punto de que sus labios se juntaran, Elena levantó su rodilla con toda la violencia que pudo imprimir hasta impactar en la entrepierna de él. Al instante, José Luis se dobló, se arrugó, cogiéndose sus partes y fue cayendo lentamente al suelo, retorciéndose de dolor. La gente, al verlo, formó un círculo, dejándolos a ellos dos en el centro, mientras Elena aún seguía sosteniendo los vasos llenos del “ligaíllo” en sus manos. Al verse observada por todos, quiso rematar su actuación vaciando el contenido de los vasos sobre aquel cuerpo doliente que seguía retorciéndose en el suelo. Después, como una exhalación, salió de allí corriendo y, como pudo, llegó a la casa de su abuela. Una semana después, la anciana llamó al médico de la familia, quien ordenó que ingresaran a Elena en su clínica por disentería.

 -La Feria de Sevilla de 1935-

El tiempo avanzó inexorablemente. El incienso de la Semana Santa había quedado atrás, pero el pertinaz perfume del azahar de los naranjos amargos seguía impregnando calles, plazas y callejuelas. La explosión de la primavera alcanzaba su último acto festivo en la ciudad antes de la llegada de la temida canícula. La Feria de Abril bullía en Sevilla. Era el viernes 26 de abril, el tercer día de fiesta, y a pesar del calor sofocante que apretaba sin piedad, la gente acudía en masa al Prado de San Sebastián, sedienta de diversión. Elena y Laura, ataviadas con sus trajes de flamenca, se dirigían paseando desde la casa de la abuela de Elena hacia el bullicioso recinto ferial. Durante el camino, Elena no pudo evitar desahogarse con Laura sobre el persistente acoso de aquel chico salmantino. – Pero, Elenita, ¡cualquier chica de Sevilla estaría dando saltos de alegría si José Luis la persiguiera así! ¡Ojú, hija, qué rara eres! –, le espetó sarcásticamente Laura, con su acento jerezano. Elena replicó, exasperada: – Pues yo no lo aguanto, no me gusta ¿qué quieres que te diga? Me parece un engreído. No hay forma de mantener una conversación seria, normal, sin que te meta mano. ¿Pero de qué va? ¡Ojalá no lo veamos! –. Laura, conociendo el fuerte carácter de su amiga, le advirtió: – Tú tranquila y no te sulfures, que te conozco. ¡Tienes un “pronto” muy malo! –. Esa tarde, la muchedumbre acudía en oleadas al recinto ferial, todos con ganas de olvidar las penurias y de dejar a un lado las penas y los quebrantos que les traía aquel tiempo convulso. Caballistas y carruajes daban un lustre especial a las calles de las casetas particulares, las de los barrios, asociaciones y comerciales. Las mujeres, elegantes y coloridas, lucían el traje típico de volantes, mientras que la mayoría de ellos vestían traje corto con botos para protegerse del omnipresente polvo del albero y tocados casi todos con sombreros de ala ancha. El aire, denso y cargado, traía consigo los olores inconfundibles de las heces y orines del ganado. Aunque las pituitarias ya familiarizadas los soportaban, y moscas y mosquitos zumbaban sin cesar, daba igual. El vino generoso y el reencuentro con familiares y amigos conseguían anestesiar los sentidos, sumergiéndolos en el auténtico espíritu de la Feria. Se bailaba, se bebía, se comía, pero sobre todo se presumía: de pasear del brazo de un hombre guapo o, en su caso, de una bella mujer; de ir montada en la grupa de una jaca jerezana o en un carruaje siendo observados por el público en general; de lucir lo último en vestidos de volantes; de entrar en las casetas particulares más exclusivas o de brillar bailando el baile típico, las sevillanas. Todo y todos eran un escaparate.

Su primer destino fue la Caseta del Ateneo, de la que los abuelos de ambas eran socios. Allí habían quedado con un grupo de amigos y también con los primos de Laura. Un grupo musical amenizaba la noche con sevillanas, fandangos y alegres tangos flamencos. Comieron algunos platillos de “pescaíto” frito con vino fino de Jerez e incluso, los más atrevidos se lanzaron a bailar unas sevillanas. Cuando el reloj marcaba las doce y media de la noche, Laura, con la intención de despistar a sus primos y al resto del grupo, propuso a Elena irse a otra caseta más animada. – Nosotras vamos a la caseta del Casino de San Bernardo, quiero ver a mis padres que están allí, no tardamos –, dijo Laura para disimular. Al salir de la caseta, la calle era un hervidero de gente. – Venga Elena, vamos a la de San Lorenzo, que allí hay muchos de mi curso a ver qué me cuentan de los exámenes finales –, sugirió Laura. Al llegar a la puerta, los vigilantes no las dejaron entrar. En ese momento, uno del grupo de "los guapos", que era cofrade de la hermandad, apareció. – Venga, chicas, pasad, que os invito a unos vinos –, dijo. El vigilante les permitió el paso gracias a dos invitaciones que el muchacho le entregó. Se sentaron alrededor de una mesa donde ya estaban bastantes compañeros de Laura, y les ofrecieron algo de beber. Elena pidió un calimocho y, mientras se lo traían, se dirigió a los baños, donde encontró una gran cola. Quince minutos después, al regresar, su vaso de calimocho ya estaba en la mesa. Vio que se había incorporado más gente a la reunión, entre ellos José Luis, quien, aunque lejos, la miraba con aquella media sonrisa que no podía soportar. Empezó a beber aquella mezcla que sabía muy mal y, de pronto, todo se nubló, su cabeza y sus pensamientos abandonaron su cuerpo, perdió el control y el conocimiento.

