Soledad, abandono, hipocresía,
ira, violencia..., y una cucharilla.
Hoy amaneció antes de que me levantara, pero me desperté antes que naciera el día, soñé que dormía, pero dormí lo justo que siempre es muy poco.
Un portazo suena en el rellano. La mirilla delata a Isabel, la vecina de enfrente, viuda reciente, que sale como todos los días al mercado. Rafael se fue para no volver el pasado verano, ya no se oyen los gritos de ella reprendiéndolo, ni las respuestas altisonantes de él haciéndole caso omiso. Ellos fueron la razón de sus propias existencias y ahora ella mira a su lado y solo existe el vacío, la soledad. Siempre estuvieron solos. Dos hijos y varios nietos eran su familia, pero sus visitas escaseaban. Sin darse cuenta, la añoranza y la melancolía entraron en esa casa de puntillas, se instalaron sin permiso, se hicieron ocupas, ahora el silencio se sienta a su lado todos los días. Siento tristeza, pero debo volver a mi café. Cojo una cucharilla del cajón y se me resbala de entre los dedos. Se congela el tiempo y la veo caer muy despacio, gira y gira, cierro los ojos esperando a que caiga al suelo y que estalle en mi cabeza con su sonido estridente, pero se queda congelada, flotando en el aire, en mi mente. No me lo explico, estoy todavía bajo la dictadura de la somnolencia, la dejo ahí ingrávida en la cocina, abro el cajón de nuevo y cojo otra con fuerza y la meto en mi taza de leche mareada, recién salida del microondas. Dos golpes de sacarina y vierto la cafetera para obtener ese producto mestizo que me saque del sopor. Me siento, me acerco la taza a los labios, el sorbo entra por mi nariz en forma sutil, etérea y luego pasa, caliente, a mi garganta. Me consuela y me da energía, me relaja, me abstrae, pienso de nuevo en mi vecina Isabel. Cuando su marido, Rafael, murió, nos acercamos al tanatorio a darle el pésame. Se sorprendió, éramos los únicos vecinos que habíamos hecho acto de presencia. En aquella enorme sala solo había seis personas junto a ella. Su hija, a la cual no conocía, se dirigió a mí. -Mi madre se viene ahora con nosotros hasta que pase el verano y después volverá. Por favor, cuidad de ella. Ya tiene ochentaicinco y es que nosotros vivimos en Guadalajara-. Yo siempre he adolecido de reflejos y no supe qué responder. Después me arrepentí.
Tomo el café despacio, los vecinos siguen en mi cocina, ahora parece que hay más gente y algunos vocean demasiado, no sé si poner la radio, pero Trump se ha coronado de nuevo y eso me pone de mal humor. La ducha me espera, debo ir a Alcalá: tengo una cita con mi doctora para que me recete, se me están acabando las pastillas. Me abrigo, es enero y hace frío, el termómetro marca menos dos y el viento hace traquetear las persianas. Cojo gorro, bufanda y guantes y los echo a la mochila. No tengo ganas, me da pereza salir de casa. Le hago un nudo a la bolsa de basura, salgo y cierro la puerta con rapidez antes que me arrepienta. Atrás queda la cuchara flotando en la cocina.
Llamo al ascensor y cuando llega me meto en el cajón, estamos en el quinto y último piso, pulso y bajo. Vaya por Dios, se para en el dos y se abren las puertas: es el chino de todas las mañanas con su bolsa de basura. Y, como todos los días, entra sin mirarme y mi sonrisa y mis buenos días se diluyen en aquel diminuto espacio sin respuesta, él solo mira sus zapatos. Se abren las puertas y sale con paso nervioso. Yo salgo detrás mientras él se dirige a los contenedores soterrados de basura. Yo le sigo, quiero ver si lo vuelve hacer. Sí, hoy también vuelve a dejar la bolsa fuera del contenedor para después seguir con su paso corto y acelerado. Me quedo mirándolo sin comprender nada, levanto la trampilla y deposito mi bolsa. Una barrendera, que también ha observado la escena, me mira negando con la cabeza su incredulidad. Cojo la bolsa del chino y la meto. Cuando paso al lado de la chica le doy los buenos días, -Que pase buen día señor-. Levanto la mano, -Igualmente-.
