mayo 01, 2025

Ángel Pérez Campos

 


Eclipse lunar (II)





-Los hijos-

El hijo de Fernando y Elvira, Rodrigo, ya tenía dos años cuando nació Ramón, pero dejaron pasar los fastos del bautizo para anunciar que, de nuevo, Elvira estaba embarazada. Aquellas dos familias habían congeniado a la perfección. Eran de parecida edad y se decían y se escuchaban, recibían y compartían todo con respeto, aprendían los unos de los otros, se entendían cuando trabajaban y también cuando tocaba disfrutar de la amistad. En verano, tras la cena, solían pasear hasta el nogal, se sentaban cerca del abuelo; allí, entre conversaciones, buscaban estrellas y luceros, mientras el frescor del pequeño arroyo mitigaba el sopor nocturno, siempre acompañado de un concierto de grillos y ranas. Evaristo y Mercedes se sentían muy unidos a ellos, pero prudentemente, no querían olvidar su posición dentro de aquella jerarquía social..

Elvira, para matar el gusanillo de la enseñanza, había creado un aula en una estancia de la hacienda con mesas, sillas y pizarra. Había encargado que le llevaran material escolar desde el pueblo: libros, cuadernos, tizas, lápices, reglas, etc. Las mañanas las dedicaba a los hijos de los jornaleros, los más pequeños, mientras los demás se ocupaban de la labranza y mantenimiento de las fincas; por la tarde-noche iban los jóvenes y algunos padres que eran analfabetos con el deseo de aprender, al menos, lo elemental. En invierno, con la llegada de los temporeros de la aceituna, todo se duplicaba. Mercedes ayudaba en la casa principal, en la cocina y en el aula. Les encantaba enseñar, pero algunos días eran agotadores, por eso tomaron por costumbre, después de comer, apartarse y relajarse ellas dos en el cuarto de costura. Mercedes le enseñaba labores de bordado o técnicas de ganchillo a Elvira y, a veces, ella, Elvira, recitaba de memoria algunos poemas que le llegaban especialmente: - Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero -, - ¿Ves, Mercedes? -, - ¿qué forma de expresar los deseos y los sentimientos? ¡Qué belleza! Esto no puede surgir de un cuerpo mortal, ¡¡¡es divino!!! -. Elvira era una ávida lectora, tenía una dicción fluida y clara y, a veces, impostaba su voz y teatralizaba las historias que narraba o recitaba. Todos disfrutaban oyéndola y viendo cómo acompañaba la historia con la delicadeza de sus gestos. En cambio, Mercedes no estaba tan cultivada en la lectura, pero sí era muy cantarina y alegre, resuelta, entonaba muy bien y tarareaba cancioncillas populares que había oído a su abuela y a sus tías: - …A la lumbre de tus ojos me acerqué, sin saber que yo de ti me enamoraba, y en el fuego de tus ojos me quemé, con la llama de un amor que no esperaba… -. Así pasaban los días, las tardes y las noches, en calma. Un mes antes de salir de cuentas, Elvira rompió aguas y dio a luz, por sorpresa, en la hacienda: primero a Manuel y minutos después a Elena, mellizos. Debido a que llegaron antes de lo previsto, fue el propio D. Fernando, que tenía algunos conocimientos de medicina, junto con Mercedes, los que asistieron al parto en una habitación de la hacienda.

