La Bandera, el Tambor
y el Bendito Veneno
Era el primer día de septiembre, pero el calor, que había
asfixiado la noche, seguía aferrado al aire. Mi cuerpo infantil buscaba el
refugio más fresco de la casa vecinal, el escalón de piedra que separaba el
gran zaguán del patio. Mi mundo se reducía a una canica de barro que lanzaba
una y otra vez contra el rodapié y a unas hormigas que, con fervor suicida,
escalaban mis piernas desnudas. —¡Niño! Con la maldita bolita… ¡Ya está bien,
¿no?! — protestaba la vecina, Rosario. Aquel rincón, a salvo de los
primeros rayos del sol, era mi favorito. Ocasionalmente, una corriente de aire
se colaba para mecer las pesadas cortinas de jarapa de la entrada,
permitiéndome ver a las moscas flotar ingrávidas en aquel universo denso y
estático.
Los murmullos de la calle, que al principio eran solo un eco
lejano, comenzaron a crecer, a transformarse en una llamada irresistible que mi
aburrimiento no podía ignorar. La curiosidad infinita de niño me empujó hasta
la puerta. Me levanté, aparté con
cuidado la cortina y me asomé. La calle era un hervidero de actividad. Dos
vecinas bajaban por la calle charlando animosamente, con las cestas de la
compra en una mano y un manojillo de varitas de nardo en la otra. Los de
enfrente daban una mano de cal a su fachada, rematándola con la cenefa de
siempre. Por todas partes se limpiaban puertas y rejas mientras con cubos se
baldeaba con agua el polvoriento empedrado de la calle. Los balcones y ventanas
se habían vestido con las mejores macetas, que presumían del colorido de sus
flores. Se percibía que todo el barrio estaba en vísperas de algo grande, algo
bueno que contagiaba de alegría a su gente.
A pesar de la frenética actividad que reinaba, un sonido se abría paso
entre las voces y el bullicio vecinal. El insistente "tantarantán" de
un tambor se colaba por calles y callejuelas del barrio. Volví a
entrar y cerré la cortina con la intención de seguir aburriéndome, pero me
equivocaba. De improviso, mi madre bajó atropelladamente por las escaleras. Me
buscó con la mirada y, al localizarme, se dirigió hacia mí con una toalla
mojada en las manos. Sus intenciones se aclararon enseguida. Sin mediar
palabra, cogió mi cara con brusquedad y, en un rápido zigzag, me limpió los
churretes, las legañas y los mocos. Incluso
repasó mis orejas antes de soltar la toalla y acomodar mi pelo revuelto con sus
manos.
Aturdido por aquel atropello quise protestar, pero no me dio tiempo,
porque, casi sin darme cuenta, su mano maternal asió fuertemente la mía y, de
un tirón, me arrastró hacia la calle. Allí, un grupo de gente se dirigía calle
arriba con prisa, formando una algarabía. —¡Vamos,
vamos, Angelín, que no llegamos a tiempo! —exclamó ella. Íbamos tan rápido
que mis pequeños pies apenas tocaban el suelo. Los acontecimientos y mi madre
superaban la velocidad de mi mente, que trataba, en vano, de darle sentido a lo
que estaba sucediendo. Acalorados, y no sin esfuerzo, llegamos a una
encrucijada de calles, el punto de encuentro de aquella concentración de
vecinos, seguramente provocada por la llamada del redoble de aquel tambor.
Y allí estaban, inmóviles como dos estatuas. Un hombre enjuto, tocado con un sombrerillo de paja, portaba el tambor, al que golpeaba de forma cansina y arrítmica a la vez. Su sonido ronco y quebrado se metía en mi cabeza, amenazando con quedarse. A su vera, otro hombre sostenía un mástil en el que descansaba una bandera multicolor. Los hombres, mujeres y niños que iban llegando se ordenaban en un semicírculo, mirando a estos dos personajes, unos agachándose y otros apoyando su rodilla en el suelo. La mano de mi madre cogió mi cabeza por arriba y la empujó hacia abajo para que me agachara también.
