septiembre 01, 2025

Ángel Pérez Campos

 


La Bandera, el Tambor
y el Bendito Veneno






Era el primer día de septiembre, pero el calor, que había asfixiado la noche, seguía aferrado al aire. Mi cuerpo infantil buscaba el refugio más fresco de la casa vecinal, el escalón de piedra que separaba el gran zaguán del patio. Mi mundo se reducía a una canica de barro que lanzaba una y otra vez contra el rodapié y a unas hormigas que, con fervor suicida, escalaban mis piernas desnudas. —¡Niño! Con la maldita bolita… ¡Ya está bien, ¿no?! — protestaba la vecina, Rosario. Aquel rincón, a salvo de los primeros rayos del sol, era mi favorito. Ocasionalmente, una corriente de aire se colaba para mecer las pesadas cortinas de jarapa de la entrada, permitiéndome ver a las moscas flotar ingrávidas en aquel universo denso y estático.

Los murmullos de la calle, que al principio eran solo un eco lejano, comenzaron a crecer, a transformarse en una llamada irresistible que mi aburrimiento no podía ignorar. La curiosidad infinita de niño me empujó hasta la puerta.  Me levanté, aparté con cuidado la cortina y me asomé. La calle era un hervidero de actividad. Dos vecinas bajaban por la calle charlando animosamente, con las cestas de la compra en una mano y un manojillo de varitas de nardo en la otra. Los de enfrente daban una mano de cal a su fachada, rematándola con la cenefa de siempre. Por todas partes se limpiaban puertas y rejas mientras con cubos se baldeaba con agua el polvoriento empedrado de la calle. Los balcones y ventanas se habían vestido con las mejores macetas, que presumían del colorido de sus flores. Se percibía que todo el barrio estaba en vísperas de algo grande, algo bueno que contagiaba de alegría a su gente.

A pesar de la frenética actividad que reinaba, un sonido se abría paso entre las voces y el bullicio vecinal. El insistente "tantarantán" de un tambor se colaba por calles y callejuelas del barrio. Volví a entrar y cerré la cortina con la intención de seguir aburriéndome, pero me equivocaba. De improviso, mi madre bajó atropelladamente por las escaleras. Me buscó con la mirada y, al localizarme, se dirigió hacia mí con una toalla mojada en las manos. Sus intenciones se aclararon enseguida. Sin mediar palabra, cogió mi cara con brusquedad y, en un rápido zigzag, me limpió los churretes, las legañas y los mocos. Incluso repasó mis orejas antes de soltar la toalla y acomodar mi pelo revuelto con sus manos.

Aturdido por aquel atropello quise protestar, pero no me dio tiempo, porque, casi sin darme cuenta, su mano maternal asió fuertemente la mía y, de un tirón, me arrastró hacia la calle. Allí, un grupo de gente se dirigía calle arriba con prisa, formando una algarabía. ¡Vamos, vamos, Angelín, que no llegamos a tiempo! —exclamó ella. Íbamos tan rápido que mis pequeños pies apenas tocaban el suelo. Los acontecimientos y mi madre superaban la velocidad de mi mente, que trataba, en vano, de darle sentido a lo que estaba sucediendo. Acalorados, y no sin esfuerzo, llegamos a una encrucijada de calles, el punto de encuentro de aquella concentración de vecinos, seguramente provocada por la llamada del redoble de aquel tambor.

Y allí estaban, inmóviles como dos estatuas. Un hombre enjuto, tocado con un sombrerillo de paja, portaba el tambor, al que golpeaba de forma cansina y arrítmica a la vez. Su sonido ronco y quebrado se metía en mi cabeza, amenazando con quedarse. A su vera, otro hombre sostenía un mástil en el que descansaba una bandera multicolor. Los hombres, mujeres y niños que iban llegando se ordenaban en un semicírculo, mirando a estos dos personajes, unos agachándose y otros apoyando su rodilla en el suelo. La mano de mi madre cogió mi cabeza por arriba y la empujó hacia abajo para que me agachara también.

