agosto 01, 2024

Ángeles Espejo Cañete (Salambó)

 


Crimen en Cerro Moreno





Hacía poco que había terminado mi carrera de periodismo y estaba deseando de escribir mi primer artículo, pero no sabía sobre lo que escribir. Cuando una noche que me encontraba en una taberna, tomándome una cerveza, entro por las puertas del local un amigo mío, andaba como loco buscándome, pues le contaron sobre un crimen ocurrido algunos años atrás en un cortijo en el término municipal de Cabra.

Esto ocurrió en el año 1929-30, me puse a buscar información sobre el hecho y la verdad que encontré muy poco sobre el caso, con lo cual me puse a preguntar si quedaba algún testigo vivo que supiera del asesinato y me confirmaron que quedaba alguien que vivió el acontecimiento, muy de cerca, se trataba del médico que había en aquel tiempo en la ciudad, pero que ya no vivía en Cabra, así que cogí el autobús y haya que me fui a buscarlo, era mi oportunidad...

Cerro Moreno se encuentra en el camino a Nueva Carteya. Allí había ocho cortijos, el más importante era el de Francisco Gálvez Espinosa, de 41 años. El cortijo se encontraba en lo alto del cerro, no era fácil llegar hasta él.

Francisco siempre fue un hombre muy trabajador, ahorró bastante, su familia le ayudó para adquirir ese cortijo. Tuvo la idea de plantar olivos y los demás lo siguieron, el negocio les salió bien y para cuando sucedieron los hechos no tenía problema económico alguno.

La base era su mujer, Isabel Moreno Castillo, entonces de 34 años, una mujer fuerte, guapa, de grandes ojos negros. En los dos primeros partos, fue asistida por el médico de Cabra, ya en el tercero, no pudo ir el mismo y la asistió su amiga Carmen Púa.

El juez José Pérez, viejo conocido y amigo del médico, le pidió que fuera a la cárcel a hablar con la presa, para poder valorar si había base para pedir un informe psiquiátrico.

Isabel no soltaba prenda de por qué había hecho lo que hizo y nadie podía imaginar que le había pasado por la cabeza para acuchillar así a Dulcenombre. Debido a aquella petición el médico acudió a la cárcel de Cabra varias tardes consecutivas, se sentaba con ella en el calabozo.

Le costó hablar pero finalmente lo hizo, contó al médico su versión de los hechos. El doctor, creyó a pies juntillas que con él, fue sincera. Un médico mayor, como era por aquel entonces aquel señor, alguien a quien había confiado sus dos primeros partos.

El médico me contó que la vio llorar, incluso balbucear que se arrepentía de lo hecho y luego volver a derramar lágrimas y lamentarse por la suerte de sus hijos, su gran preocupación. El doctor se limitó a escucharla, indagar porque lo hizo, que había detrás de aquel crimen incomprensible. Había visto muchas cosas a lo largo de su carrera: torceduras, roturas de huesos, cortes en brazos y piernas, decía: recuerdo aquel jornalero que trabajando en una era se clavó una horca en un pie, mujeres que murieron por sobreparto, auténticas chiquillas aún. Pero las heridas que vio en Dulcenombre no eran fáciles de olvidar: cuchilladas en brazos y piernas, en la espalda y sobre todo, esa tan tremenda que casi le separó la cabeza del cuerpo, seccionando la carótida, la yugular.

La verdad es que le fue difícil pero el mismo se imponía el deber de comprenderla, de saber la causa de su crimen, sólo ella podía saberlo. El juez le preguntaba cada noche: ¿qué te parece, eh Manuel? ¿Está loca o no está loca?

Tenía razón y motivo, otra cosa es que fueran fruto de su imaginación, o quizás no, no era él capaz de averiguar qué había de verdad y de fantasía en sus declaraciones. “Ojalá hubiera enloquecido murmuraba, así sería más fácil de admitir lo que ha hecho “

Los primeros días de su detención fueron difíciles, además su madre iba comentando por ahí que ojalá también hubiera matado a su marido y la gente no se lo perdonó. Recuerdo aquel sábado, vi un tumulto que se dirigía a la cárcel y lo seguí, alarmado. Iban gritando contra Isabel, empezaron arremolinarse en torno a su madre, que le llevaba el almuerzo al calabozo. Hubo insultos, empujones. La anciana estaba lívida. Algunos intentaron calmar a la gente pero fue inútil. ¡Asesinas! Gritaban exaltados. Hasta que no intervino la guardia municipal aquello parecía que iba a terminal mal la pobre señora que lloraba sin rebozo, despeinada, la cesta y la comida que llevaba a su hija por el suelo.