-El capataz y las fincas-

Evaristo desempeñaba las faenas de capataz, gestionando y dirigiendo las fincas con el beneplácito de Don Fernando, imitando el temple que su abuelo le había transmitido. Cada mañana, al alba, se enfundaba sus zahones, se ajustaba el sombrero y ensillaba su caballo para recorrer casas y casillas, granjas, pozos y manantiales, huertas y cultivos de temporada. Escuchaba a los trabajadores, gestionaba los trabajos, tomaba nota de los contratiempos y buscaba soluciones. La armonía en la convivencia entre la gente que trabajaba y habitaba las dispersas casillas de La Polvorilla era una prioridad que Evaristo mantenía con firmeza, extirpando de raíz cualquier desavenencia o falta de honradez, ya fuera entre su personal fijo o eventual. De sus decisiones dependía el futuro y el sustento de numerosas familias, incluida la suya, una responsabilidad que a veces lo atenazaba e inquietaba. Sin embargo, no permitía que sus dudas y debilidades se manifestaran; su rostro permanecía imperturbable e impenetrable, infundiendo dureza y seguridad a la vez. Amaba todo lo que le rodeaba y se sentía orgulloso de ver cómo, con el esfuerzo de personas y animales, domesticaban y rentabilizaban aquella naturaleza agreste. Se consideraba un hombre afortunado, pues era para lo que se había preparado, y compartirlo con sus seres queridos, Mercedes y su hijo Ramón, se acercaba mucho a un sueño.  Don Fernando confiaba en su capataz y aceptaba sus consejos. Desde tiempo atrás, intentaban rediseñar las fincas con métodos más mecanizados, buscando aliviar la dureza del trabajo del campo y lograr una rentabilidad acorde con los aires de modernidad que estaban llegando; por eso, de vez en cuando viajaban juntos a ferias agrícolas y ganaderas cercanas. Con el tiempo, Evaristo maduró, su personalidad y su físico se transformaron, asemejándose cada vez más al de su abuelo: sobrio en el comer y el beber, alto y extremadamente delgado, taciturno y reservado, de mirada franca y gesto serio. -"Que las cosas vayan tan bien me da que pensar, Mercedes, tanta buena ventura me preocupa, no me deja dormir. Temo que la estabilidad que todo lo sostiene se rompa"-, le espetó una noche en la cama a Mercedes. -"¡¡No digas eso ni en broma, no tengas mal fario, hombre!!"-, respondió ella.

Todos los años, Evaristo acudía al pueblo para contratar a las familias de jornaleros para la siguiente temporada de aceituna y uva; todos querían trabajar en La Polvorilla, tanto por el salario como por las instalaciones para las familias. Era un espectáculo ver las grandes colas formadas alrededor de la manzana donde estaba la gran casa que la familia de Don Fernando tenía en el pueblo.

José “el Taleguilla” era el hijo del “Talega” y nieto del “Tío del Saco”. Cuatro años antes de la guerra vino a pedir trabajo para la temporada de aceituna, acababa de salir de prisión por robo. - Ya sé que no me va a dar trabajo, pero tengo que intentarlo, vengo por necesidad Evaristo, mi familia está “esmayá”, no tenemos nada que llevarnos a la boca y quiero cambiar mi vida-, -¿cuántos sois? -, preguntó Evaristo, - solo yo, le juro que no le fallaré – dijo mientras se besaba el pulgar y el índice en forma de cruz. Todos los “Talegas” habían pasado por la cárcel, eran ladronzuelos de poca monta y sus hospedajes forzosos duraban poco. El abuelo de Evaristo le contó que tiempo atrás, había descubierto infraganti a su padre, “El Talega”, robando una cabra y varias gallinas en la granja de La Polvorilla. El abuelo no tuvo dudas, lo denunció y estuvo recluido seis meses en la cárcel de Montilla por reincidente.

El mundo avanzaba y el tiempo se escurría, pero lejos de allí, la nación bullía; el descontento social germinaba entre las clases más humildes, mientras los poderosos se aferraban a sus privilegios. Los enfrentamientos entre grupos anarquistas y las propiedades rurales se volvieron cada vez más frecuentes y se extendieron geográficamente desde la huelga general del 32. Localidades como Bujalance, Loja, Córdoba, Antequera y Jauja aparecían con regularidad en los periódicos, casi siempre con un saldo de muertes. Los terratenientes, ante la amenaza de ataques anarcosindicalistas, se armaban cada vez más mientras que los jornaleros disidentes eran objeto de señalamiento y agresiones violentas.