Me dirijo hacia la estación de Renfe-Cercanías por la calle peatonal. Es más largo el trayecto, pero hay menos tráfico. Ando sin prisa, he salido con tiempo para tomarme otro café en Alcalá al lado de la consulta. Veo a María que sale de su portal con su perro enano y un cigarro en la boca. Lo suelta y el animalito empieza a correr como un loco, se mete entre los parterres y después de cansarse un poco empieza a miccionar en todas las esquinas para acto seguido defecar dos o tres bolitas que, rápidamente, María recoge. Me ha visto y me dirijo hacia ella -Hola, buenos días María, ¿te has jubilado?, pero ¿qué haces tú por aquí a estas horas?, ¿no estarás enferma? -, ella me responde sonriendo. - No tengo que explicarte cómo funciona esto, mira estoy cada día más hastiada, soy muy vieja y ya no perdono una. Nadie te lo va agradecer. Me debían tres días del año pasado y me los he tomado, qué quieres que te diga, me duelen la espalda, las piernas, los brazos…, hasta el alma…- Asiento con la cabeza. Ella trabaja en la empresa de jardinería donde yo tenía mi destino antes de jubilarme. Uno de mis cometidos era, entre otras cosas, que se cumpliera su pliego de trabajo, pero nunca les tuve que llamar al orden. –Tú cada día estás mejor, la jubilación te ha sentado muy bien – me dice - ¡¡¡Jajajaja!!, eso es que tú me miras con buenos ojos María, cada día me duele una parte del cuerpo y la verdad es que no hago nada para que eso ocurra. Serán los años que ya arrastro, ¡jajaja! -. Me sorprendo al ver a su animal arrastrando su culo por la calle de forma grotesca. -¡¡¡Uy!!! pero mira tu perrillo, eso son lombrices…, lo tienes que llevar al veterinario, al mío le pasaba frecuentemente - le digo. –Puffff, calla, calla, este bicho se ha hinchado de golosinas de Navidad y ahora paga las consecuencias. Estoy esperando que se le pase, llevarlo al veterinario son cincuenta euros entrar por la puerta y después entre unas cosas y otras…, y la verdad es que…- María vive sola, ya hace más de un año que lo dejó con su pareja y la verdad es que la veo bastante cabizbaja, apagada, no tiene familia, no tiene nada más que el perrillo. Me dijo un día que no quería ya ninguna relación, que se pasaba muy mal cuando se rompían las confianzas. Creo que le hace falta un poco de compañía, de cariño, pero esto no se lo dije, no me gusta dar consejos. Seguimos caminando juntos hasta al final de la calle, hablamos de los viejos tiempos y lo que nos reíamos con los compañeros. Con tristeza me dice que ya no queda casi nadie de los antiguos y que ahora es todo diferente.
