diciembre 01, 2025

Miguel Ángel Moral Quero

 


EL PRIMER BELÉN
DE LA HISTORIA







Un cuento de Navidad inspirado en San Francisco de Asís

 El invierno había caído temprano aquel año sobre las montañas de Italia. El pequeño pueblo de Greccio dormía entre los pliegues de la roca, cubierto por un manto de nieve que resplandecía bajo la luna. Las chimeneas lanzaban columnas de humo que se perdían en el cielo estrellado, y solo el sonido lejano de un arroyo rompía el silencio.

Por los caminos cubiertos de escarcha caminaba un hombre envuelto en un tosco sayal. Descalzo, delgado, pero con los ojos llenos de una luz que parecía venir del mismo cielo. Era Francisco de Asís, el hombre que había renunciado a todo lo que el mundo llama riqueza para abrazar la pobreza y la alegría del Evangelio. A su lado caminaba fray León, su fiel compañero, tiritando bajo la helada.

Hermano León —dijo Francisco con voz serena—, ya se acerca la fiesta del Nacimiento del Señor.

—Sí, padre —respondió el fraile, soplando sus manos para entrar en calor. Pronto cantaremos los villancicos y celebraremos la misa de la noche santa.

—Pero dime, hermano, ¿no te gustaría ver con tus ojos cómo fue aquello? —preguntó el santo, deteniéndose bajo un olivo cubierto de escarcha. Ver la pobreza del pesebre, la sencillez del Niño, la ternura de María, el silencio de José.

Fray León sonrió con ternura.

—Eso solo pudieron verlo los pastores de Belén, padre.

—Entonces —dijo Francisco con una chispa en los ojos—, hagamos de Greccio un nuevo Belén.

Durante los días siguientes, el rumor corrió por el valle. Francisco quería celebrar la Navidad de una manera nunca antes vista: recrear el nacimiento de Jesús en una cueva de las montañas. Los aldeanos lo miraban con sorpresa, pero la sencillez del santo los contagiaba. Pronto todos se ofrecieron a ayudar. Los niños recogían ramas secas, los pastores prestaban sus animales, y las mujeres tejían mantas para el establo.

—No quiero oro ni adornos —repetía Francisco. Solo quiero ver la pobreza en que nació el Rey del cielo.

Eligieron una gruta natural, en lo alto de un monte cercano. Era un refugio donde los pastores solían resguardarse de las tormentas. Allí, bajo un cielo cubierto de estrellas, levantaron con sus propias manos el primer portal de Belén. Colocaron un pesebre de madera, lleno de heno fresco. A un lado, un buey; al otro, una mula. En el centro, una figura vacía, esperando el milagro.

Llegó por fin la Nochebuena de 1223. Desde el pueblo subía una procesión de antorchas. Los cantos llenaban el aire, y las montañas parecían repetirlos en eco. Hombres y mujeres caminaban con el corazón encendido por la emoción. Cuando todos llegaron a la cueva, el fuego de las antorchas iluminó aquel sencillo pesebre. Francisco, de rodillas, permanecía en silencio. El sacerdote del pueblo comenzó la misa sobre una piedra, mientras el coro de frailes entonaba un canto que hablaba de paz y esperanza.

Y al momento de la homilía, Francisco se levantó. Su voz era suave, pero cada palabra parecía fuego.

—Hermanos —dijo, mirad la humildad de Dios. Él, que hizo el cielo y la tierra, quiso venir al mundo no como un rey, sino como un niño pobre. No nació entre palacios, sino entre animales. No tuvo mantos, sino paja. Y todo esto lo hizo por amor.

Mientras hablaba, las lágrimas corrían por sus mejillas. Nadie se atrevía a moverse. El viento se detuvo. Hasta los animales guardaron silencio.

Entonces ocurrió algo que los presentes nunca olvidaron: el pesebre ya no estaba vacío. Allí, sobre el heno, apareció un Niño dormido, envuelto en luz. Su rostro irradiaba ternura, y a su lado se inclinaban María y José, serenos, como si hubiesen cobrado vida.

Francisco cayó de rodillas y alzó los brazos temblorosos.

— ¡Mi Señor y mi Dios! —exclamó con voz quebrada. ¡Has querido nacer también aquí, entre nosotros!

Los aldeanos lloraban de emoción. Algunos afirmaron que oyeron el canto de los ángeles en lo alto de la montaña. Otros juraron haber sentido el calor de aquel Niño en su pecho.

Cuando la misa terminó, Francisco se acercó al pesebre y tomó en sus brazos al pequeño. El rostro del santo se iluminó como el amanecer. Desde entonces, cuentan que jamás volvió a ser el mismo: su corazón se llenó de una alegría pura, como si hubiera sostenido en sus manos el amor mismo de Dios.

Aquella noche, el pequeño pueblo de Greccio se convirtió en el primer Belén del mundo. Y desde entonces, en cada rincón de la tierra, las familias levantan su nacimiento, colocando figuras de barro, madera o papel, repitiendo el gesto de San Francisco. Cada vez que una madre coloca al Niño Jesús sobre la paja, o un niño enciende una vela frente al portal, el milagro de Greccio vuelve a nacer. Porque no importa el lugar ni el tiempo: mientras haya corazones sencillos que esperen en silencio la llegada del Amor, Dios seguirá naciendo cada Navidad.


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