Había tardes en que pasaban bastante rato callados y luego se arrancaba a hablar, siempre repitiendo lo mismo, que ella no tenía toda la culpa, que su marido lo había provocado todo, que sus hijos ahora crecerían sin ella. Don Manuel esperaba el milagro de que sintiera lástima de su víctima, tan joven, tan bonita, su vida acabada con apenas 19 años.

El doctor decía no llegar a conocerla porque apenas estuvo con ellos cuatro meses, pero todo el mundo hablaba bien de su alegría, que era gustosa de jarana, que cantaba a menudo, una muchacha de gran hermosura, eso comprobó también frente a su cadáver. “María era buena, alegre, cariñosa “le dijo Francisco, que la llamaba por su primer nombre, “cantando era un pájaro suelto de estos campos “

Me va a disculpar. A medida que me hago viejo tiendo a hablar y hablar sin medida, tengo pocas oportunidades para hacerlo y ha sido usted tan amable de escucharme sin interrumpirme… Me pidió toda la historia que yo conociera y le estoy contando las cosas de manera desordenada. Eso es porque mi cabeza ya todo lo confunde: lo pasado antes y después, el crimen y los partos de Isabel, lo que me contaron de Francisco y lo que sucedió. Narraré la historia tal como empezó, en el momento en que el crimen que había de suceder veinte años después era algo inimaginable.

Francisco Gálvez nació en 1886 en Montilla, provincia de Córdoba. Fue un joven trabajador, inteligente, también amante de fiestas, emborracharse de vez en cuando, bailar en las verbenas, ir con los amigos. Le gustaron mucho las mujeres y él les gustaba a ellas por su desparpajo, su simpatía.

Cuando hablé con él después del crimen, era una sombra, miraba al suelo todo el rato, murmuraba más que hablaba, de manera que tuve que hacerle repetir las cosas que me dijo. De repente se irritaba y no había manera de sacarle nada más.

Estuvo a punto de pegarme en cierta ocasión, cuando me atreví a preguntarle. ¿Crees tener culpa en todo lo que ha pasado? Me miró con icono, se levantó airado y se metió para dentro de su casa. No volví a hablar con él.

Conoció a una muchacha, Juana Parrado Rodríguez, menor de edad por entonces, unos dieciséis años. Empezaron a verlos juntos y estuvieron casi un año. Hubo algunas desavenencias pero no fueron importantes, todos los novios se enfadan en alguna ocasión. A las pocas semanas de separarse ya se les veía bailando bien agarrados en alguna fiesta de un pueblo cercano o paseando juntos por los caminos del pueblo de ella, Castro del Rio, donde el muchacho acudía a menudo.

Los amigos de Francisco empezaron a contarle cosas: que la habían visto con otros, que alguien la había sorprendido en una era por la tarde. Ella negaba, le decía que todo eran murmuraciones de gente envidiosa.

Francisco no estaba convencido. Discutieron. Quizás le dijera: “Júrame que no haces con otros lo que conmigo” y ella lloraría y juraría, vete a saber, sin conseguir quitarle de la cabeza esos negros pensamientos. Francisco se espantó cuando ella le comunicó que estaba preñada. Lo cierto es que se separaron y ocho meses después Juana dio a luz una niña a la que llamaría María del Dulcenombre Rodríguez Parrado.

Francisco Gálvez no quiso reconocerla. Esa chica estaba marcada de por vida, no podía aspirar a un casamiento honroso ni aun muchacho de cierta valía. De ahí la obsesión de su madre porque Francisco la reconociera. Yo creo por lo que demostró después, que éste sabía perfectamente que aquella niña era hija suya. Lo sabía pero no quiso ser honrado con la muchacha que además de madre soltera, tenía que cargar con una hija tan deshonrada como ella. Juana incluso le demandó por estupro, relación con una menor y él tuvo que sentarse en el banquillo durante el juicio para allí afirmar con rotundidad que la niña no era hija suya ni podía serlo. No quería cargar con ella ni con su madre.