Más adelante, de un portal, una vecina sale con una indumentaria que me llama la atención: una bata azul celeste de felpa y unas pantuflas a juego. Debajo se adivina un pantalón de pijama. Su pelo, teñido con colores antinaturales, lo lleva recogido con una goma, creo que debe tener unos cuarenta años. Trae en brazos un perro, parece un terrier blanco, que también empieza a correr como un poseso cuando lo suelta. -Buenos días chicos, qué frío hace por Dios-. Se ve que María la conoce de pararse con los perros en la calle, pero yo solo la he visto alguna vez. –Vaya la que hay liada con el Trump ese. No sé, pero a mí cada día me gusta más, al menos lo tiene todo muy claro, ayer estuve todo el día pegada a la televisión-. María se encoge de hombros, yo la miro y no digo nada. -Por lo menos va a limpiar de sudacas, piojosos y criminales su país, ojalá tuviéramos políticos como esos aquí-. No le presto atención y miro a los perros cómo se olisquean y se lamen el culo por turnos. El perro blanco también ha defecado y olisquea sus propios excrementos. -Señora creo que su perro…- lo señalo con el dedo. -¡¡Uy!!, con la charla… María se me olvidaron las bolsas, déjame por favor una, tengo los pintores en casa y estoy con mi suegra que vive enfrente, ¡chica!... lo tengo todo patas arriba-. Los perros siguen a lo suyo mientras avanzamos hasta la esquina donde al girar bajo un voladizo está el supermercado. -Escuchad, los pintores son un chollo, son unos rumanos que te lo hacen todo: te retiran los muebles, los desmontan, protegen con plástico y papel y lo vuelven a dejar todo como antes, son rápidos y limpios, me lo están dejando todo genial, y lo mejor de todo: a la mitad de precio que los españoles -. - Claro, esta gente cobra todo en B, ¿no? - le dice María. - Por supuesto, qué quieres que te diga… Mi marido es camionero y lo trae casi todo en negro y tenemos que soltar lastre por donde sea, así que si queréis el teléfono os lo doy -. De pronto abre los ojos de forma desorbitada y grita -¡¡¡Sánchez!!!, hijo p…, ven aquí -. Me sobresalto por el grito y miro a su perro que estaba tratando de montar al de María. –¿Ves cómo no hice mal al ponerle Sánchez?, está gilipo… perdido, como el presidente -. Me fijo que el collar del perro está hecho con los colores de la bandera española. - ¿Y no te habían llamado del ayuntamiento para empezar a trabajar? -, le preguntó mi amiga. - Quita, quita, qué disgusto. Me ofrecían meterme en la patrulla canina “recogecacas”, los del mono rojo -. - Pues me han dicho que pagan bien - le dije yo. – Mira, ese trabajo no es para mí, ni para nadie que tenga dignidad, me quedo con los cuatrocientos que me da este miserable gobierno -. Me encogí de hombros y no dije nada más. -¡Mira, en ese barrio de ahí enfrente, hay bastantes moros y negros parados que por la mitad de precio lo hacen! -. Mi corazón se ha revolucionado y está llamando a la puerta de mi pecho, le pido opinión y me dice que salga de allí cuanto antes. Esta mujer habla y habla, y cada vez peor, mi calvario se empina cada vez más, quiero despedirme de María y salir a la fuga, pero no hay forma. Yo ya he desconectado, cierro mis pabellones auditivos, pienso en la cucharilla volando en mi cocina a punto de caer.
Al girar la esquina, debajo del voladizo, al lado de la entrada del súper, un bulto sobre unos cartones, liado en una manta marrón llena de suciedad, yace en el suelo: se presume el cuerpo de una persona. Por una abertura sale un gran mechón de pelo rubio y al otro extremo asoma una zapatilla deportiva que un día fue blanca. Esta zona está más resguardada del viento y por las mañanas, si el día está despejado, los primeros rayos de sol inciden aquí. Es una mujer indigente, debe tener unos cincuenta años y lleva desde antes de Navidad ocupando este lugar. Al principio, estaba con otro indigente, pero ahora lleva varias semanas sola. Detrás de ella un gran bulto de cartones y plásticos la acompaña. No se mueve, seguramente duerma, después de una noche tan gélida habrá sido imposible conciliar el sueño. Debe de tener algún trastorno mental, hay días que grita sin ton ni son y anda con paso nervioso, calle arriba y calle abajo, mascullando algo entre dientes. - ¿Y esto?, ¿no es una vergüenza? -, dice la amiga de María. - Qué asco por Dios, esto no se puede consentir. Lleva ya un mes aquí, casi a la puerta de mi casa. Ya he