enero 01, 2025

José Fernández Álvarez (JotaEfeA)

 


EL VERDUGO FORZADO






Capítulo II

Padre, no sé. No lo he pensado. Son muchas las cosas que ahora tengo en mente y paradójicamente otras que parece que me faltan o las he abandonado o yo que sé. Pero siempre podría dedicarme a la educación. Sabes de mi licenciatura en la Universidad. Podría, quizá… bueno, me duele bastante la cabeza. Hablaremos más adelante.

Si, hijo, más adelante, más adelante. Cuídate. Ahora tengo que marcharme. Nos vemos mañana. Aquí te cuidarán bien, ya sabes, eres el nieto del coronel Luján. Todos lo saben.

Y así fue efectivamente que durante cuatro largos meses de hospitalización Alberto se esforzó lo necesario para poder andar y lo preciso para quedar incapacitado para su profesión por imposibilidad de desempeñar sus funciones al ciento por ciento. Mientras, en el exterior de aquellas paredes, la guerra había seguido su curso e incluso se recrudecía por días. Él no era consciente de cuál había sido su papel en aquel despropósito que se desencadenó en su país. Durante los años de su formación jamás se plugo de haber seguido los pasos de sus ancestros, pero sabía que aquella elección contentaba a su padre. Lo que no esperaba, como quizá tampoco mucha gente, era que se declarase aquel cruento enfrentamiento civil y fratricida. Nadie lo esperaba, aunque se veía venir por los aconteceres sociopolíticos que se estaban desarrollando.

Cuando recibió el alta médica, seguía sin recordar aquellos episodios que le llevaron a incapacitarse voluntariamente destrozando su pie. Sí tenía constancia de que esta acción la realizó conscientemente a sabiendas de que si le salía bien la jugada sería un inútil como militar y forzosamente sería separado del servicio. Pero esto debía negarlo también. Jamás podría salir de su boca reconocer que aquella decisión sí la recordaba. Ahora tendría que mantener la mentira y, con suerte y si la guerra lo permitía, buscaría trabajo como profesor tal y como planteó aquella noche después de mirar al frente y cerrar los ojos. 

Fueron muchos los días y algunos meses incluso durante los cuales Alberto tuvo que lidiar con tribunales militares, con tribunales médicos y otras inquisiciones que trataban de dar con la verdad de lo ocurrido. Nadie consiguió que tergiversara un solo argumento ni que consiguiera recordar lo que realmente no recordaba. Tampoco nadie se atrevió a argumentarle jamás su pertenencia a aquel pelotón de fusileros que acabó con la vida de cuatro personas, descerrajados en un barranco a las afueras de la ciudad. Consiguió al fin, y sabía a ciencia cierta que su padre tuvo mucho que ver, que todo quedara aclarado y sin mancha alguna ni en su carrera ni en la de la familia Luján. Fue jubilado como militar.

La guerra duró aún casi dos años más. Alberto no consiguió el trabajo que había deseado, pero tenía claro que era debido a la situación bélica que hacía que nada funcionara con normalidad. Y ciertamente, tras un año más de espera, con un nuevo régimen político implantado por los vencedores y con la consiguiente falta de todo en un país que no era ni un reflejo del que se conocía antes de la ofensiva militar y que supuso la caída de la república, Alberto, quizá y tal vez sin quizá, con la influencia de su padre y del ilustre apellido militar, obtuvo un puesto como profesor de instituto en la especialidad de literatura española.

Desde un primer momento, su labor estuvo marcada por la cruel censura que campando a sus anchas todo lo recortada, cuando no eliminaba o incluso falseaba. Fueron ninguneados muchos autores literarios, prohibidos, sin tan siquiera nombrarlos y por supuesto tampoco dar cuenta de su obra fuera del género que fuera: poesía, teatro, novela. Aquello dificultaba muy mucho su trabajo, pero supo durante un tiempo adaptarse a lo así dictado. La generación que se estaba formando por aquellos años viviría la cruenta sinrazón de una manipulación histórica gestada por las altas esferas a fin de que imperase la razón de los vencedores que, por definición, no deja vencer jamás a la razón.

Realmente fueron muchos días con sus respectivas noches, con sus mañanas, con sus tardes, las que Alberto padeció aquella situación. No podía rebelarse, no quería, no luchaba ni lucharía. Era su carácter, pero cada vez se le hacía más difícil negar que en este país había existido y existían o incluso habían sido aniquilados literalmente grandes literatos que fueron ensombrecidos o condenados al ostracismo. Próceres de las letras de este país pesare a quien pesare, que indefectiblemente habrían de ser recuperados en décadas posteriores.

