El sueño del patriarca
(Relato histórico inspirado en hechos reales)
El tiempo pasa, pero hay memorias que no entienden de
relojes. A veces, cuando el sol se derrama sobre las lomas de la Sierra de
Cabra y el aire baja limpio desde el Picacho, algunos ancianos del lugar
aseguran que, si se guarda silencio, aún se puede escuchar una voz quebrada
cantando por soleá a la Majarí Kalí. Y hay quienes juran que, en ciertas
madrugadas de junio, las piedras del santuario parecen latir como un corazón
emocionado.
Muchos ya no recuerdan quién fue José Córdoba Reyes. Pero
Cabra, sin él, no sería la misma. Gitano cabal, hombre de palabra y de fe
profunda, vivió con una idea fija en la cabeza: unir en una misma devoción a
los gitanos y a los payos, a los del sur y a los del norte, a todos los hijos
de la Virgen.
Todo empezó en 1967, cuando José fue invitado a una
peregrinación internacional de gitanos en Pomezia, Italia. Allí, bajo la
protección de la Iglesia, compartió rezos, cantares y sueños con miles de calés
llegados de toda Europa. Conoció al Papa Pablo VI, a quien saludó con humildad,
sintiéndose pequeño pero lleno de orgullo. "La más pobretica era nuestra
expedición", contaba después, entre risas y con un brillo de ilusión en
los ojos. Pero de aquel encuentro trajo algo más que recuerdos: trajo una
visión.
A su regreso a Cabra, arropado por el alcalde Luis Cabello y
con la firmeza de quien lleva una promesa en el alma, proclamó su idea: una
romería para los gitanos de España, en honor a la Virgen de la Sierra. No como
un gesto folclórico, sino como una expresión viva de fe, cultura y unidad.
Y así, en 1969, nació la Romería Nacional de Gitanos al
Santuario de la Virgen de la Sierra. El cielo aquel día parecía más ancho.
Subieron cientos, luego miles. Gitanos con flores en el pelo y guitarras al
hombro. Payos con respeto. Niños que no entendían del todo qué ocurría, pero
sabían que era importante.
En 1970, la romería adquirió carácter nacional. Desde
entonces, año tras año, llegaron caravanas de toda España, algunos desde
Francia, Alemania o Bélgica. Subían por los
El Pregón se convirtió en uno de los actos más emblemáticos.
Allí, junto a las campanas del santuario, hablaban escritores, obispos, poetas
y defensores del pueblo gitano: Juan de Dios Ramírez Heredia, Benítez Carrasco,
Pedro Puente... Las palabras eran el inicio de la fiesta, pero también una
oración.
Y luego llegaba la misa gitana. Emocionante, con la familia
Córdoba cantando entre lágrimas, con guitarras en vez de órgano, con palmas
como incienso. Aquella misa, estrenada en 1970, viajó luego a Roma, a Fátima, y
a tantos santuarios que sintieron cómo la fe se podía expresar en compás de
bulerías.
Cuando la Virgen salía en procesión, todo se volvía fuego.
Camisas rasgadas, pañuelos al cielo, “pelaíllas” que volaban como lluvia de
júbilo. Y entre jaleos y vivas, una alboreá se alzaba en su honor, como si toda
la historia del pueblo gitano se condensara en ese canto ancestral que exalta
la pureza, la entrega, el amor.
Durante décadas, la romería fue un fenómeno cultural y
espiritual. La prensa hablaba de multitudes, la Junta de Andalucía la declaró
Fiesta de Interés Turístico Nacional. Camarón cantó para Ella. También Antonio
Mairena, El Lebrijano, Lole y Manuel, Fernanda y Bernarda, La Paquera, El Farruco,
Enrique Montoya, Juanito Villar, Juana la del Revuelo… El santuario se
convertía, por unas horas, en tablao sagrado.
Pero el tiempo no perdona. Desde los años 90, la romería
comenzó a perder vigor. No por desamor, sino por transformación. Muchos gitanos
abrazaron la fe evangélica de la Iglesia de Filadelfia. La veneración de
imágenes quedó atrás para ellos, y la romería, que había sido cumbre de
devoción católica, perdió parte de sus protagonistas.
José Córdoba lo veía con tristeza serena. Nunca juzgó. “Mientras
crean en Dios, mi gente está salvada”, decía. Pero dentro de él, crecía un
temor: que la romería que tanto le costó levantar desapareciera con el tiempo.
Que lo que fue símbolo de unidad se desvaneciera en el olvido.
Falleció con esa inquietud en el alma, pero también con la
paz serena de quien ha dejado una huella profunda. Porque su sueño —loco para
algunos, sagrado para otros— se convirtió en historia viva.
Hoy, cuando alguien sube al santuario y deja que el viento le
hable entre las piedras, puede imaginar a José allí, sentado en una roca, con
el bastón apoyado en las rodillas y los ojos entrecerrados, como quien escucha
algo que no todos pueden oír. Quizá una alboreá lejana. Quizá el eco de una
plegaria. Quizá su propio corazón, que aún late en cada romero que sube con fe.
Y entonces, por un instante, se entiende todo: que aquel
sueño no fue solo de un patriarca, sino de un pueblo entero que encontró en la
Virgen de la Sierra un hogar común.
Que la romería, aunque ya desaparecida, sigue viva en la
memoria, en la sangre, en el alma..
Porque hay sueños que no mueren. Y hay hombres que, al soñar
por todos, se convierten en eternos.
Y mientras haya quien recuerde, quien rece, quien mire al
cielo buscando su estela... la romería no habrá acabado.
Porque algunos caminos no se andan con los pies, sino con el
corazón.
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