llamado a la policía varias veces y nada, no se la llevan. La suciedad y el mal olor que da esta mujer, porque claro ¿dónde hace sus necesidades?, te lo he dicho muchas veces María, con buenos políticos y mano dura se acababan estos problemas, y ¿tú qué opinas? -. Se dirige a mí, pero no tengo ganas de enfrentarme a nadie esta mañana y ya empieza a cristalizarse mi cabeza de forma dolorosa. Soy cauto y le digo - Quizás sea un problema más complejo de como lo vemos, yo no sabría decirte cómo solucionarlo -. – Mira -, me dice, - si esta mujer se ha equivocado en la vida, que lo purgue y, si está medio loca, con mis impuestos que no paguen a un sanatorio -. Me encojo de hombros y le digo - ¿Entonces? -. Ella continúa - ¡¡Yo tampoco lo sé, pero si se fuera a dormir a la puerta de la casa del alcalde, ya estaba esto solucionado!! -. Miro a Sánchez que está olisqueando el pico de la manta con intenciones de marcar un nuevo territorio. El exabrupto no tarda en resonar debajo de aquel voladizo. - Pero será guarro este perro, ¡¡¡Sánchez ven aquí inmediatamente!!! -. La mujer le da un azote con la correa mientras le reprende, tira de él y lo coge. El perro se arrebuja en sus brazos y de vez en cuando levanta la cabeza para lamer la cara y la boca de la mujer. - Ves María, es un tontaina, pero a cariñoso no le gana nadie -. Tengo que desviar mi mirada, no puedo ver lo que estoy viendo, no quiero pensar dónde estaba esa lengua ni ese hocico húmedo hace unos minutos. Miro a María y ella me mira mí con los ojos muy abiertos.
Una mujer joven arrastra a dos niñas con mochila de la mano en una especie de media carrera pasando muy cerca de nosotros, esquivando el cuerpo de la indigente. - ¡¡Vamos hijas que llegamos tarde, todos los días igual!!! -. - Mamá, el cordón del zapato - dice la más alta y de pelo más claro. - Bueno, lo que nos hacía falta… -. Se paran en los escalones del super y la madre le ata el cordón. Me fijo en el pelo de la niña y lo comparo con el mechón rubio que sale de la manta en el suelo, son muy parecidos. - Mamá, ¿eso qué es? -. ¡Ya te lo dije ayer, una persona que no tiene casa, qué pesada eres hija! -. La madre las coge de nuevo de la mano y, de un fuerte tirón, las arrastra y emprenden de nuevo su carrera. Otra mujer de avanzada edad sale del super con una bolsa por donde asoma una barra de pan que deposita al lado del cuerpo de la mujer. -¡¡Señora!!, no haga eso, que así no se va a ir nunca de aquí -, le espeta sin vergüenza mientras el perro sigue lamiendo su cara. La señora mayor se alza tras haber dejado la bolsa y, mirándola muy fijamente, se dirige a ella lenta pero claramente - ¿Me dice a mí? -. - Pues sí, a usted, a veces las limosnas no hacen bien, al contrario, ellos se acomodan a que sean alimentados gratis y sin esfuerzo -. Sin alterarse, la señora mayor le replica: - Mire, le voy a decir una cosa, si usted supiera lo que yo sé, si sus pies hubieran andado por donde anduvieron los míos y si, por un instante, hubiese visto lo que han visto mis ojos, cerraría su boca para no abrirla tan gratuitamente. Además, mi vida es ya lo suficientemente corta para que ahora su opinión me importe, buenos días -. Con la misma calma que había hablado, se dio la vuelta y se marchó arrastrando su carro de la compra lentamente. - ¡¡Va, va, va…!!, los de tu edad siempre estáis contando batallitas, ¿no está prohibido dar de comer a los gatos callejeros?, pues esto es igual -. La mujer mayor giró la esquina sin entrar ya al trapo. – Estos viejos piensan que le pueden dar lecciones a todo el mundo -. Se queda mirándome, me escruta y me veo forzado a responder: - Siento decirte que lo que ha hecho esa mujer no es dar limosna, ni tampoco ha tenido caridad, sólo ha tenido humanidad, no sé si sabes lo que eso significa, ¿lo entiendes? -. - Pues la verdad es que ya me he perdido -, me respondió soltando una carcajada. - Vale, entonces mejor no te explico lo que es la empatía, la compasión o la solidaridad, ¿no? -, le digo irónicamente. - ¡¡Ehhhh..!!, no te enfades conmigo, lo que pasa es que yo soy demasiado transparente y clara, digo lo que piensan muchos y no se atreven a decirlo -, me responde. No aguanto más, me voy de allí antes que pueda decir cualquier tontería. – María, me voy, cuídate y anímate -. - Igual Ángel, nos vemos -. Levanto la mano y le digo adiós a la mujer de la bata con el Sánchez en brazos.