Repentinamente, el tambor aceleró, y cogió ritmo de galope. Sin darme cuenta,
el día se nubló. La tela de la bandera había empezado a volar sobre nuestras
cabezas, opacando la luz solar. Me quedé embelesado mirando aquel paño y cómo,
en su viaje de aquí para allá, dibujaba olas de colores en el cielo. Una
balsámica brisa empezó a circular entre nosotros, producida por el vaivén de la
tela. Las personas, protegidas por aquella cúpula multicolor, gritaban ahora
fuerte y al unísono: "¡Viva, Viva, Viva!". Todo un espectáculo para
los ojos de un niño. Mi mirada limpia y pura absorbía como una esponja aquel
gozo, aquel fervor, aquella exaltación de un sentimiento que todavía no lograba
comprender.
En menos de medio minuto, el tambor volvió a su ritmo cansino. La bandera
regresó, rendida por su vuelo, a caer sobre el mástil, y los que allí estaban
se fueron levantando poco a poco, encaminándose hacia el abanderado que les
ofrecía besar su tela. Mi madre me volvió a coger la mano y nos dirigimos
también hacia ella. En el trayecto me fijé en el conjunto de personas que nos
rodeaban. Algo había cambiado, todo era diferente; sus caras así lo indicaban.
Una atmósfera de paz, de felicidad y de alegría contenida lo inundaba todo.
Cuando llegué, la besé, y un delicado olor a nardos me embriagó.
El lienzo de colores, con su eco de "tantarantán",
se alejaron calle arriba, dejando a su paso un rastro de anhelos y una brisa
impregnada de aromas de nardos. Nos quedamos un instante, viendo cómo los
vecinos se dispersaban. Otros, atraídos por el latido del tambor, salían de sus
casas para unirse al siguiente vuelo de aquella bandera anunciadora.
Nos retiramos, mi madre y yo cogidos de la mano, calle abajo, de vuelta a casa, a un paso ya más tranquilo. Mientras caminábamos, la miré a la cara y me fijé en que iba sonriendo. Ella notó mi mirada, se volvió hacia mí y me miró con ternura, sin decir una palabra. Yo intentaba digerir todo lo que había sucedido en aquellos diez minutos tan intensos y a la vez tan turbadores.
Pasaron los días y los años, y fui atesorando en mi memoria retazos como este. Con el tiempo, los fui cosiendo, entendiéndolos y poniéndolos en valor. Lo que me habían transmitido no solo eran unas tradiciones, eran parte de la vida misma, eran las raíces de donde venía, los cimientos en donde apoyarme y crecer, me dieron mi sentido de pertenencia, mi identidad.
La magia que solo saben ver los ojos de un niño no se
puede reemplazar ni inventar. El olor a nardos, el colorido multicolor de ese
paño, su vuelo y su brisa, el sonido irrepetible de ese tambor, la alegría
sobrevenida de la gente sencilla, la mano fuerte y protectora de mi madre... Esos pellizquitos del alma, esos recuerdos,
permanecerán en mí, imborrables, imposibles de olvidar.
Angel Pérez Campos.
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Epílogo
Queridos amigos y amigas, queridos lectores,
Llega septiembre y el día 4 ya está cerca. Os dejo este
pequeño relato rescatado de mi memoria y que quería compartir con vosotros. No
quisiera olvidarme en estos días de Fiestas de aquellas personas que ya no
están entre nosotros y que tanta alegría les daba la llegada de la Virgen.
Algunas se fueron demasiado pronto, otras cumplieron su ciclo vital dejándonos
su legado. Ellos nos dieron la vida y nos acompañaron durante mucho camino,
quizás el más difícil. Nos inculcaron valores, orgullo, sentimientos,
tradiciones, amor y sueños para una vida mejor. Nos cogieron la mano
fuertemente un día y no la soltaron hasta que iniciamos nuestro propio vuelo.
Su bendito veneno corre todavía por nuestras venas y ahora que se acerca
septiembre, bulle aún con más fuerza. Felices días a todos los que estáis por
aquí y a los que por circunstancias estáis ausentes, os llevaremos en el
corazón.
¡¡¡¡Viva la Virgen de la Sierra!!!
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