Crimen en Cerro Moreno
Hacía poco que había terminado mi
carrera de periodismo y estaba deseando de escribir mi primer artículo, pero no
sabía sobre lo que escribir. Cuando una noche que me encontraba en una taberna,
tomándome una cerveza, entro por las puertas del local un amigo mío, andaba
como loco buscándome, pues le contaron sobre un crimen ocurrido algunos años
atrás en un cortijo en el término municipal de Cabra.
Esto ocurrió en el año 1929-30,
me puse a buscar información sobre el hecho y la verdad que encontré muy poco sobre
el caso, con lo cual me puse a preguntar si quedaba algún testigo vivo que
supiera del asesinato y me confirmaron que quedaba alguien que vivió el
acontecimiento, muy de cerca, se trataba del médico que había en aquel tiempo
en la ciudad, pero que ya no vivía en Cabra, así que cogí el autobús y haya que
me fui a buscarlo, era mi oportunidad...
Cerro Moreno se encuentra en el
camino a Nueva Carteya. Allí había ocho cortijos, el más importante era el de
Francisco Gálvez Espinosa, de 41 años. El cortijo se encontraba en lo alto del
cerro, no era fácil llegar hasta él.
Francisco siempre fue un hombre
muy trabajador, ahorró bastante, su familia le ayudó para adquirir ese cortijo.
Tuvo la idea de plantar olivos y los demás lo siguieron, el negocio les salió
bien y para cuando sucedieron los hechos no tenía problema económico alguno.
La base era su mujer, Isabel
Moreno Castillo, entonces de 34 años, una mujer fuerte, guapa, de grandes ojos
negros. En los dos primeros partos, fue asistida por el médico de Cabra, ya en
el tercero, no pudo ir el mismo y la asistió su amiga Carmen Púa.
El juez José Pérez, viejo
conocido y amigo del médico, le pidió que fuera a la cárcel a hablar con la
presa, para poder valorar si había base para pedir un informe psiquiátrico.
Isabel no soltaba prenda de por
qué había hecho lo que hizo y nadie podía imaginar que le había pasado por la
cabeza para acuchillar así a Dulcenombre. Debido a aquella petición el médico
acudió a la cárcel de Cabra varias tardes consecutivas, se sentaba con ella en
el calabozo.
Le costó hablar pero finalmente
lo hizo, contó al médico su versión de los hechos. El doctor, creyó a pies
juntillas que con él, fue sincera. Un médico mayor, como era por aquel entonces
aquel señor, alguien a quien había confiado sus dos primeros partos.
El médico me contó que la vio
llorar, incluso balbucear que se arrepentía de lo hecho y luego volver a
derramar lágrimas y lamentarse por la suerte de sus hijos, su gran
preocupación. El doctor se limitó a escucharla, indagar porque lo hizo, que
había detrás de aquel crimen incomprensible. Había visto muchas cosas a lo
largo de su carrera: torceduras, roturas de huesos, cortes en brazos
La verdad es que le fue difícil
pero el mismo se imponía el deber de comprenderla, de saber la causa de su
crimen, sólo ella podía saberlo. El juez le preguntaba cada noche: ¿qué te
parece, eh Manuel? ¿Está loca o no está loca?
Tenía razón y motivo, otra cosa
es que fueran fruto de su imaginación, o quizás no, no era él capaz de
averiguar qué había de verdad y de fantasía en sus declaraciones. “Ojalá
hubiera enloquecido murmuraba, así sería más fácil de admitir lo que ha hecho “
Los primeros días de su detención
fueron difíciles, además su madre iba comentando por ahí que ojalá también
hubiera matado a su marido y la gente no se lo perdonó. Recuerdo aquel sábado,
vi un tumulto que se dirigía a la cárcel y lo seguí, alarmado. Iban gritando
contra Isabel, empezaron arremolinarse en torno a su madre, que le llevaba el
almuerzo al calabozo. Hubo insultos, empujones. La anciana estaba lívida.
Algunos intentaron calmar a la gente pero fue inútil. ¡Asesinas! Gritaban
exaltados. Hasta que no intervino la guardia municipal aquello parecía que iba
a terminal mal la pobre señora que lloraba sin rebozo, despeinada, la cesta y
la comida que llevaba a su hija por el suelo.