Hace frío y viento, esa mujer me ha revuelto el estómago y mi cabeza no deja de girar de forma mareante. Pienso ahora en el pelo de la mujer allí tendida y en el de la niña. Le doy vueltas a mis preguntas sin respuesta: ¿Cómo sería la niñez de esta mujer?, ¿cómo se rompió o dónde se quebró su vida?, ¿y su familia?, ¿cómo ha llegado hasta aquí?, ¿cuál ha sido su camino?, ¿dónde está el error? Acabo de cruzar el paso de cebra que me lleva a la plaza de la estación y un coche me ha tocado el claxon, me lo he pasado en rojo, voy abstraído en mis pensamientos. Los mismos indigentes de siempre, sentados en una escalera, beben una litrona de cerveza y vino de tetrabrik. Miro el reloj exterior de la estación, son las nueve y media.
Subo al tren y sigo pensando en los seres que me rodean, en la sociedad que hemos creado entre todos, en la pérdida de los valores más fundamentales, donde algunas personas, según su color, condición u origen tienen menos derechos que un animal. El odio y el rencor flota en el aire por la simpleza del pensamiento único que relega al ostracismo el pensamiento crítico y razonado. Los símbolos del estado que deberían ser nexo de unión, son, en cambio, manoseados a conveniencia, son armas arrojadizas que separan y rompen lo colectivo. Mi cabeza bulle….
Tomo asiento, el vagón está casi vacío, pero siguen entrando personas. Dos filas de asientos más allá, un chaval apoya sus pies contra el asiento de enfrente, mientras escucha música y mira el móvil. Me quedo mirándolo, pero él no levanta la vista. Aborrezco estos comportamientos. Una pareja de ancianos recorre el pasillo despacio, cogidos del brazo, buscando dos asientos juntos que estén libres y pasan al lado del chaval que sigue absorto en la pantalla. El hombre para en seco y se dirige al chico - Por favor, puede quitar sus pies del asiento, lo está ensuciando -. El joven levanta la cabeza mientras se quita los cascos - ¿Cómo? -. - Le digo que, por favor, quite sus zapatillas del asiento, ¿no ve que es antihigiénico? -. El chico lo mira de forma despectiva y se vuelve a poner los cascos mientras dice - ¡¡Muérete viejo!! -. La mujer le recrimina su actitud y su falta de educación. -¡¡¡Joder con los putos viejos, iros a la mierda y moriros de una puta vez!!! -. La mujer tira de su marido, no sin resistencia, y se sientan al final del vagón. Un hombre de color, con traje y un maletín, que está observando la escena le dice al chaval, - Por favor chico, compórtate -. Con su dedo índice el adolescente le amenaza - ¡¡¡Joder!! Tú también, puto negro, no oses hablarme, ni mirarme, hueles mal ¿lo sabes?… vete a tu país -. El tren cierra las puertas y emprende su marcha. He observado desde mi asiento toda la escenificación del odio y ahora estoy convencido que elegí mal día para salir de casa. Veo en mi imaginación la cucharilla en la cocina a punto de caer y no quiero que su estallido rompa en mi cabeza.