Los terratenientes locales habían manifestado su malestar a Don Fernando: no comprendían su actitud, su forma de ser. Era un "verso suelto" entre ellos. ¿Cómo alguien de su clase no comulgaba con el criterio general de los señoritos de la zona? Todo se pactaba en aquella Cámara Agraria, pero él, harto ya de tantos comentarios sobre su persona, al final de una de sus reuniones, se levantó para aclarar algunas circunstancias: -Llegan a mis oídos cosas sobre mi persona y la forma de gestionar mi hacienda y las personas que trabajan en ella que considero que no se ajustan a la verdad, y quiero que oigáis de mi boca cuáles son mis intenciones y mis pensamientos. Trabajo para dar una vida mejor a mi familia y a las personas que quiero y aprecio, dentro del respeto a lo que se acuerda en esta Cámara. Eso es lo justo, seguro que vosotros actuáis de igual manera. Y como es justo para mí, también quiero justicia social para los que a mi lado trabajan para que esto ocurra. Yo me ajusto a la ley vigente, que es ahora la de la Segunda República. Siguió hablando y aclaró que su hacienda era su reino, que la administraba a su modo y que la única ley laboral que se cumplía allí era la de "Bases de Trabajo de la II República". No estaba de acuerdo con ella en todo, pero era la ley que imperaba. Pagaba, trataba y acomodaba a sus jornaleros con arreglo a la legalidad, y si alguna situación no venía contemplada en esa ley, haría lo que él, por su consideración, creyera justo. Aquello le acarreó bastantes enemigos, ya que casi ninguno de los presentes cumplía esa ley en la zona. Pero, con el paso de los años, se hizo respetar en todos los sectores de aquella sociedad rural y cerrada. El poder del apellido de Don Fernando venía por los negocios que tenía su familia en toda la región, derivados del comercio portuario de Sevilla; pero el respeto y la consideración se las ganó por su personalidad, desde la firmeza de sus decisiones, hasta sus actos: nunca dio la espalda a sus vecinos hacendados cuando algunos de ellos tuvieron problemas económicos o le pidieron cualquier tipo de ayuda o favor. Pero tampoco se olvidaba de los más desfavorecidos, sumándose a cualquier iniciativa caritativa que se le propusiera desde el pueblo.

Los días se sucedieron, los meses se convirtieron en años, y los niños crecieron como hermanos, felices y saludables en aquel entorno agreste, aunque familiar. Apremiaba la necesidad, dada su edad, que comenzaran una educación reglada en un colegio oficial, ya que su instrucción primaria la habían recibido en la hacienda, siempre dirigida y gestionada por Elvira, con el asesoramiento de profesores de colegios del pueblo. El instituto de la localidad, que tanto renombre tenía, era un lugar ideal para ellos. Allí acudían jóvenes de los pueblos de la comarca y provincias aledañas, para cursar el bachillerato. Se les convalidó la enseñanza primaria mediante algunas pruebas. El plan de estudios que Elvira había diseñado y seguido con tanto esmero durante la infancia de los niños en la hacienda daba sus frutos: según el profesorado, estaban incluso adelantados en conocimientos a los alumnos de su edad. Rodrigo, Manuel y Ramón empezaron a cursar sus estudios en el instituto, y Elena lo hizo en el colegio de las MM. EE. de Casa Palacio, solo para niñas.

Cuando cumplió quince años, Rodrigo ya estaba en su último curso en el instituto; el próximo año, a finales de septiembre, tendría que abandonar el pueblo para desplazarse a la capital. Elvira y Mercedes se turnaban en aquella gran casona del pueblo para atender a los muchachos en sus necesidades, aunque los fines de semana los pasaban en la hacienda todos juntos.

-El Amor-

La relación entre ellos siempre había sido ejemplar. Elvira había priorizado la educación humanística, una enseñanza en valores que fomentara individuos críticos, responsables y comprometidos, antes que la mera acumulación de conocimientos. Ella sostenía que esa era la base que marcaría el futuro de cada individuo en sus relaciones con los demás. Sin embargo, eran jóvenes y los roces surgían de vez en cuando. De niños, lo peor era el trato hostil entre Elena y Ramón, siempre a la gresca y enfadados. - Amores reñidos, son los más queridos -, se burlaba Mercedes cuando los veía enfrentados. A todos les hacía gracia esa expresión, pero a ellos los enfurecía aún más.

Los cuatro crecieron como hermanos, pero, como en una metamorfosis, sus cuerpos mutaron drásticamente en poco tiempo. Aquel año, algo cambió entre Elena y Ramón: todo fue escalando, inocentemente, hasta que un veneno entró en su espíritu, haciéndoles olvidar su niñez. Cuando se dieron cuenta, sus vidas se habían desmontado. Aquellos dos seres tan puros se vieron sumergidos en una mareante tormenta, en una ola de sensaciones nuevas que los despertó a una visión de la vida diferente y atrayente. Aquella herida que endulzaba sus corazones sangraba cuando se miraban. Cada vez que sus cuerpos se aproximaban o sus manos se rozaban por descuido, Ramón se ruborizaba y la separación era inmediata. De noche, en la cama, él sudaba pensando en ella y ella, perdida, no sabía lo que le estaba pasando, no había razones para aquella zozobra ¿por qué nadie se lo explicó? Estar juntos era insoportable y no verse dolía; la culpa de sentir algo impuro oprimía sus pechos, les impedía respirar.  Ella había conocido a muchos chicos, amigos de sus hermanos, pero no podía evitar mirar hacia el suelo cuando él estaba delante.

