EL PRIMER BELÉN
DE LA HISTORIA
Un cuento
de Navidad inspirado en San Francisco de Asís
Por los caminos cubiertos de
escarcha caminaba un hombre envuelto en un tosco sayal. Descalzo, delgado, pero con los ojos llenos de una luz que parecía
venir del mismo cielo. Era Francisco de Asís, el hombre que había renunciado a todo lo que el mundo llama
riqueza para abrazar la pobreza y la alegría del Evangelio. A su lado caminaba fray
León, su fiel compañero, tiritando bajo
la helada.
—Hermano León —dijo Francisco
con voz serena—, ya se acerca la fiesta del Nacimiento del Señor.
—Sí,
padre —respondió el fraile, soplando sus manos para entrar en calor. Pronto cantaremos los villancicos y celebraremos la misa de
la noche santa.
—Pero dime, hermano, ¿no te gustaría ver con tus ojos cómo fue
aquello? —preguntó el santo, deteniéndose bajo un
olivo cubierto de escarcha. Ver la pobreza del
pesebre, la sencillez del Niño,
la ternura de María, el silencio
de José….
Fray
León sonrió con ternura.
—Eso solo pudieron verlo los pastores
de Belén, padre.
—Entonces —dijo Francisco con una chispa en los ojos—,
hagamos de Greccio un nuevo Belén.
Durante los días siguientes, el rumor corrió por el valle. Francisco quería celebrar la Navidad de una manera nunca antes vista: recrear el nacimiento de Jesús en una cueva de las montañas. Los aldeanos lo miraban con sorpresa, pero la sencillez del santo los contagiaba. Pronto todos se ofrecieron a ayudar. Los niños recogían ramas secas, los pastores prestaban sus animales, y las mujeres tejían mantas para el establo.
—No quiero oro ni adornos —repetía
Francisco. Solo quiero ver la pobreza en que nació el Rey del cielo.
Eligieron una gruta natural, en lo
alto de un monte cercano. Era un refugio donde los pastores solían
resguardarse de las tormentas. Allí, bajo un cielo cubierto de estrellas,
levantaron con sus propias manos el primer portal de Belén. Colocaron un pesebre de madera, lleno
de heno fresco. A un lado, un buey; al otro,
una mula. En el centro, una figura vacía,
esperando el milagro.
Llegó por fin la Nochebuena de 1223. Desde el pueblo subía una procesión de antorchas. Los cantos llenaban el aire,
y las montañas parecían repetirlos en eco. Hombres
y mujeres caminaban con el corazón encendido por la emoción. Cuando todos llegaron a la cueva, el fuego de las antorchas
iluminó aquel sencillo pesebre. Francisco, de rodillas, permanecía en
silencio. El sacerdote del pueblo comenzó la
misa sobre una piedra, mientras el coro de
frailes entonaba un canto que hablaba de paz y esperanza.
Y al momento de la homilía, Francisco se levantó. Su voz era suave, pero cada
palabra parecía fuego.
—Hermanos —dijo, mirad la humildad
de Dios. Él, que hizo
el cielo y la tierra, quiso venir al mundo no como un rey, sino como un niño
pobre. No nació entre palacios, sino entre
animales. No tuvo mantos, sino paja. Y todo esto lo hizo por amor.
Mientras hablaba, las lágrimas
corrían por sus mejillas. Nadie se atrevía a moverse. El viento se detuvo. Hasta
los animales guardaron silencio.
Entonces ocurrió algo que los
presentes nunca olvidaron: el pesebre ya no estaba vacío. Allí, sobre el heno, apareció un Niño dormido, envuelto en luz. Su
rostro irradiaba ternura, y a su lado se
inclinaban María y José,
serenos, como si hubiesen cobrado vida.
Francisco
cayó de rodillas y alzó los brazos temblorosos.
— ¡Mi Señor y mi Dios! —exclamó
con voz quebrada. ¡Has querido nacer también
aquí, entre nosotros!
Los aldeanos lloraban de emoción. Algunos afirmaron que oyeron el canto de los ángeles en lo
alto de la montaña. Otros juraron haber sentido
el calor de aquel Niño en su
pecho.
Cuando la misa terminó, Francisco se acercó al pesebre y tomó
en sus brazos al pequeño. El rostro del santo se iluminó como el
amanecer. Desde entonces, cuentan que jamás
volvió a ser el mismo: su corazón se llenó de una alegría pura, como si hubiera
sostenido en sus manos el amor mismo de Dios.
Aquella noche, el pequeño pueblo
de Greccio se convirtió en el
primer Belén del mundo. Y desde entonces, en cada rincón de la tierra, las familias
levantan su nacimiento, colocando figuras de barro, madera o papel, repitiendo
el gesto de San Francisco.
Cada vez que una madre coloca al Niño Jesús sobre la paja, o un niño
enciende una vela frente al portal, el milagro de Greccio vuelve a nacer. Porque no
importa el lugar ni el tiempo: mientras haya
corazones sencillos que esperen en silencio la llegada del Amor, Dios seguirá naciendo cada Navidad.


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