octubre 01, 2025

Antonio Fernández Álvarez (escribidor de sueños)

 


Relato corto







La Familia

De aquellos años de infancia, cuando los fines de semana de diciembre y enero acompañaba a mi abuela al olivar durante la recogida de aceitunas, guardo el recuerdo vívido del frío que calaba hasta los huesos. Ese mismo frío que hoy, con los años encima, vuelve a visitarme con intensidad cada invierno.

La finca sigue siendo nuestra. Yo nunca trabajé en el campo; de niño solo acudía los fines de semana con mis primos, lo que permitía a nuestros padres y tíos avanzar en la recolección sin preocuparse por nosotros. Los viernes, al salir de clase, mi abuela nos recogía del colegio y nos llevaba a la finca en un antiguo Seat 1500 que había pertenecido a su difunto marido. A unos cuatro kilómetros del pueblo donde vivíamos, la finca albergaba una vistosa casa de campo donde nos esperaban mis padres, mi tía Pepa —hermana de mi madre— y su esposo, don José. Todos le llamaban así porque él lo exigía. Era secretario del ayuntamiento y licenciado en Derecho, un cargo notable por entonces. Siempre me pareció vanidoso; incluso mis padres debían tratarlo con ese título.

Mi abuela, dueña de la finca heredada de sus padres, había enviudado joven. En una época en la que la mujer estaba supeditada al hombre, ella se rebelaba. Nunca consintió que su yerno le impusiera llamarlo don José. Para incomodarlo, a veces lo llamaba "Pepito" y, con una sonrisa afectuosa, decía: —Es que en el fondo te quiero como a un hijo.

Lo cierto es que aquel trato respondía al resentimiento por un episodio humillante que vivió con él. Yo tenía doce o trece años, era 1975. Al morir su marido en 1965, mi abuela necesitó el permiso de un hombre para acceder a la cuenta bancaria, y ese hombre fue don José. Diez años después, con la aprobación de la Ley 14/1975, que liberaba por fin a las mujeres de esa dependencia legal, ella se lo comunicó con ironía:

—José, ya he arreglado todo en el banco. Así no tendrá que perder el tiempo acompañándome a firmar papeles, gestionar la finca o sacar dinero. Por fin le he liberado de tantos trastornos.

En lugar de agradecerlo, don José reaccionó con furia. Se sintió desposeído de un poder que nunca le perteneció. Le alzó la mano. Por fortuna, mis padres y mi tía no estaban presentes. Pero mi abuela no era de las que se amilanan. Cansada de tanto, elevó la voz y, con una firmeza que aún recuerdo, le dijo:

—Si no te echo a patadas es por mi hija —nos miró a mis primos y a mí, y añadió—: Estos mocosos no han visto ni oído nada.

Asentimos al instante.

—Y tú, sí, tú. Se acabó tu altanería para conmigo. Esta es mi casa, esta es mi finca. Puedes disfrutar de sus frutos por ser el marido de mi hija, pero si se repite un arrebato como el de hoy, juro por mi difunto marido que saldrás de aquí con los pies por delante.

Aunque solo estábamos los tres nietos —la mayor, mi prima Loli, apenas un año mayor que yo—, don José se ruborizó y, recogiendo velas, no solo le pidió perdón, sino que, fingiendo o no, la felicitó por su determinación. Reconoció en voz alta lo que todos sabíamos: que era una mujer valiente y brillante para los negocios.

Desde entonces, evitó quedarse a solas con ella. Aunque no participaba en las labores agrícolas, empezó a ayudar en tareas menores: en la zaranda, limpiando las aceitunas de hojas y ramas. Incluso lo vimos ordeñando o vareando olivos. Tan insólita era su presencia en el campo, que los jornaleros contratados por la abuela comenzaron a murmurar. Se decía que se había sobrepasado con ella o que había manejado mal los fondos. Rumores infundados.

La abuela, siempre digna, decidió atajarlos. Durante la comida de fin de campaña —el arremate—, se levantó y habló con serenidad:

—No voy a permitir chismes en mi casa. Menos aún si dañan la honra de los míos. Nada de lo que he escuchado es cierto. Y quien quiera volver a trabajar aquí el próximo año, deberá retractarse de cualquier comentario que haya manchado el nombre de mi yerno.

Hizo una pausa, pensativa. Tal vez comprendió que usar el título "don José" reforzaba su mensaje:

—Dejar en entredicho la honestidad de don José es mancillar mi propio nombre.