Con la inminente partida de Rodrigo a la capital, aprovechando la feria de septiembre, Don Fernando consideró oportuno organizar una comida en el Círculo. Para Mercedes y Evaristo, aquel edificio, reservado a la burguesía local, era una novedad. Admiraron el patio porticado, la fuente central, la profusión de macetas y vegetación. Previendo cualquier inconveniente, Don Fernando había concertado un reservado con el presidente del centro y obtenido tres invitaciones. La comida transcurrió entre risas y brindis, deseando a Rodrigo éxito en su andadura universitaria en Córdoba. Al salir del reservado, Mercedes y Evaristo se adelantaron, deseosos de contemplar una vez más la belleza del patio y el gorgoteo del agua en la fuente. Mientras recorrían aquel vergel, un grupo de jóvenes, sentados a una mesa y bebiendo vino, alborotaban con risotadas estruendosas. El que parecía el mayor exclamó: - ¿Desde cuándo se permite el paso del ganado por aquí? -. Los demás celebraron la ocurrencia con palmadas y carcajadas. Fernando, que venía detrás, se detuvo en seco, se giró hacia ellos y, con una sonrisa socarrona, replicó: - ¿Desde cuándo hablan los borricos? Creía que solo rebuznaban -. El joven se levantó como un resorte, volcando botellas y vasos. La gente cercana se interpuso para evitar una confrontación. Evaristo lo tomó del brazo: - Déjelos, Don Fernando, están algo bebidos. Es feria, es comprensible. Discúlpelos, por favor -, intervino un camarero.

El joven en cuestión era Jacinto, hijo de Don Gervasio, el terrateniente más influyente de la comarca y representante local en las Cámaras Agrarias provinciales. Jacinto, tras tres años infructuosos en Granada, volvía a cursar primero de Derecho. Evaristo, observador, comentó en privado a Mercedes:  - Fernando tiene el temple del erizo: manso mientras lo respetan, pero eriza sus espinas más afiladas si lo atacan a él o a los suyos. En ese terreno, es peligroso -.

Salieron de aquel edificio y los cuatro más jóvenes pidieron permiso para pasear por el recinto ferial. Elvira solo les pidió que no perdieran de vista a Elena y que no la dejaran sola en ningún momento. Fernando sacó su billetera y le dio algún dinero a Rodrigo y le dijo, - Recuerda que eres el mayor -. Los cuatro saltaron de alegría al verse solos, se cogieron del brazo abarcando casi el ancho de la vía, tratando de esquivar carruajes y caballos por la calle Cervantes entre risas, mientras se dirigían al recinto donde estaban las atracciones de feria. Manuel y Rodrigo montaron en las barquillas, Elena dijo que le daba miedo y Ramón se quedó con ella observando a sus hermanos como ganseaban tratando de subir cada vez más alto. Él apoyó sus manos en el cerco que delimitaba la atracción observando y riéndose de ellos. Cuando la mano de Elena se posó encima de la suya, le cogió desprevenido. Su mano fría y temblorosa lo agarró con fuerza para que esta vez no la retirara. Ramón se giró hacia ella despacio, le estaba mirando fijamente, las lágrimas brotaban y, una a una, caían por su mejilla. Se quedaron mirándose unos segundos dentro de aquel caos, de aquel bullicio, ella solo abrió su boca para decir: - “¡¡Cobarde!!”- él miró al suelo y se soltó de su mano con rabia. Esperaron a que los chicos salieran de las barcas y, ya juntos, se dirigieron a la pequeña noria y a probar fortuna tirando unos cuantos dardos en la caseta de tiro. Elena seguía muy seria, y Manuel le preguntó, - ¿Es que no te lo pasas bien hermanita? -Ella no respondió. -Venga que vamos a comprar algodón dulce- Después de dar una vuelta por la feria de ganado, volvieron a la tómbola y al tiovivo. Allí, ya artos de andar y no sabiendo a dónde ir, Rodrigo propuso: -Vamos, que os invito a unas gaseosas-.