Repentinamente, el tambor aceleró, y cogió ritmo de galope. Sin darme cuenta, el día se nubló. La tela de la bandera había empezado a volar sobre nuestras cabezas, opacando la luz solar. Me quedé embelesado mirando aquel paño y cómo, en su viaje de aquí para allá, dibujaba olas de colores en el cielo. Una balsámica brisa empezó a circular entre nosotros, producida por el vaivén de la tela. Las personas, protegidas por aquella cúpula multicolor, gritaban ahora fuerte y al unísono: "¡Viva, Viva, Viva!". Todo un espectáculo para los ojos de un niño. Mi mirada limpia y pura absorbía como una esponja aquel gozo, aquel fervor, aquella exaltación de un sentimiento que todavía no lograba comprender.

En menos de medio minuto, el tambor volvió a su ritmo cansino. La bandera regresó, rendida por su vuelo, a caer sobre el mástil, y los que allí estaban se fueron levantando poco a poco, encaminándose hacia el abanderado que les ofrecía besar su tela. Mi madre me volvió a coger la mano y nos dirigimos también hacia ella. En el trayecto me fijé en el conjunto de personas que nos rodeaban. Algo había cambiado, todo era diferente; sus caras así lo indicaban. Una atmósfera de paz, de felicidad y de alegría contenida lo inundaba todo. Cuando llegué, la besé, y un delicado olor a nardos me embriagó.

El lienzo de colores, con su eco de "tantarantán", se alejaron calle arriba, dejando a su paso un rastro de anhelos y una brisa impregnada de aromas de nardos. Nos quedamos un instante, viendo cómo los vecinos se dispersaban. Otros, atraídos por el latido del tambor, salían de sus casas para unirse al siguiente vuelo de aquella bandera anunciadora.

Nos retiramos, mi madre y yo cogidos de la mano, calle abajo, de vuelta a casa, a un paso ya más tranquilo.  Mientras caminábamos, la miré a la cara y me fijé en que iba sonriendo. Ella notó mi mirada, se volvió hacia mí y me miró con ternura, sin decir una palabra. Yo intentaba digerir todo lo que había sucedido en aquellos diez minutos tan intensos y a la vez tan turbadores.

Ahora, después de tantos años, tengo la certeza de que ella ya lo sabía, su complicidad era evidente: el veneno había entrado en mí, mi espíritu se había contagiado. Aquel bendito veneno había sido inoculado a través de todos mis sentidos. Dormido, pero siempre presente, circularía por mis venas, marcándome para siempre. Lo llevo grabado como una vieja cicatriz que, con cada latido, me recuerda que los verdaderos tesoros, los que perduran, no se compran ni se roban. Son simplemente nuestros, para siempre.

Pasaron los días y los años, y fui atesorando en mi memoria retazos como este. Con el tiempo, los fui cosiendo, entendiéndolos y poniéndolos en valor. Lo que me habían transmitido no solo eran unas tradiciones, eran parte de la vida misma, eran las raíces de donde venía, los cimientos en donde apoyarme y crecer, me dieron mi sentido de pertenencia, mi identidad.

La magia que solo saben ver los ojos de un niño no se puede reemplazar ni inventar. El olor a nardos, el colorido multicolor de ese paño, su vuelo y su brisa, el sonido irrepetible de ese tambor, la alegría sobrevenida de la gente sencilla, la mano fuerte y protectora de mi madre... Esos pellizquitos del alma, esos recuerdos, permanecerán en mí, imborrables, imposibles de olvidar.

Angel Pérez Campos.

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Epílogo

Queridos amigos y amigas, queridos lectores,

Llega septiembre y el día 4 ya está cerca. Os dejo este pequeño relato rescatado de mi memoria y que quería compartir con vosotros. No quisiera olvidarme en estos días de Fiestas de aquellas personas que ya no están entre nosotros y que tanta alegría les daba la llegada de la Virgen. Algunas se fueron demasiado pronto, otras cumplieron su ciclo vital dejándonos su legado. Ellos nos dieron la vida y nos acompañaron durante mucho camino, quizás el más difícil. Nos inculcaron valores, orgullo, sentimientos, tradiciones, amor y sueños para una vida mejor. Nos cogieron la mano fuertemente un día y no la soltaron hasta que iniciamos nuestro propio vuelo. Su bendito veneno corre todavía por nuestras venas y ahora que se acerca septiembre, bulle aún con más fuerza. Felices días a todos los que estáis por aquí y a los que por circunstancias estáis ausentes, os llevaremos en el corazón.

¡¡¡¡Viva la Virgen de la Sierra!!!        

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