Aquel gesto marcó un punto de inflexión. Don José cambió. Participó activamente en la gestión de la finca, animó a mi abuela a crear su propia marca de aceite, e incluso fue pieza clave en el proyecto de una almazara. Con el tiempo, el aceite que elaboraban obtuvo denominación de origen por su calidad excepcional.

Yo crecí entre olivos y estudios. La finca se convirtió en mi refugio y fuente de inspiración. Decidí estudiar Turismo, especializándome en administración hotelera y marketing. Al acabar la carrera, propuse un proyecto de oleoturismo. Mi abuela aceptó con una condición: la inversión no debía superar el monto de mi futura herencia. Don José me respaldó con asesoría legal y un préstamo complementario.

Así nació nuestro centro de oleoturismo: rutas entre olivos, visitas a la almazara, catas de aceite, alojamientos rurales en antiguos establos, y próximamente, un restaurante en una ubicación privilegiada, a más de mil metros de altitud, con carnes naturales de nuestra propia ganadería. Un sueño hecho realidad.

Don José falleció repentinamente de un infarto. Desde aquella defensa que le brindó mi abuela, se había transformado. Ya no exigía que le llamasen don José, ni a mis padres ni a los trabajadores más veteranos. Me sorprendió al dejarme, en herencia, el saldo restante del préstamo. Mi tía rechazó que se lo devolviera. Mis primos no pusieron objeción.

La abuela sintió su muerte con tristeza genuina. Aquel conflicto inicial acabó acercándolos. Él reconoció sus errores; ella entendió que era un hombre solitario. Con el tiempo, se ganó el afecto de quienes le rodeaban y se volcó en la familia. Buena parte de lo logrado fue gracias a su ímpetu. Por eso, todos celebramos que el restaurante lleve su nombre: "Don José".

El tiempo, inevitable, pasa. Nos marca con sus huellas. La abuela y don José nos enseñaron, desde niños, el valor de la familia. Años después, ese aprendizaje nos sostuvo en la adversidad. Porque la familia —nos enseñaron— es el lugar donde uno puede ser, crecer y fortalecerse. Con afecto, respeto y honestidad como pilares. Con coraje para no desfallecer.

La finca, legado de mis bisabuelos, nos unió. Tras la muerte de la abuela, mi madre y mi tía —viuda de don José— heredaron la propiedad. Mi padre y yo continuamos los proyectos. Luego, tras su fallecimiento en un trágico accidente, mis primos dejaron sus vidas atrás para unirse a mí en continuar el legado.

Hoy son mis sobrinos y mi hijo quienes llevan adelante esta visión: el crecimiento del oleoturismo, la excelencia del aceite, el prestigio del restaurante, que ya ostenta estrellas Michelin y premios internacionales. Pero el precio ha sido alto.

El accidente ocurrió cuando íbamos a una feria internacional. Perdí a mis padres y a mi tía. Yo fui el único superviviente. Desde entonces, estoy postrado en una silla de ruedas. Y a veces, siento que la cabeza me falla.

Durante meses me culpé por haber insistido en que me acompañaran. Me atormentaba. Tal vez todo habría sido distinto si aquel kamikaze no hubiese entrado en la autovía en sentido contrario. Él también sobrevivió. No sé si carga con su culpa como yo con la mía, que no es racional, pero duele igual.

Mis primos me sostuvieron. Tal vez porque aquel día, de niños, presenciamos el valor de una abuela que no se doblegó y aprendimos, sin saberlo, que la familia es lo más importante.

Han pasado los años. A veces, la memoria me abandona. En este enero gélido, frente a la gran chimenea del restaurante, el calor no basta para aliviar mis huesos. Y el recuerdo de aquellos inviernos de infancia me envuelve. Mis dolores ya apenas me dejan mover. Sé que la vida se me escapa. Me ha parecido ver a don José. A la abuela. A mis padres. También a mi tía...

El libro que sostenía ha caído. Oigo la voz de mi hijo llamándome, pero no puedo responderle. Intento esbozar una sonrisa, para que, al cerrar mis ojos, no le invada una pena mayor. Sé que saldrá adelante. Tiene a su familia. Y sé que sabrá aferrarse a ella, como hicimos todos.

Don José me está llamando. Camino hacia una luz blanca e intensa, que no hiere mis ojos. Allí me esperan mis padres, mi tía... El abrazo que me ofrecen borra todo el dolor, toda la culpa. Don José me da la mano, como cuando era niño. Caminamos juntos hacia la luz. Pero antes, miro atrás y veo a mi hijo, arropado por sus primos, consolado. Sonrío.

Sé que la familia es lo más importante.

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