Se sentaron en una mesa del Bodegón de la calle Córdoba, cerca de la feria. - ¿Qué os pongo? -dijo aquel hombre con mandil y un paño sucio encima del hombro. - ¿Tomamos un calimocho?, - dijo Rodrigo, -Calimocho de vino blanco sí que lo puedo preparar, tinto no tengo-, - de acuerdo, tráiganos 

un porrón de calimocho y una gaseosa para ella-, -¡¡¡No!!!- dijo energéticamente Elena, - a mí me pone un vaso de caña de calimocho-, el camarero miro a Rodrigo que, después de unos segundos, dijo un “vaaaale” sin gana. Por la calle pasaron los amigos de Rodrigo y se sentaron en la mesa y pidieron otro porrón. Entre conversaciones, bromas y risas, la noche lo oscureció todo. Después de dos horas allí, Elena se levantó de improviso y dijo que se iba y Manuel mostró su malestar, -Ya sabía yo que te sentaría mal el calimocho- dijo Rodrigo enfadado, - No, no me acompañéis, quedaros, sé llegar sola. –  Varios de los presentes se levantaron y se ofrecieron para escoltarla, pero Rodrigo no se fiaba mucho de las intenciones de sus amigos y no quería que la vieran con chicos extraños. Fue entonces cuando Ramón se levantó y dijo que se retiraba, pues el calimocho se le había subido a la cabeza. Rodrigo se quedó conforme que la acompañara Ramón y le encargó que, cuando llegara a la casa, se lo dijera a su madre. Empezaron a andar calle arriba, -No quiero que me acompañes, quédate- dijo ella-. Ramón no respondió y siguió al lado de ella, despacio, cuerpo con cuerpo. El la seguía en su deambular, - vamos Elena, vamos para casa-, -No, quiero tomar otro calimocho-.

Sentados en la calle, en el café Agrario, estaban sus padres, junto a un primo de Fernando. Elvira se levantó y fue hasta ellos, - ¿Pero a dónde vais? -, - Para la casa señora, estamos cansados-, - ¿y los demás?, - Quedaron en el Bodegón con unos amigos- dijo él, - Bueno, nosotros estamos terminando, ¿queréis tomar algo con nosotros? -, - no mamá, tengo sueño- dijo Elena. – Ramón, ¿No le habréis dado de beber vino?, -bueno bebimos un poco de calimocho-, dijo él - pues hala, cuando lleguéis, cenáis algo y a la cama-. Volvieron a emprender la marcha hasta la casona y allí les abrió Josefina. Ella era, junto a Pedro, su marido, los guardeses de la casona. -Buenas noches señoritos, ¿desean cenar algo?, - No Josefina, nos vamos a retirar- dijo Ramón. Elena ya no estaba con ellos, se había dirigido al patio y se había sentado en una silla. El la buscó y la encontró mirando a las estrellas, - buenas noches Elena, me voy a la cama-. Ella se levantó de la silla con brusquedad, se plantó delante de él, cogió su cara con sus manos y la acercó a su boca. Como quien tiene sed, bebió de ella como una aprendiz. Él la cogió de la cintura y la estrechó contra su cuerpo y empezó a calmar también su sed en su boca. Ella temblaba y él, con sus manos inexpertas, trataba de serenarla, pero no sabía cómo sosegar aquella inquietud y la atrajo aún más hasta fundirla con su cuerpo, se enroscó en ella, olió y acarició su cabello negro, se mojó en sus lágrimas - ¿Qué es este veneno que tanto nos hiere?, por favor, sácame esta dulce pena - dijo él, para continuar besándola. Ella se separó de él, lo cogió de la mano y se sentaron mirando aquella noche estrellada, ella posó suavemente su cabeza en su pecho - y ahora, ¿qué vamos a hacer Ramón? -

Los días siguientes, la clandestinidad se normalizó en sus relaciones. Rodrigo se marchó, el curso avanzaba y ellos se veían en la oscuridad del parque, dejándose llevar por aquel torrente que no podían dominar. Solo Manuel notó la evidencia de lo que ya imaginaba y a lo que seguía sin dar crédito. En el recreo, un día, le comentó a Ramón: - Tened cuidado, estáis al límite. No estoy en contra de esto, pero no me gustaría que mi hermana saliera dañada de esta locura, de esta sinrazón -, - ¿y a mí qué me deseas Manuel? -, le interpeló él, - sabes y no te hagas el tonto, eres mi hermano como lo es Elena y Rodrigo, compartimos todo menos la sangre, nuestra familia es una, ¿qué piensas que te deseo Ramón?,- hizo una larga pausa y prosiguió, -deberías haberlo compartido antes conmigo -.  - Por Dios Manuel, te juro que esto ha surgido de dentro, yo no lo quería, pero ahora no lo controlo, debes creerme. No me preguntes cómo, pero lo que sentimos es una droga que no queremos dejar, sé que nos va a hacer daño tarde o temprano, pero no lo puedo gestionar con la cabeza…mi corazón ahora me manda -. - Nuestros padres esto no se lo van a tomar bien, para ellos somos demasiado jóvenes, lo mismo el año que viene nos separamos y quizás el fuego se sofoque con la distancia -, - la quiero Manuel, no quiero pensar en el futuro, quiero vivir el hoy. Esta tarde noche, en el parque, la tendré de nuevo en mis brazos y se me hace una eternidad el tiempo que falta hasta ese momento -, - de todas formas, Ramón, tened cuidado – dijo Manuel. 