Había tardes en que pasaban
bastante rato callados y luego se arrancaba a hablar, siempre repitiendo lo
mismo, que ella no tenía toda la culpa, que su marido lo había provocado todo,
que sus hijos ahora crecerían sin ella. Don Manuel esperaba el milagro de que
sintiera lástima de su víctima, tan joven, tan bonita, su vida acabada con
apenas 19 años.
El doctor decía no llegar a
conocerla porque apenas estuvo con ellos cuatro meses, pero todo el mundo
hablaba bien de su alegría, que era gustosa de jarana, que cantaba a menudo,
una muchacha de gran hermosura, eso comprobó también frente a su cadáver. “María
era buena, alegre, cariñosa “le dijo Francisco, que la llamaba por su primer
nombre, “cantando era un pájaro suelto de estos campos “
Me va a disculpar. A medida que
me hago viejo tiendo a hablar y hablar sin medida, tengo pocas oportunidades
para hacerlo y ha sido usted tan amable de escucharme sin interrumpirme… Me
pidió toda la historia que yo conociera y le estoy contando las cosas de manera
desordenada. Eso es porque mi cabeza ya todo lo confunde: lo pasado antes y
después, el crimen y los partos de Isabel, lo que me contaron de Francisco y lo
que sucedió. Narraré la historia tal como empezó, en el momento en que el
crimen que había de suceder veinte años después era algo inimaginable.
Francisco Gálvez nació en 1886 en Montilla, provincia de Córdoba. Fue un joven trabajador, inteligente, también amante de fiestas, emborracharse de vez en cuando, bailar en las verbenas, ir con los amigos. Le gustaron mucho las mujeres y él les gustaba a ellas por su desparpajo, su simpatía.
Cuando hablé con él después del
crimen, era una sombra, miraba al suelo todo el rato, murmuraba más que
hablaba, de manera que tuve que hacerle repetir las cosas que me dijo. De
repente se irritaba y no había manera de sacarle nada más.
Estuvo a punto de pegarme en
cierta ocasión, cuando me atreví a preguntarle. ¿Crees tener culpa en todo lo
que ha pasado? Me miró con icono, se levantó airado y se metió para dentro de
su casa. No volví a hablar con él.
Conoció a una muchacha, Juana
Parrado Rodríguez, menor de edad por entonces, unos dieciséis años. Empezaron a
verlos juntos y estuvieron casi un año. Hubo algunas desavenencias pero no
fueron importantes, todos los novios se enfadan en alguna ocasión. A las pocas
semanas de separarse ya se les veía bailando bien agarrados en alguna fiesta de
un pueblo cercano o paseando juntos por los caminos del pueblo de ella, Castro
del Rio, donde el muchacho acudía a menudo.
Los amigos de Francisco empezaron
a contarle cosas: que la habían visto con otros, que alguien la había sorprendido
en una era por la tarde. Ella negaba, le decía que todo eran murmuraciones de
gente envidiosa.
Francisco no estaba convencido.
Discutieron. Quizás le dijera: “Júrame que no haces con otros lo que conmigo” y
ella lloraría y juraría, vete a saber, sin conseguir quitarle de la cabeza esos
negros pensamientos. Francisco se espantó cuando ella le comunicó que estaba
preñada. Lo cierto es que se separaron y ocho meses después Juana dio a luz una
niña a la que llamaría María del Dulcenombre Rodríguez Parrado.
Francisco Gálvez no quiso
reconocerla. Esa chica estaba marcada de por vida, no podía aspirar a un
casamiento honroso ni aun muchacho de cierta valía. De ahí la obsesión de su
madre porque Francisco la reconociera. Yo creo por lo que demostró después, que
éste sabía perfectamente que aquella niña era hija suya. Lo sabía pero no quiso
ser honrado con la muchacha que además de madre soltera, tenía que cargar con
una hija tan deshonrada como ella. Juana incluso le demandó por estupro,
relación con una menor y él tuvo que sentarse en el banquillo durante el juicio
para allí afirmar con rotundidad que la niña no era hija suya ni podía serlo.
No quería cargar con ella ni con su madre.