-La manifestación del poder y de la violencia del cobarde-

La despertó el repiqueteo de los cascos de los caballos que tiraban de los coches llevando gente que gritaba y hacían el gamberro, estaba claro que se retiraban a dormir la mona a sus casas. Se levantó a duras penas, dolorida, y al empezar a andar se dio cuenta de que le faltaba un zapato. Cuando se dispuso a quitarse el zapato restante, notó que tenía el vestido manchado de sangre y que le faltaban su ropa interior, sus bragas. Se acercó como pudo a una gran fuente para lavarse. Se limpió la sangre seca que le había bajado por las piernas y atenuó algunas manchas del vestido, luego trató de componerse un poco el pelo, cuando, sin provocarlo, un llanto desconsolado la invadió.  - Pero ¿cómo había llegado hasta aquel lugar?, ¿Qué le había pasado y porqué la habían dejado allí en ese estado? -, se preguntó; no recordaba nada. Giró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba en un bosque de grandes árboles, entre setos, reconoció enseguida que aquello era el Parque de María Luisa. Las lágrimas le caían solas, pero se dijo que tenía que reaccionar. Nadie la podía ver en ese estado, no quería pasar por lo que no era. Los primeros rayos de sol iluminaban ya las copas de los árboles más altos. Elena se levantó la falda para buscar el bolsillo secreto y ver si tenía dinero y la llave de la casa. Allí estaban, las sacó y las agarró con fuerza. Todavía aturdida y tambaleándose al andar, buscó orientarse. Entre la humillación, el abatimiento y los dolores trató de serenarse, respiró hondo y cogió aliento y ánimos. Lo más importante en ese momento era llegar, con los medios de que disponía, a casa de la abuela; después tendría tiempo para buscar explicaciones. Descalza y con un zapato en la mano, se dirigió al punto donde se tomaba el servicio de coches de caballos, cuando un carruaje que venía por su espalda se detuvo a su altura. – ¡¡¡Señorita, señorita!!!, ¿está usted bien? ¿Quiere que la lleve a su casa? –, le dijo el hombre del coche de caballos, un poco agitado con aspecto de ser gitano. – Sí, por favor, tenga usted piedad, me han... –, le dijo Elena sollozando. Al ver que ella no podía subir sola, el hombre bajó del carruaje y la ayudó. Elena le dio la dirección de la casa sollozando y, cuando llegaron, se dispuso a pagar. El cochero le dijo que no era nada. – Usted no me recuerda, señorita, pero anoche yo pude evitar este desastre. Esos salvajes me habían abordado por la tarde y me pagaron muy bien para que estuviera a la una en la puerta de la caseta de San Lorenzo para hacer un porte. La subieron al coche entre tres y después se quedó solo el tipo de la sonrisa. Avisé al muchacho que no hiciera nada feo, usted estaba muy mal, indefensa. Él me contestó que parara en el parque y que me fuera porque usted necesitaba tomar el aire, pero en el fondo yo sabía que no era así, le vi cómo le brillaban los ojos, cómo la miraba. Toda la noche he estado llevando gente a su casa, pero no podía dejar de pensar en usted, por eso antes de irme a dormir me he dado una vuelta por los jardines y, gracias a Dios y a mi Virgen, la he visto. Lo siento muchísimo, señorita –, le dijo el hombre, bastante afectado. – Muchas gracias, no se preocupe, saldré de esta –, respondió Elena. – Señorita, me llamo Antonio Romero, 'el Moscardón'. Reconocería a ese tipo debajo del agua. Si quiere denunciarlo, la ayudaré, se lo juro por mi Virgen Trianera –. El cochero se persignó tres veces y después besó su pulgar e índice en forma de cruz. El hombre bajó del coche y ayudó a Elena a bajar y también a abrir la puerta. – Muchas gracias, lo buscaré, algún día le pagaré el favor que me ha hecho –, dijo ella. Elena entró en la casa, se dirigió a su dormitorio, cogió ropa interior limpia y luego llenó la bañera con agua templada. Se metió, y cuando empezó a relajarse, creyó que

todo aquello había sido un mal sueño, pero cuando se tocó, empezó a llorar de nuevo desconsoladamente.