-La enfermedad-

A finales de octubre, en La Polvorilla, Evaristo se levantó como cada mañana antes del amanecer para seguir su rutina, el ritual heredado de su abuelo. Se vistió fuera del dormitorio donde quedó Mercedes apurando el sueño. Se lavó la cara en una palangana y después mojó su brocha e hizo

espuma con el jabón de afeitar, abrió su navaja y la afiló en aquel trozo de cuero colgado de la pared. Delante de aquel pequeño espejo y del candil colgado al lado, se sacó la espuma de aquella tez dorada y ya arrugada que habían moldeado el sol y los aires de aquella tierra. Puso un pequeño puchero con agua en la lumbre y le añadió dos cucharadas de café molido. Esperó que hirviera para colar la infusión, a través de un calcetín, a una taza de metal. Sorbo a sorbo y muy caliente lo bebió mientras se peinaba su pelo hacia atrás con brillantina. Cuando terminó, se guardó el peine en un bolsillo de la chaquetilla y se puso los zahones de verano, los de lona. Del perchero, tomó el sombrero del abuelo y se lo encajó con cuidado. Había días que solo se lo quitaba al regresar de la jornada.

Aquel día de San Miguel aún hacía calor, pero un viento arremolinado levantaba el polvo en patios y tejados. Al salir del cuarto, intentó cerrar la puerta, pero un golpe de viento le arrebató la manija de su mano. El portazo resonó en el silencio del amanecer. Dentro, algo se había caído, y el sonido vítreo despertó a Mercedes. Ambos entraron al cuarto al mismo tiempo: él desde el patio y ella desde el dormitorio. El espejo yacía en el suelo, hecho añicos. Evaristo miró como palidecía la cara de Mercedes, llena de pavor y con las manos en la boca, y cómo entre dientes empezaba a renombrar santos y a decir oraciones. Él sabía que Mercedes era muy supersticiosa, el solo pudo disculparse: -Lo siento Mercedes, ese viento que se ha levantado…, no sé de dónde vino, entró como un diablo por la puerta y…. tú no te preocupes mujer, encarga otro al primero que vaya al pueblo -. Ella seguía asustada cuando él salió hacia las cuadras para ensillar su montura.

Antes del verano, Fernando había comprado dos coches Citroën Rosalie de segunda mano, gracias a las gestiones de sus primos sevillanos. Dejaban siempre uno en la hacienda y el otro quedaba en el pueblo. Los viajes a Córdoba para ver a Rodrigo, o a Sevilla y a Sanlúcar, se hicieron cada vez más frecuentes. Un martes de finales de noviembre, todos se extrañaron al ver el coche del pueblo acercarse a la hacienda. Era Elvira con el guardés Pedro. Los chicos habían enfermado hacía una semana con una especie de catarro: fiebres, jaquecas, fuertes dolores musculares y vómitos. Elena y Manuel habían mejorado el lunes, pero Ramón persistía con síntomas y brotes de dolor insoportable que lo hacían gritar por las noches. El médico de la familia, el doctor Giráldez, quería hablar con los padres de Ramón. Al llegar, se dirigieron directamente a su casa. – ¿Qué le pasa a Ramón doctor? -, le preguntó Evaristo, -Pues siento decirles que Ramón ha contraído la poliomielitis, la polio-. – Bueno, hay un brote en esta comarca y son varios casos graves que ya he tratado estos días-, - pero ¿cómo ha podido pasar? - dijo Mercedes, - Eso es difícil de adivinar, pero le puedo decir que tanto Elena como Manolo también la tienen, pero ellos no van a desarrollar la enfermedad, ha remitido. Mandé unos análisis a Córdoba y hoy me lo han notificado. El virus en Ramón, sin embargo, se ha hecho fuerte y ahora solo queda esperar. -Mercedes se puso a llorar desconsoladamente, ella sabía las consecuencias de aquella enfermedad - ¿Esperar a qué doctor?, preguntó Evaristo. - Tenemos que esperar que se estabilice y después mirar que órganos resultan dañados, ahora es imposible darles más información, solo puedo decirles, aunque sea muy duro, que, hoy en día, esta enfermedad, no tiene cura. No puedo decirles la gravedad hasta que pasen unos meses, puede ser leve o, al contrario, le puede llevar a la muerte, lo siento me gusta ser claro para no engañarles y tampoco crearles falsas expectativas. – Mercedes se abrazó a Evaristo diciéndole, - ¡¡¡lo sabía, lo sabía, maldito espejo…Dios mío, ¿por qué?!!!-

