octubre 01, 2024

Ángel Pérez Campos

 



Paseando con septiembre





El astro Sol, cansado y aburrido de su vehemente pasión, empieza a jugar al escondite con nubes y aires norteños. Esta mañana, una brisa fresca ha bajado por las faldas de la sierra, acariciando suavemente olivares, viñas y huertos, penetrando con efecto balsámico en la población. Son aires frescos que calman la exaltación de la fiesta y refrescan la dermis de hogares y calles del tórrido estío. Cigarras y grillos van apagando su sonoro frenesí, mientras las tímidas salamanquesas se van retirando hacia sus cuarteles de invierno. Ya hace unos días que una traca final cerró el ciclo.

Mientras camino, contemplo, pienso y recapacito. Trato de sacar trocitos de mi memoria, de unirlos, de pegarlos para que el olvido no me llegue, no me atrape.

En el Paseo, Don Juan, impertérrito desde su posición dominante, ya augura en su mirada pétrea, entre castaños de indias, acacias, árboles del amor, plátanos, olmos y tilos, una nueva y fría soledad. Envuelto en esta arboleda, será testigo privilegiado de la gran transformación que ocurrirá dentro de unas semanas, el milagro dorado de la naturaleza. Protegiéndolo, una gran bóveda verde se despliega sobre su talla, formando un lienzo donde se adivinan ya algunas pinceladas de ocres, amarillo y rojos. Un apacible Eolo se filtra entre sus ramas, cimbreándolas suavemente. Algunas hojas, impacientes y suicidas, se desenganchan de su hacedor, arrojándose al vacío. En su descenso, ingrávidas y armoniosas, trenzan filigranas aéreas hasta caer, en segundos, sobre lo que ayer era su sombra. El otoño asoma tímidamente. 

Se oyen niños en el colegio de la esquina. El nuevo curso se estrena. Los padres aleccionan a sus retoños antes de soltarlos de la mano, pero ellos ya ni oyen ni ven, su único deseo ahora es desatarse para reencontrarse con sus amistades. Algarabía entre los chiquillos. La mayor parte de ellos hablan, gritan y ríen. Otros, los nuevos, no paran de llorar. Días de estreno, olor a libros nuevos, a guirnaldas de lápices recién afilados, a gomas “Milán”, a cola de pegar, a plástico de forrar…

En las cocinas ya hay membrillos y gamboas para hacer “carne” y también compota. Nueces, uvas y gachas de mosto. Los higos son puro néctar y, si sobran, pan de higo. Unos caquis maduran en la alacena encima de unas tazas. Coronadas, llegan al frutero las primeras “granás”, encarnadas y doradas. Se embotan los sobrantes de huertas y frutales. Tanto empeño puesto en preservar la pureza de los alimentos será buena recompensa cuando llegue el duro invierno.

A extramuros, el barrio de El Cerro, floreado, tranquilo, silencioso y bondadoso en sus formas, me gusta a la vista y al oído y, por ende, también a mi espíritu. Desde el arco hasta “La Pulmonía”, una cubierta de lana tornasolada, tejida por manos primorosas, sombrea y calma los rigores de la canícula. A la diestra, una postal perpetua, y a la siniestra, la cuesta de San Juan se adentra en silencio, entre casas blancas, en el corazón del barrio, sólo roto por el trino cautivo de un pajarillo. Patios y balcones, paleta de pintor luminoso, belleza heredada de manos y gestos antiguos, costumbres que son dones, regalos de gentes que hicieron de la necesidad, virtud. Sillas en las calles para las tertulias en las noches calurosas, mientras, como en un desafío, la dama nocturna y el jazmín, a golpes de fragancia, seducen a sus gentes embriagándolas y dominando sus sueños hasta la aurora. En una esquina, suena el agua en el pilón. En su gorgoteo viajan sensaciones y emociones ancestrales, difíciles de describir, me hipnotiza, me da la paz y el consuelo para seguir, para renacer. En el centro del patio, un pozo. Aspidistras, esparragueras y helechos rodeaban su brocal donde mi abuela me daba “agüita” fresca, en la calle que llaman de Los Huertos, un vergel perdido. Desde abajo, la cuesta de San Juan hace honor a su nombre, pero la magia surge cuando menos lo esperas y de una casa brota una soleá:

                            “Soleá no es estar solo,
                            es estarte a ti queriendo
                            y que tú quieras a otro”

A intramuros, en el mirador de la muralla, la tarde acecha, los días se acortan y las sombras se alargan. La ermita solitaria se dibuja sobre la silueta serrana mientras el cielo, herido por un sol huidizo, empieza a desangrarse. Abajo, las huertas cansadas y rendidas se relajan. Se encienden las calles y la Plaza Vieja se llena de vida y papas fritas. Alrededor de la parroquia bulle la gente con rebequitas en el brazo y, entre sus muros, olor a nardos y calor de velas, murmullos y rezos de rosario, peticiones y promesas, fervor y unción.

Septiembre, mes de cambios y contrastes, de bandera y tambor, polvo del camino y olor a feria, de encuentros y motivos de felicidad. De finales y comienzos, de risas, alegrías y lágrimas, de reencuentros y despedidas, de holas, hasta luegos y adioses, de abrazos y besos familiares. Donde agosto te regaló unos ojos verdes que acariciaron tus sueños y septiembre te los quitó. Traqueteo de maletas de ida y vuelta llenas de porvenir. Melancolía del pasado y alegría por lo que ha de venir. Donde un círculo se cierra, otro a su lado se abre cargado de futuro, cargado de vida.

Seguiré deambulando en este septiembre hasta que San Miguel, con su veranillo, lo agote. Esperaré a que octubre traiga consigo sensaciones y emociones nuevas. El estallido dorado del otoño lo inundará todo, estoy seguro. 

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