La pareja de ancianos discute en sus asientos. El hombre consigue zafarse de su mujer, se levanta y se dirige hacia donde está el chaval recriminando su comportamiento. Éste lo ve venir y se quita los cascos con violencia y deja el móvil sobre el asiento – ¡¡¿Ves viejo?, te has ganado una hostia!! – dice, dirigiéndose por el pasillo hacia el anciano. Inevitablemente la cucharilla ha caído y su estruendo al chocar contra el gres salta a mi cabeza con un fuerte pinchazo, mi sangre galopa por mis venas de forma descontrolada, me levanto de mi asiento bruscamente, fuera de mí. Cuando me dirijo por el pasillo con intención de parar al chico, el hombre de color, que debe medir casi dos metros, se ha levantado y se interpone entre el chico y el anciano. El gesto ha sido tan rápido que el joven choca con su cuerpo y rebota, cayendo al suelo. – Pero, ¿qué haces?, quítate de en medio -. Cuando, desde el suelo, ve la magnitud del hombre no intenta levantarse y grita, - ¡¡¡Eh...eh!!!, que este tío me quiere pegar… -. Una joven que está detrás de mí dice en alto - Oye tío, deja al chaval que no ha hecho nada malo -. Los pasajeros del vagón, que están todos de pie por la situación, se vuelven ahora hacia la chica. Con su gran mano, el hombre coge del pecho la sudadera del chico y lo levanta en vilo. Sin soltarlo, le dice - ¿Te vas a portar ahora bien chaval? –. Éste, fuera de sí, patalea en el aire – ¡¡Que me sueltes cabrón!!... Oye tía, graba esto que lo voy a denunciar -, dice a la chica, que ahora está a mi lado. Ella saca el teléfono disponiéndose a abrir la aplicación de la cámara. Cuando lo levanta para empezar la grabación, instintivamente y sin pensarlo, le doy un manotazo al teléfono, que cae al suelo, a los pies de otro pasajero, que lo pisa. La chica me mira y me dice - ¡¡¡Imbécil!!! - y se agacha a recoger su teléfono. Pero el pasajero que lo ha pisado le dice – Como intentes cogerlo, lo reviento -. El tren se ha parado y se abren las puertas. El hombre de color empuja al chaval fuera del vagón, una mujer coge del asiento el móvil, los cascos y la mochila del chico y los lanza con brutalidad contra el suelo del andén. El pie del hombre libera el móvil y la chica lo recoge. Ella también sale corriendo de allí. No sube ningún nuevo pasajero y los chicos nos hacen gestos obscenos y gritan desde el andén. Los que estamos dentro, como autómatas, volvemos a nuestros asientos despacio, en silencio, mientras las puertas se cierran y el tren avanza de nuevo.
Me pongo las manos en mi cara y apoyo mis codos en mis rodillas y cierro los ojos, siento vergüenza, siento culpabilidad y la verdad es que no sé lo que he hecho para sentirme tan mal. - Alcalá de Henares, última parada -, los altavoces del tren anuncian el fin de aquellos infernales quince minutos. Los pasajeros empiezan a salir, pero yo me quedo, he decidido no ir a consulta hoy. Los ancianos salen del vagón sin parar de discutir. Una mano me da dos o tres toques en el hombro y alguien me dice - Hemos llegado amigo -. Es el hombre de color. - Gracias, pero me vuelvo a mi casa, tengo que recoger una cucharilla del suelo -.
“La historia nos enseña que en situaciones de
crisis graves reaparecen las tendencias a formas autoritarias. Los tiranos se
alimentan de la desilusión y cuando se las desatiende, las democracias pueden
morir de intrascendencia y los pueblos llegan a entregar las llaves de su
propia celda a sus carceleros.” (Discurso de aceptación como Doctor Honoris
Causa por la Universidad de Burgos de D. Joan Manuel Serrat i Teresa. Burgos,
13 de junio de 2024)
Ángel
Pérez Campos
18 de febrero de 2025
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