Después de aquello la vida de
ambos tomó rumbos distintos. Ella terminaría casándose, a pesar de sus
condiciones y tendría otros hijos aunque Dulcenombre siempre fue su favorita,
la niña de sus ojos. Por su parte Francisco se casaría en su pueblo natal,
Montilla, pero su mujer moriría joven, de sobreparto tras tener un niño llamado
José que nació en 1914.
Entonces este hombre se acordaría
de aquel primer amor que tuvo. No podía plantear nada con Juana porque ella ya
estaba casada, pero resolvió visitar alguna vez a la que sabía que era su hija,
por entonces una niña de poco más de siete años. Le llevaba regalitos, algún
vestido apropiado. Juana consentía porque no era una mujer rencorosa, deseando
que Francisco le diera a la cría sus apellidos.
Al cabo de poco tiempo, Francisco
entabló relación con una muchacha de Zambra, una aldea casi perdida. Isabel
Moreno era atractiva, a pesar de que resultaba alta, grande, fuerte y enérgica.
Se casaron en 1917, cuando contaba 31 años de edad y ella 22.
Hay una frase que dijo ante el
juez y éste me refirió. Me parece una de las claves para entender el crimen. La
frase fue, hablando de su hija Dulcenombre: Mi mujer no sabía comprenderla. No
podían entenderse. Mi hija se había educado en Castro del Rio. Mi mujer era muy
distinta, casi varonil. Siempre lo fue.
Por entonces, era una muchacha
hermosa, femenina. Lo que sucede es que no cantaba como un pájaro en los campos
egabrenses, ni sabía recitar coplillas, ni sonreía con picardía, como sí le
sucedía a la hija de Francisco. Lo que estaba diciendo Francisco con su frase
es que su mujer era una inculta frente a la hija del primero, educada y amable.
Eso le hacía parecer a Isabel rústica, descuidada, zafia y algo bruta,
dominante como lo son algunas mujeres de campo.
Pasó el tiempo, Francisco ya
había adquirido el cortijo de Cerro Moreno, empezaba a plantar olivos con buen
resultado y le empezaron a nacer hijos: Antonio en 1918, María del Dulcenombre
en 1921, Remedios en 1923 y Natividad en 1926. Yo asistí al parto de la primera
y segunda niña, el primero por auténtica casualidad, ya que andaba atendiendo a
un mulo en la zona y la segunda por confianza que me tuvo tras el parto
anterior.
Isabel mintió en el juicio, estoy
convencido. A mí me dijo cosas bien distintas cuando hablamos en la cárcel, sin
abogados, ni jueces delante, recién sucedió el crimen. Un año después y bien
asesorada por su abogado, ese tal Ricardo Belmonte. Los hechos cambiaron, la
situación era distinta, allí afirmó desconocer por completo la existencia de
esa hija de su marido hasta que la tuvo en casa.
La madre Juana Parrado afirmo
todo lo contrario. Según ella, tanto Francisco como la propia Isabel estuvieron
varias veces en su casa ofreciéndole muchas cosas para que consintiera en que
Dulcenombre fuera a vivir con ellos: dinero, darle finalmente los apellidos,
incluso buscarle un casamiento ventajoso.
Incluso afirmó que, cuando la
chica estuvo cerca de Cerro Moreno en la recogida de la aceituna, el año
anterior, la propia Isabel la había visitado llevándole comida y algunos
regalos. Isabel me dijo otra cosa, algo intermedio. Supo por su marido que
existía esa hija ya mayorcita y las circunstancias en que la tuvo. Su marido le
propuso que fuera a vivir con ellos como una hija más, “para ayudar en casa y
con los hijos pequeños “
Isabel le dijo que sí pero
deseaba ver a la chica primero, de manera que fueron a Castro del Rio. Según me
dijo, no vio a su madre, que prefirió ausentarse, pero que Dulcenombre le
pareció bien. Cuando fue a verla a la recogida de la aceituna, vio además a la
chica trabajadora que no le hacía ascos a remangarse y sudar la gota gorda bajo
el sol de la tierra. De manera que dio su consentimiento y por ello el 24 de
Junio de 1927, la chica se mudó con ellos.
CONTINUARÁ …………..
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