El Milagro de la calle Toledano
Cabra, 1951.
En la calle Toledano número 10, en una modesta vivienda desde cuya ventana se divisaba la torre de la Parroquia de la Asunción, vivía una familia sumida en la pena y la fe. Allí, entre paredes encaladas y silencio, un niño de apenas catorce años yacía postrado en una cama desde hacía cinco. Se llamaba Julián Muñoz Lama, y desde los nueve padecía los estragos de una cruel meningitis que, además de robarle el habla, lo había reducido a un cuerpo inerte y atormentado por espasmos.
Las noches eran eternas. El dolor, una visita habitual. Su madre,
Rafaela, mujer de coraje y entrañas firmes, apenas encontraba consuelo. Cuando
llegaban los ataques, en los que su hijo profería gritos inhumanos y su cuerpo
se convulsionaba con tal violencia que arrancaba jirones de ropa y mordía con
fuerza, lo envolvía en un mantón, lo arrastraba cuesta arriba por la calle
Álamos y lo llevaba, con lágrimas y súplicas, hasta la consulta del médico del
pueblo, don José Luis González Meneses.
Eran tiempos oscuros. De hambre, de escasez, de muerte callada en los callejones. España entera vivía aún las secuelas de la guerra, y en los arrabales, los niños caían como hojas secas. Julián no era una excepción. Médicos como don Miguel Rodilla, don Rafael Osuna o don José Valdivieso coincidían en el mismo diagnóstico: el muchacho no saldría de aquello.
"Está entregando la cuchara", decían. Y la madre, firme
en su fe, respondía: "Que me lo quite Dios, que es quien me lo ha
dado".
La medicina poco podía hacer. Las inyecciones, algunas
administradas con dolor por el practicante Felipín Serrano, apenas calmaban el
sufrimiento. La penicilina, que se traficaba de estraperlo a precio de una
casa, era un lujo imposible. Y el alma de la familia, consumida entre rosarios
y lágrimas, sólo se sostenía por la esperanza.
Aquel 4 de septiembre de 1951, mientras en las calles del pueblo
se celebraban las fiestas en honor a la Virgen de la Sierra, la imagen subía
por la calle Mayor camino de su santuario septembrino. Rafaela, arrodillada
junto al lecho de su hijo, le hablaba con dulzura:
—Julián, pídele a la Virgen que te pongas bueno… ¿Le estás
pidiendo, hijo?
El niño, mudo desde hacía años, entreabrió los labios y murmuró
algo. Su madre creyó que exhalaba su último aliento cuando lo escuchó
mascullar:
—“Ay... madre…”
Pero no murió.
Despertó.
Aquella noche fue distinta. Algo había cambiado. Al amanecer,
Julián se incorporó. Se levantó de la cama. Caminó. Subió y bajó escaleras. Y
habló. Como si la enfermedad no hubiese existido nunca. Como si el manto rojo
de la Virgen —el que más le gustaba— le hubiese cubierto en sueños para
devolverle la vida.
“La Virgen tiene un privilegio... la abrazó San Lucas”, repetía
con devoción muchos años después.
Los médicos no daban crédito. En especial don José Luis, quien
confesó a menudo:
—Lo creo porque lo estoy viendo, pero no tiene explicación
científica.
Veinte años después, la Iglesia reconoció oficialmente el milagro.
Pasaron las décadas. Julián creció, y con él, su amor por la
Virgen de la Sierra. Fue costalero, vestidor y hermano mayor. Durante más de
treinta años vistió a la Señora, con mimo, como quien viste a su madre. Siempre
que tocaba ponerle el manto rojo, aquel con el que fue curado, sonreía como un
niño. “Se me quedaba que ni pintao”, decía con orgullo.
En su hogar, los cuadros de santos y cofradías hablaban por él.
San Rodrigo, el Silencio, los Sayones. Todo giraba en torno a la fe. A su
Virgen. A su devoción inexplicable.
De niño, aprendió los misterios del culto gracias a un zapatero
apodado Torito, quien le enseñó cómo arreglar los ropajes sagrados y le introdujo
en los caminos cofrades. También lo formaron los sacerdotes de la Escuela del
Ave María, como don Antonio Povedano y don José Burgos; este último, incluso,
le daba clases de balde.
Había nacido pobre, pero lleno de una fe que lo elevaba por encima
de toda miseria.
Pero si hubo algo que marcó para siempre aquella historia, fue un objeto. Un pijama rasgado, hecho jirones por los espasmos, que su madre conservó con celo durante toda su vida. Cuando Rafaela falleció, entregó el trozo de tela a Sierrita, la esposa de Julián, con la condición de que lo guardara tal como ella lo recibió: doblado en tres pliegues. Nunca fue lavado. Nunca fue expuesto. Aun hoy permanece oculto, envuelto en misterio y respeto, como un relicario silencioso del milagro.
Solo una vez abandonó aquella casa. Solo una. Y nunca más. Porque
ese trozo de tela no es un recuerdo cualquiera: es parte del milagro.
Un caluroso día de julio, ya octogenario, Julián recibió una
visita que removió viejos recuerdos. Habló con emoción, con alegría. Y aunque
ya no contaba todo lo que sabía, porque hay secretos que solo se comparten con
la Virgen, su sonrisa lo decía todo. Aquel día, como decía el periodista Paco
Carmona, Julián volvió a subir la sierra andando, “como si tal cosa”, con 65
años ya cumplidos, sin más secuela que una fe inmensa.
"La Virgen de la Sierra lo es todo para mí", dijo,
mientras apretaba con cariño la mano de su esposa.
Y así, entre historias, confidencias, reliquias invisibles y
sonrisas agradecidas, se despedía un hombre que había vivido un milagro. Que lo
había guardado con pudor, con humildad, con amor. Que lo había vestido cada
septiembre con manos temblorosas, con el alma encendida, con el recuerdo de
aquel 4 de septiembre grabado para siempre en su corazón.
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