Pero lo escrito, escrito estaba, lo publicado, lo representado; y además florecieron otros autores con versos orales y escritos que crearían conciencia incluso antes de finalizar el conflicto bélico, en las propias trincheras de un bando y de otro.

Alberto amaba la poesía por encima de todo y tenía sus poetas preferidos, alguno además, profuso autor teatral, dramaturgo y prosista de una generación muy prolífica y destacada. Y él no podía hablar de aquellos poetas, no podía cantar sus versos ni los de la nueva generación, la del dolor marcado en la retina, la de los versos combativos, directos, realistas. Vivía en un sinvivir constante, silenciado, amordazado, si quería vivir en paz.

Avanzaban los años y con ellos se abría una distancia balsámica en lo ficticio con los desgraciados acontecimientos del país que a duras penas levantaba la cabeza. No significaba aperturismo en ningún caso, pero Alberto ya contaba una determinada edad cuando el régimen impuesto tocaba a su fin y había gastado mucho tiempo bailando una música demasiado desafinada.

Cerca ya de la edad que llaman del jubileo, Alberto comenzó a sufrir constantes episodios de inestabilidad en los que parecía que determinadas imágenes que pudieran ser recuerdos acudían a su mente. Recuerdos que empero no recordaba haber vivido. ¿Pudieran ser los de aquellos días olvidados?, se preguntaba.

Aquellas alucinaciones cada vez más frecuentes le hacían reflexionar sobre su vida, su trabajo y la dedicación y devoción que siempre tuvo hacia los poetas despreciados, y no sabía por qué, pero experimentaba determinados sentimientos de culpabilidad considerando que los había traicionado aceptando la censura perpetrada para con ellos. Tanto remordimiento comenzaba a hacer mella en su discernimiento de la realidad. Qué era verdad y qué inventaba su imaginación. ¿Y si no imaginaba?, ¿y si había vivido en primera persona lo que creía que soñaba? Si eso era así… No, se decía, eso significaría que… Mejor no, no. Aquello era una locura. Él era…

A quién podría preguntar. Hacía muchos años. Su padre falleció hacía 10 años. Y además se trataba de un tema muy delicado. ¿Cómo iba a ir preguntando por ahí…? Sin embargo, la respuesta la tenía en sus alucinaciones, en sus recuerdos recobrados. Si era así, tendría que reconocerse como uno de ellos, uno de aquellos ¿fusileros? ¿Cómo superar, o mejor dicho, cómo aceptar tamaña felonía perpetrada por él mismo?

Me telefoneó al periódico y quedamos citados en la puerta de un conocido restaurante. Durante la comida me lo contó todo. Para su desgracia había recuperado aquellas dos semanas perdidas hacía ya tantos años. Se vio cargando aquel fusil, el mismo que descargaría sobre su pie en un triste hotel, triste como su realidad. Se vio apuntando a uno de aquellos reos de guerra. Vio los ojos del poeta que cantó a la muerte pero que no temió la suya. Vio al hombre íntegro, no al culpado por execrables infundios a modo de excusas justificadas bajo el paraguas de crimen político. Vio por fin que cerró los ojos.

¡¡Fuego!! –escuchó que gritó su superior

Apretó el gatillo. Sí. No había duda. Había sido él. Pero era una orden. Él no podía negarse, aunque nunca quiso estar allí. No quiso formar parte de aquel pelotón. Llegó al cuartel y huyó. Buscó olvidar. Alcohol, mucho alcohol. Una habitación. Más alcohol. Y olvidar. Y olvidó. Perdió la noción del tiempo que llevaba encerrado en aquel alojamiento. Un día despertó y…

Me pidió que lo publicara todo. Que no diera su nombre. Me comentó que más adelante se sabría. Salió en la edición de la mañana. Aquella noticia, que supuso un boom, fue comentada en todos los medios durante el día. 

A la mañana siguiente, en un hotel céntrico, apareció un hombre ahorcado en la habitación 18-8. Entre sus pertenencias, un maletín con muchos recortes de periódico, un proyectil sin pólvora, una muleta y toda su documentación, entre ella un carnet de identidad donde se leía que aquel hombre había respondido al nombre de Alberto.











FIN



No hay comentarios:

Publicar un comentario