Después de aquello la vida de ambos tomó rumbos distintos. Ella terminaría casándose, a pesar de sus condiciones y tendría otros hijos aunque Dulcenombre siempre fue su favorita, la niña de sus ojos. Por su parte Francisco se casaría en su pueblo natal, Montilla, pero su mujer moriría joven, de sobreparto tras tener un niño llamado José que nació en 1914.

Entonces este hombre se acordaría de aquel primer amor que tuvo. No podía plantear nada con Juana porque ella ya estaba casada, pero resolvió visitar alguna vez a la que sabía que era su hija, por entonces una niña de poco más de siete años. Le llevaba regalitos, algún vestido apropiado. Juana consentía porque no era una mujer rencorosa, deseando que Francisco le diera a la cría sus apellidos.

Al cabo de poco tiempo, Francisco entabló relación con una muchacha de Zambra, una aldea casi perdida. Isabel Moreno era atractiva, a pesar de que resultaba alta, grande, fuerte y enérgica. Se casaron en 1917, cuando contaba 31 años de edad y ella 22. 

Hay una frase que dijo ante el juez y éste me refirió. Me parece una de las claves para entender el crimen. La frase fue, hablando de su hija Dulcenombre: Mi mujer no sabía comprenderla. No podían entenderse. Mi hija se había educado en Castro del Rio. Mi mujer era muy distinta, casi varonil. Siempre lo fue.

Por entonces, era una muchacha hermosa, femenina. Lo que sucede es que no cantaba como un pájaro en los campos egabrenses, ni sabía recitar coplillas, ni sonreía con picardía, como sí le sucedía a la hija de Francisco. Lo que estaba diciendo Francisco con su frase es que su mujer era una inculta frente a la hija del primero, educada y amable. Eso le hacía parecer a Isabel rústica, descuidada, zafia y algo bruta, dominante como lo son algunas mujeres de campo.

Pasó el tiempo, Francisco ya había adquirido el cortijo de Cerro Moreno, empezaba a plantar olivos con buen resultado y le empezaron a nacer hijos: Antonio en 1918, María del Dulcenombre en 1921, Remedios en 1923 y Natividad en 1926. Yo asistí al parto de la primera y segunda niña, el primero por auténtica casualidad, ya que andaba atendiendo a un mulo en la zona y la segunda por confianza que me tuvo tras el parto anterior.

Isabel mintió en el juicio, estoy convencido. A mí me dijo cosas bien distintas cuando hablamos en la cárcel, sin abogados, ni jueces delante, recién sucedió el crimen. Un año después y bien asesorada por su abogado, ese tal Ricardo Belmonte. Los hechos cambiaron, la situación era distinta, allí afirmó desconocer por completo la existencia de esa hija de su marido hasta que la tuvo en casa.

La madre Juana Parrado afirmo todo lo contrario. Según ella, tanto Francisco como la propia Isabel estuvieron varias veces en su casa ofreciéndole muchas cosas para que consintiera en que Dulcenombre fuera a vivir con ellos: dinero, darle finalmente los apellidos, incluso buscarle un casamiento ventajoso.

Incluso afirmó que, cuando la chica estuvo cerca de Cerro Moreno en la recogida de la aceituna, el año anterior, la propia Isabel la había visitado llevándole comida y algunos regalos. Isabel me dijo otra cosa, algo intermedio. Supo por su marido que existía esa hija ya mayorcita y las circunstancias en que la tuvo. Su marido le propuso que fuera a vivir con ellos como una hija más, “para ayudar en casa y con los hijos pequeños “

Isabel le dijo que sí pero deseaba ver a la chica primero, de manera que fueron a Castro del Rio. Según me dijo, no vio a su madre, que prefirió ausentarse, pero que Dulcenombre le pareció bien. Cuando fue a verla a la recogida de la aceituna, vio además a la chica trabajadora que no le hacía ascos a remangarse y sudar la gota gorda bajo el sol de la tierra. De manera que dio su consentimiento y por ello el 24 de Junio de 1927, la chica se mudó con ellos.

CONTINUARÁ …………..

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