Relato corto
Charlas con don José Solís
NOTA: Es un diálogo ficticio y lúcido con la estatua
de don José Solís Ruiz. Mediante una conversación cargada de ironía, crítica
política y humanidad. El narrador -un ciudadano cualquiera, inquieto y
consciente- interpela a Solís desde la actualidad, cuestionando la permanencia
de su efigie en un espacio público.
El personaje de don José, con voz propia, se defiende con humor, resignación y cierta nostalgia, dibujando así una figura que va más allá de la simple caricatura ideológica.
PRIMERA CHARLA
Una tarde cualquiera,
en uno de esos paseos solitarios por el parque de Cabra —ese que todos conocen
como El Paseo— me detuve, como tantas veces, frente a la estatua de
don José Solís. Y por algún motivo, quizá por costumbre o por rabia contenida,
le hablé.
—Buenas tardes, don José. —le
dije, casi sin pensarlo—. ¿Puedo hacerle una pregunta?, que llevo
haciéndome desde que se promulgó la Ley de Memoria Democrática.
—¡Dígame, joven!
Aunque antes deberá aclararme: ¿qué ley es esa?
—Pues verá… no sabría
muy bien explicársela del todo, porque a mí me parece una ley taimada y escrita
con trazo partidista. Y me disgusta, porque creo que busca borrar un pasado y
crear una fabulación sobre las bondades del otro bando, que ciertamente no se
ajustan a la realidad.
—¿Pero de qué me está
hablando?
—Hablo de una ley que
promueve eliminar los símbolos franquistas que aún subsistan. Dice
literalmente: “Retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o
menciones de conmemoración, así como todos los nombres de calles y monumentos
franquistas”.
—¿Y qué tiene que ver
eso conmigo?
—Verá, usted fue, en
1946, designado procurador en las Cortes franquistas, cargo que ocupó durante
casi todo el periodo de la dictadura hasta diciembre de 1975. Fue nombrado
delegado nacional de Sindicatos, aquellos que durante el régimen llamaban el
Sindicato Vertical. Cierto es que, por su talante, llegó a ser conocido como
“la sonrisa del régimen”. Y durante su etapa contribuyó a expandirlos y
modernizarlos, alcanzando su máxima proyección. La obra sindical “Educación y
Descanso” se convirtió en uno de los instrumentos más populares de los
Sindicatos entre la clase trabajadora, gracias a su red de instalaciones
recreativas y a sus actividades culturales. Además, fue nombrado
ministro-secretario general del Movimiento en febrero de 1957, compaginando
ambos cargos.
—Veo que ha hecho los
deberes y ciertamente conoce mi trayectoria política. Pero sigo sin ver qué
tiene que ver esa ley conmigo.
—¿No lo ve? Usted es
un franquista de libro. Su monumento aquí es, cuanto menos, contrario a esa
ley.
—¡No olvida algo,
joven! No recuerda que, desde el 11 de diciembre de 1975 hasta el 7 de julio de
1976, fui ministro de Trabajo, formando parte del primer gobierno posterior a
la muerte de Franco.
—Sí, y que usted naciera el 27 de septiembre de 1913 en esta localidad cordobesa de Cabra es, sin duda, la razón por la que su efigie sigue aquí, en este parque conocido popularmente como El Paseo, uno de los jardines públicos más antiguos de Andalucía, construido allá por el año 1848 por el alcalde José Alcántara Romero. ¡Y por qué no decirlo! Por tantos y tantos favores que no solo le deben muchos paisanos que acudían a usted en Madrid en busca de ayuda, sino también la propia ciudad de Cabra. Dicen —cuentan las malas lenguas— que el hospital Infanta Margarita, ubicado en nuestra ciudad e inaugurado el 25 de junio de 1982, y que es el segundo hospital en tamaño y relevancia de la provincia tras el Reina Sofía de Córdoba, fue usted quien logró que se construyera aquí, en Cabra.
—Ande, ande, calle,
calle… No dé tanto pábulo a los chismes. Uno hizo lo que tenía que hacer, en
bien de procurar la prosperidad de su patria chica. Pero no le dé más vueltas:
las mentiras se tornan verdad a fuerza de repetirlas. Pero dígame: tanta
perogrullada y aún no me ha hecho la pregunta. Venga, no se corte.
—Casi creo que ya me
la he respondido yo mismo en mi anterior argumentación. Pero ahí va: ¿por qué
cree que no han retirado su esfinge?
—Joven, no les dé
ideas. Argumentos no tienen. Pero si fueran capaces… ¿usted qué haría?
—Bueno, yo les
rogaría que me dejaran quedarme con su efigie. Buscaría un rincón bonito en
casa, que a usted le agradara, y así podría seguir charlando con usted.
—Pues no sé qué
decirle qué es peor: si aguantar su cháchara el resto de su existencia o temer
que una desalmada ley pretenda retirarme de esta encantadora plaza de mi
parque.
—¿Me está diciendo
que no le ha agradado mi conversación?
—Más bien ha venido a
inquietarme mi existencia aquí… y encima a condenarme a su plática. Jajaja.
—Bueno, don José, no
se ponga usted así. Estoy seguro de que no se atreverán.
CONTINUARÁ…………


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