Por seguridad, tuvieron que aislar a Ramón. Don Fernando se encargó de todo. En principio, lo trasladarían al sanatorio de “La Purísima” de Córdoba durante el tiempo que fuera necesario. Mientras, se adecuó la casa que Evaristo heredó de su abuelo para cuando regresara. Evaristo siguió con su rutina en La Polvorilla, pero una noche habló con Fernando. - Estamos muy dolidos Don Fernando por la enfermedad de Ramón, pero usted sabe que nosotros no podemos pagar los gastos del sanatorio de Córdoba. No sabemos cómo compensar esto. Mercedes me ha dicho que deberíamos vender la casa del pueblo y yo no sé…-. Fernando, con su flema habitual, no le contestó, solo le dijo, - ¿Tú qué harías por mí Evaristo si tengo un problema grave? -, - No tengo que contestar a eso, ¿no? Ya lo sabe-, le dijo él-. - Entonces no hay más que hablar, y no me vuelvas a llamar de usted en privado-. Después se dieron un abrazo

La enfermedad del chico rompió la armonía que había existido en aquellas familias, todo se descolocó y las caras de felicidad se tornaron en caras de tristeza, el pesimismo lo invadió todo. Cuando se lo comunicaron a Ramón cayó en una especie de hundimiento y depresión. Hablaba con monosílabos, tenía la mirada fija y apenas comía. El traslado a Córdoba había sido rápido y ágil. A Ramón solo le despidió su padre, Mercedes no tuvo fuerzas. Estaba abatida y no esperaba otra cosa que malas noticias. - Ramón sabes que soy de pocas palabras y no tengo que decirte nada para expresar mis sentimientos. Perdona a tu madre, el dolor la ha paralizado – le dijo Evaristo antes de salir. - Lo sé padre, perdone que esté así, no merecéis pasar por esto -,  -recuerda que los momentos duros no duran mucho, pero la gente dura sí lo hace – Evaristo le dio un beso en la frente y lo despidió con un: - resiste hijo –.

Elena entró en un proceso de autoculpa, se encerró en su habitación y no quería ver a nadie. Lloraba por él y por ella. Todos los sentimientos, las ilusiones y los planes que se habían creado entre los dos, se desvanecieron en pocos días. Creía que Dios había presenciado su pecado, y las consecuencias inevitables eran ese dolor y esa soledad que ahora sentía, una purga insufrible de su ofensa. No dormía, lloraba constantemente, quería redimir aquel pecado y desliar de nuevo el tiempo pasado para empezar de nuevo y no cometer el mismo error para que él se salvara. No podía ni quería ver a nadie. Cansada de intentarlo, Elvira le dijo a Manuel que hablara con su hermana, pues ambos tenían una conexión especial. Manuel entró sin llamar en la habitación, pasó y cerró la puerta. Su hermano era muy diferente a ella. Su talante era sosegado, pautado en la conversación, sabía escuchar y empatizar con los problemas de los demás enseguida. El resultado fue que, al día siguiente, Elena se levantó de la cama y desayunó con todos. Dos días después asistió a clase por primera vez desde el episodio de la enfermedad.

