Borracho por soledad
Un día cualquiera, en cualquier lugar, sin más compañía que su soledad, caminaba errático, perdido su rumbo. Buscaba a qué aferrarse para no perderse en la barra de alguno de los muchos bares que proliferaban en ese lugar. Sin remedio, acababa en un tétrico bar, siempre ebrio, cantando mal que bien o recitando poemas que solía transcribir en una servilleta antes de que el alcohol tomase posesión de sí mismo.
Jamás se metía en
problemas. Solo bebía y bebía. Le costeaban su bebida a cambio de que cantase.
Los parroquianos habituales de ese sitio —gente burda, chabacana e insensible—
pagaban otra ronda si, además, la siguiente copa se la bebía de un solo trago.
Y vuelta a empezar: consumía, cantaba, le vitoreaban y le abonaban un nuevo
vaso de vino blanco, el único licor que tragaba.
Era la primera vez
que entré en ese bar. Quizás no fue por error; andaba perdido. Sería la última,
porque fue como si me viese a mí mismo. Lo cierto es que me impresionó
sobremanera verle allí, rodeado de unos cuantos energúmenos que parecían
disfrutar viendo cómo ese hombre se hundía más y más en la borrachera,
perdiendo todo sentido del decoro. Mi confusión se disipó al momento. No quería
acabar así. Por lo tanto, en mi lucidez, tomé conciencia de que podría ser yo
ese patético hombre que era la diversión diaria en ese tugurio. Estaba
dispuesto a rescatarle a toda costa.
Sosegado mi
espíritu, respiré profundamente, como para tomar fuerzas. El olor hediondo del
lugar carraspeó mi garganta y un golpe de tos casi me hizo vomitar. Por suerte,
nadie se percató de mi presencia: toda la atención estaba en ese pobre hombre
que ahora recitaba con voz quebrada:
inspiran dulzura.
Tus ojos, mujer, me miran
llenos de amargura.
Y ahora o sé
que perderte fue mi locura.
ni hallo la cura.
Vago sin rumbo,
sin paz, sin soltura.
Busco tus ojos,
el rastro de ayer,
y en tus labios de miel
un instante de dulzura.
Ahora lo sé
perderte fue
lo peor que....
me pudo suceder.
Por un momento
quedé anonadado. Estaba claro que ese tipo no era de la misma pasta que los que
le jaleaban. Ciertamente, su deterioro físico y hasta su vestimenta podrían
hacerle pasar por alguno de ellos, pero ni muchísimo menos. Esos memos que lo
utilizaban como diversión ni siquiera se conmovieron con esas rimas.
Ya en la barra del
bar, procuré estar lo más próximo a él. Quería indagar por qué había acabado
así. Pasaron casi dos horas de cante y poemas hasta que se fueron marchando los
que le animaban. Solo quedamos él y yo en la barra. Fue entonces cuando me
atreví a preguntarle:
—¿Cómo ha terminado así?
Inmediatamente lamenté haberlo hecho. Esperaba una contestación tan grosera como mi pregunta, pero sorprendentemente, con una voz casi gutural, respondió:
—La vida, señor.
El camarero se acercó rápidamente a nosotros y me preguntó si me estaba molestando. Y la verdad, a mí me molestó la pregunta de ese tipo tan rústico como sus asiduos. Había ignorado totalmente a ese pobre hombre, dándome a mí una categoría que, en esos momentos, dudaba si quizá el que había hecho de bufón no fuera el más hidalgo de los tres allí presentes.
Rápidamente le dije que no, que era yo quien había pretendido entablar conversación con él. El camarero rio socarronamente, mostrando unos sucios dientes, así como una notable falta de piezas dentales, para añadir:
—Éste es un borrachín que su mujer dejó por causa de la bebida, y desde entonces este es su único oficio.
Luego me preguntó si llenaba mi copa, que ya estaba casi vacía. Asentí y se alejó a buscar la botella del rioja que le había pedido.
—¿Me invita a una copa, señor?
Su voz me sacó de mi abstracción. Le dije mi nombre, indicándole que no me llamase "señor", y le pregunté el suyo.
—Juan, me llamo Juan —me respondió.
—¿Está seguro de que quiere tomar otra copa? ¿Ha cenado? —le pregunté.
Negando con la cabeza, tomé una decisión de la cual estaba seguro que no habría de arrepentirme.
Pagué mis copas, aunque no tomé la última que me traían. Quería salir rápidamente de ese sucio antro y cenar con Juan en un sitio menos infecto que aquel.
Al principio me costó que hablase. Estaba en guardia, como si no se fiase o temiese abrirse en demasía. Sin duda, la copiosa cena que había pedido, pues tenía apetito, fue borrando los vahos del alcohol consumido, y poco a poco fue hablando:
—Un día cualquiera, en cualquier lugar, sin más compañía que su soledad, caminaba errático, perdido su rumbo. Fue a parar a ese lugar…
Donde tan solo por una noche se dejó rescatar. Lamentablemente, Juan no pertenece a ese sitio, pero ya es parte indisoluble de él.
FIN
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