agosto 01, 2025

Miguel Ángel Moral Quero

 


El sueño del patriarca







(Relato histórico inspirado en hechos reales) 

El tiempo pasa, pero hay memorias que no entienden de relojes. A veces, cuando el sol se derrama sobre las lomas de la Sierra de Cabra y el aire baja limpio desde el Picacho, algunos ancianos del lugar aseguran que, si se guarda silencio, aún se puede escuchar una voz quebrada cantando por soleá a la Majarí Kalí. Y hay quienes juran que, en ciertas madrugadas de junio, las piedras del santuario parecen latir como un corazón emocionado.

Muchos ya no recuerdan quién fue José Córdoba Reyes. Pero Cabra, sin él, no sería la misma. Gitano cabal, hombre de palabra y de fe profunda, vivió con una idea fija en la cabeza: unir en una misma devoción a los gitanos y a los payos, a los del sur y a los del norte, a todos los hijos de la Virgen.

Todo empezó en 1967, cuando José fue invitado a una peregrinación internacional de gitanos en Pomezia, Italia. Allí, bajo la protección de la Iglesia, compartió rezos, cantares y sueños con miles de calés llegados de toda Europa. Conoció al Papa Pablo VI, a quien saludó con humildad, sintiéndose pequeño pero lleno de orgullo. "La más pobretica era nuestra expedición", contaba después, entre risas y con un brillo de ilusión en los ojos. Pero de aquel encuentro trajo algo más que recuerdos: trajo una visión.

A su regreso a Cabra, arropado por el alcalde Luis Cabello y con la firmeza de quien lleva una promesa en el alma, proclamó su idea: una romería para los gitanos de España, en honor a la Virgen de la Sierra. No como un gesto folclórico, sino como una expresión viva de fe, cultura y unidad.

Y así, en 1969, nació la Romería Nacional de Gitanos al Santuario de la Virgen de la Sierra. El cielo aquel día parecía más ancho. Subieron cientos, luego miles. Gitanos con flores en el pelo y guitarras al hombro. Payos con respeto. Niños que no entendían del todo qué ocurría, pero sabían que era importante.

En 1970, la romería adquirió carácter nacional. Desde entonces, año tras año, llegaron caravanas de toda España, algunos desde Francia, Alemania o Bélgica. Subían por los caminos de la Subbética con una mezcla de cansancio y esperanza, sabiendo que arriba, en lo alto, les esperaba la Madre.

El Pregón se convirtió en uno de los actos más emblemáticos. Allí, junto a las campanas del santuario, hablaban escritores, obispos, poetas y defensores del pueblo gitano: Juan de Dios Ramírez Heredia, Benítez Carrasco, Pedro Puente... Las palabras eran el inicio de la fiesta, pero también una oración.

Y luego llegaba la misa gitana. Emocionante, con la familia Córdoba cantando entre lágrimas, con guitarras en vez de órgano, con palmas como incienso. Aquella misa, estrenada en 1970, viajó luego a Roma, a Fátima, y a tantos santuarios que sintieron cómo la fe se podía expresar en compás de bulerías.

Cuando la Virgen salía en procesión, todo se volvía fuego. Camisas rasgadas, pañuelos al cielo, “pelaíllas” que volaban como lluvia de júbilo. Y entre jaleos y vivas, una alboreá se alzaba en su honor, como si toda la historia del pueblo gitano se condensara en ese canto ancestral que exalta la pureza, la entrega, el amor.

Durante décadas, la romería fue un fenómeno cultural y espiritual. La prensa hablaba de multitudes, la Junta de Andalucía la declaró Fiesta de Interés Turístico Nacional. Camarón cantó para Ella. También Antonio Mairena, El Lebrijano, Lole y Manuel, Fernanda y Bernarda, La Paquera, El Farruco, Enrique Montoya, Juanito Villar, Juana la del Revuelo… El santuario se convertía, por unas horas, en tablao sagrado.

Pero el tiempo no perdona. Desde los años 90, la romería comenzó a perder vigor. No por desamor, sino por transformación. Muchos gitanos abrazaron la fe evangélica de la Iglesia de Filadelfia. La veneración de imágenes quedó atrás para ellos, y la romería, que había sido cumbre de devoción católica, perdió parte de sus protagonistas.

José Córdoba lo veía con tristeza serena. Nunca juzgó. “Mientras crean en Dios, mi gente está salvada”, decía. Pero dentro de él, crecía un temor: que la romería que tanto le costó levantar desapareciera con el tiempo. Que lo que fue símbolo de unidad se desvaneciera en el olvido.

Falleció con esa inquietud en el alma, pero también con la paz serena de quien ha dejado una huella profunda. Porque su sueño —loco para algunos, sagrado para otros— se convirtió en historia viva.

Hoy, cuando alguien sube al santuario y deja que el viento le hable entre las piedras, puede imaginar a José allí, sentado en una roca, con el bastón apoyado en las rodillas y los ojos entrecerrados, como quien escucha algo que no todos pueden oír. Quizá una alboreá lejana. Quizá el eco de una plegaria. Quizá su propio corazón, que aún late en cada romero que sube con fe.

Y entonces, por un instante, se entiende todo: que aquel sueño no fue solo de un patriarca, sino de un pueblo entero que encontró en la Virgen de la Sierra un hogar común.

Que la romería, aunque ya desaparecida, sigue viva en la memoria, en la sangre, en el alma..

Porque hay sueños que no mueren. Y hay hombres que, al soñar por todos, se convierten en eternos.

Y mientras haya quien recuerde, quien rece, quien mire al cielo buscando su estela... la romería no habrá acabado.

Porque algunos caminos no se andan con los pies, sino con el corazón.


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