-La verdad no tiene puertas traseras-

Después del altercado en el Puerto de Santa María y viendo que Elena optó por el silencio, los padres de Laura se encerraron con ella en el despacho. Dos horas y media más tarde, sus rostros reflejaban la profunda consternación provocada por la aberración que Laura acababa de narrarles.

Laura no podía creer hasta dónde había llegado José Luis; jamás imaginó que fuera capaz de semejante atrocidad. Lo peor era que ella había sido utilizada para llevarla a cabo, y sabía que aquello tendría consecuencias que la afectarían directamente.

 A menudo, a Laura le resultaba difícil entender a Elena y, en el fondo, la envidiaba profundamente. Quizás aquella "broma" organizada por el grupo de "los guapos" serviría para bajarle los humos y destruir su halo de perfección. Discretamente, casi sin ser vista, Elena había capturado la atención de todos, especialmente la de José Luis, por quien ella, en secreto, estaba enamorada. Ahora, Laura se dio cuenta de cómo Elena, con su actitud, había atraído a José Luis y a muchos de sus adláteres. El rechazo de Elena y su carácter indómito habían alimentado una fijación maligna en José Luis. Él mismo diseñó su venganza, pero necesitaba cómplices. Nadie manejaba las voluntades ajenas como él: controlaba tanto a quienes le debían algo, por deudas o favores, como a los que lo seguían por simple idolatría. Aficionado al juego, había montado una apuesta clandestina entre su círculo más cercano, todos de la misma calaña. En juego estaba una cantidad considerable por la virginidad de Elena, y la prueba y el trofeo de la "conquista" sería su ropa interior manchada de sangre. Solo este grupo de apostadores conocía la verdadera monstruosidad que se pretendía; el resto creía que era solo una broma pesada y que Elena simplemente despertaría en los brazos del odiado José Luis.

Constantino, uno de los "guapos" del grupo, conocía a un estudiante de la Facultad de Ciencias que era tartamudo y, a ojos de las chicas, poco agraciado. La vida de este muchacho había cambiado gracias a un "narcótico opioide" de uso veterinario, empleado para calmar y dominar ganado de gran tamaño. Él había modificado el narcótico y lo había adaptado, probándolo en sí mismo. Con solo dos gotas en una bebida, dejaba a una persona inconsciente durante al menos cuatro horas, dependiendo de su volumen corporal. - Ahora las mozas no me ven tan feo, y les da igual que sea tartaja -, decía riéndose en las tabernas cuando contaba sus hazañas.

Laura actuaría como enlace, como ya lo había hecho el día de "La Moneda". Ahora, bastó un beso y un achuchón de José Luis para que sus negativas se doblegaran y su voluntad cayera en sus manos. Otro de los "guapos" había concertado con un coche de caballos la hora de recogida en la caseta. Fue él mismo quien le pidió el calimocho a Elena y, en el camino hasta la mesa, le añadió las dos gotas de aquel veneno dominador. El resto ya solo dependía de José Luis.

-La última pieza de la historia-

        Tras la gravedad de los hechos, los padres de Laura y ella misma se trasladaron a Sevilla. Lo primero que hicieron fue citarse con Don Fernando y Doña Elvira para comunicarles el resto de la verdad. Aquello provocó la ira instantánea de Don Fernando. Fuera de sí, dio una fuerte patada a una maceta, una aspidistra, que estaba al lado de un gran ventanal en casa de su madre. El tiesto de barro se hizo añicos y la tierra se esparció por el piso. Don Fernando nunca había soportado las dobleces ni la traición, y mucho menos en las personas donde se depositaba la confianza. —Lo siento, Don Fernando. Estamos avergonzados por el comportamiento tan desleal que ha tenido nuestra hija con Elena, nos sentimos abochornados —, dijo el padre de Laura. - Lo siento. La furia a veces me domina, no la puedo controlar. Sé que son unos padres honestos, y así nos lo habéis demostrado desde el primer momento —, respondió Don Fernando. Mientras tanto, Doña Elvira lloraba desconsoladamente sentada en un sillón. Don Miguel, primo de Don Fernando y conocedor de la situación, había informado al comisario Ezequiel del Cuerpo de Investigación y Vigilancia, un amigo personal, para que asistiera a la reunión entre los padres e informarles de los pasos a seguir. - Y Elena, ¿cómo está? -, se interesó la madre de Laura a Doña Elvira. - Pues de salud está bien. El médico nos dijo que tiene un poco de anemia y mentalmente, la veo fuerte y determinada, con las ideas muy claras para afrontar su futuro y de lo que halla de venir-, dijo Doña Elvira. - Entonces, Elena ¿está “encinta”? -, - Sí -, dijo Doña Elvira, mirándola fijamente.

 

CONTINUARÁ ...........

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