El pie izquierdo de Ramon había quedado insensible, mientras los dolores de cabeza y garganta habían cesado. La fiebre persistía por las tardes y las noches. El esperado y temido rebrote no llegó y los doctores dieron por finalizada la enfermedad de Ramón. Lo que en principio parecía ser un internamiento de un mes, se prolongó a cuatro. A finales de febrero, el coche de Don Fernando llegaba

a la puerta de la casa de Evaristo. La nueva bota ortopédica fue lo primero que Ramón puso en el suelo, y Pedro, el guardés y ahora también conductor, le acercó su muleta. Los vecinos se asomaron a las puertas, no estaban acostumbrados a que un coche pasara o parara en su calle. Mercedes se bajó por la otra puerta del coche y se dirigió hacia Evaristo, que los esperaba. Lo vio bajar con dificultad; nadie se acercó a ayudarlo, ya lo había advertido Ramón. Cuando se puso erguido, su padre observó que estaba más delgado, sus ojos llenos de ojeras y su mirada era gris, triste. - ¿Cómo estás hijo? -, - ¿usted cómo me ve?, Evaristo se quedó mirándolo, -más flacucho hijo, debes recuperar, tu madre se quedará aquí estos días contigo y con buenos potajes ya mismo estarás conmigo en La Polvorilla -. Ramón entró en la casa con dificultad, solo llevaba dos semanas con la bota ortopédica y le hacía daño en la rodilla. Mercedes se cogió del brazo de su marido y se apretó a él sonriendo, ella también estaba muy desmejorada. Había pasado la mayor parte del tiempo con él en el sanatorio. La Navidad la pasaron solos en aquella habitación, siempre llena de toallas húmedas, esperando las malditas calenturas de cada tarde. Algunos días, Rodrigo se pasaba y le traía libros de poesía, a los que también intercalaba otros, de aventuras y literatura más ligera, para animarlo. Un día, la fiebre no vino y al otro, tampoco, y ya había pasado demasiado tiempo para que el virus se replicara. El doctor habló con Mercedes una tarde: - La enfermedad está controlada pero el virus lo tiene en el cuerpo, el dolor en su pie se lo recordará de vez en cuando, pero si se cuida, la parálisis no avanzará. He tratado mucho con esta enfermedad, Ramón ha luchado, se ha resistido y usted y mi equipo, le han ayudado mucho, pero pocos enfermos de “polio paralizante” han salido con tan pocas lesiones. Si hace lo que yo le digo, solo le quedará una leve cojera del pie izquierdo-.

Aquella misma tarde, Manuel pasó a verlo. Le bastó media hora para que Ramón cambiara su semblante. Horas y horas charlando de todo: de los libros que había leído, de la barba que se estaba dejando Rodrigo, de que por fin le habían dejado conducir el Citroën, del nuevo caballo que había comprado su padre, de la electricidad que había llegado a La Polvorilla, de su visita a Sevilla y a Sanlúcar para ver a sus abuelos. Los dos querían evitar hablar de ella, pero rondaba en sus cabezas y era inevitable. Mercedes entró en la habitación con una bandeja, con dos vasos de leche caliente y unas galletas para merendar, - ¿pero? ¡¡vamos, vamos!!…. Que debéis tener el gaznate como la mojama, ¿os lo vais a contar todo hoy?, dejar algo para mañana, venga, hacer un descanso y tomaros esto. – Cuando salió Mercedes de la salita cerró la puerta, Manuel cogió el vaso y antes de darle un sorbo lo miró y le dijo muy serio: y ¿no me vas a preguntar por Elena?

Dos semanas después, Elena, Rodrigo y Manuel, hicieron una visita a Ramón. - ¡¡Mira quiénes
han venido Ramón!! – dijo su madre al entrar en la salita. Primero entró Rodrigo, mientras él se ponía de pie. Lo abrazó y lo besó en la mejilla. -Por favor, Rodrigo, cómo pincha esa barba-, bromeó. Después vio a Manuel y a Elena, que se habían entretenido con Mercedes y se disponían a entrar. Había pensado muchas veces cuál iba a ser su reacción al verla, pero en ese momento estaba bloqueado. – Bueno, a éste lo veo todos los días, menos mal que tú no pinchas- le dijo mientras lo abrazaba. Manuel se retiró y quedó delante de la verdad, de la realidad, de ella. Elena levantó la cabeza y se dirigió hacia él sin decir nada. Cuando estuvo a su alcance lo abrazó y le dijo muy bajito, - lo siento -, después le dio dos besos en la mejilla. -Venga sentaros ya, no quedaros de pie –, dijo Mercedes poniendo en la mesa unos dulces que habían comprado los chicos. - Bueno, ¿queréis café, u otra cosa? –.

CONTINUARÁ ............ 

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