noviembre 01, 2025

Antonio Jesús Morante Pineda


 


EL REMOLINO





A veinte km de Ilión, la antigua Troya, año 190 A.C. En una de las ciudades más importantes de la actualidad, llamada Ilión , hay un ejército acampado. Un ejército grande, ordenado por Mileto, la ciudad, con el objetivo de ayudar en una de las guerras más importantes de esta época. Dos de las ciudades que mayor comercio y dinero regentan: Ilión, se defendía de la invasión romana con sus respectivos aliados, como ocurrió algunas veces en el pasado.

En el campamento hay dos soldados, sentados al lado de una hoguera y salvaguardados del fresco de la noche, negra como el azabache. Uno de ellos vestía con la panoplia y llevaba una capa, que en antaño fue carmesí, pero ahora viste de un marrón rosado, debido a un largo viaje. El otro hombre, más veterano y con una túnica ligera, jugueteaba con el fuego hasta que su curiosidad le hizo hablar:

— ¿Cómo decías que te llamabas, viajero?

— Mi nombre no importa, lo único que debes de saber es que estoy de tu bando, ¿No crees que ya es suficiente?

— No hace falta hostilidad, amigo, yo me llamo Laertes y me uní a esta empresa con el objetivo de recaudar una fortuna, ayudando a Ilión, aunque a cambio tendré que luchar con hermanos griegos en contra de los hijos de la loba. ¿Qué te trae a ti aquí, viajero? ¿De dónde vienes? — Comentó Laertes mientras tiraba un palo al fuego.

— Vengo de Aegabro, una lejana tierra de Hispania. Y lo que me trae aquí es una mujer de mi tierra.

— ¿Tan largo viaje por una mujer? Estás loco, viajero, Dionisos ha nublado tu juicio — Comentó Laertes dando vueltas a su dedo en la sien, tratando de entender que el viajero estaba loco.

— No lo entenderías, Laertes, no hablo de una mujer cualquiera, hablo de alguien importante, una mujer que cambiará el destino de mi pueblo; se llama Flaminia. Los romanos han venido a por su secuestro, pero tendrán que llevarme al Hades primero. 

— Pero, viajero, si según tengo entendido han venido a por un guerrero, no una mujer, aparte de controlar el comercio del mar Egeo. Todo esto por una mujer, parece que vamos a revivir esa batalla de la que hablaba Homero — Dijo Laertes entre risas ante lo irónico de sus palabras.

— Te equivocas, Laertes, es una mujer, sacerdotisa de Isis, pero te aseguro que se trata de ella y es más fiera que cualquier guerrero, luchando como siempre ha hecho en su vida y por lo cual me hace estar muy orgulloso de ella. Además, tiene un corazón enorme y siempre se ha puesto de parte del débil.

— ¿Y esta Ilión, aparte de la famosa guerra de Troya, no ha sido la primera vez que se destruye, no? — Preguntó el viajero a su compañero de hoguera.

— Sí, exactamente; aparte de la guerra entre troyanos y aqueos hubo varias guerras y terremotos que destruyeron la ciudad. Ahora estamos otra vez ante otra guerra justo cuando Ilión estaba floreciendo, el ser humano y su ambición. En fin, viajero, mañana estaremos luchando contra los que quieren privarnos de libertad. Ojalá Tyché te honre y encuentres lo que buscas. Debemos descansar para estar frescos.

En ese instante Laertes dejó de hablar y se tumbó al lado de la hoguera y cerró los ojos, dispuesto a descansar lo que su propio nerviosismo le permitiera. El viajero comenzó a quitarse la panoplia e ir en la oscuridad de la noche a darse un baño a un riachuelo cercano. Mañana le venía un día duro; pensó un instante en esa mujer y en cómo esa mujer podía cambiar el rumbo del destino.

A la mañana siguiente, el sol rasgaba el horizonte dejando marcas de luz en un cielo estrellado, donde las estrellas se disponen a dormir mientras todo el cielo comienza a iluminarse dejando un reflejo de colores azulados. Todos en el campamento empezaban a despertarse; el viajero no había pegado ojo. Laertes, su compañero de hoguera, le observaba, con ojos pegados por legañas y con la cara de fastidio de un hombre al que no le gusta madrugar. El viajero estaba de pie comiendo un trozo de queso de cabra en lo alto de un pan mohoso mientras veía ese fascinante espectáculo que era ver a todo el campamento que empezaban a recoger las tiendas, a apagar hogueras, a comer restos de resina y fruta que tenían en sus alforjas.

— ¡Buenos días, Laertes! — gritó con cierta sorna.

— Buenos días, viajero, hoy es nuestro gran día ¿Estás preparado? — Dijo sonriente Laertes.

— Listo o no, lucharemos, la huida no será una posibilidad — Se expresó pensativo el viajero. Le dio un último bocado al pan y se lo pasó a Laertes.

— Come algo, te hará falta — Comentó mientras avanzaba hacia un caballo donde guardaba las pocas pertenencias que se había traído de su tierra. Se puso la coraza, grebas de bronce, ató el casco corintio a su cintura con una cuerda y cogió su áspide, un escudo redondo en el que aparece pintado un ser divino, Medusa.

De pronto, un general empezaba a gritar que avanzaran hacia Ilión. Al poco tiempo todo el ejército estaba preparado para la marcha; según parecía sería una marcha forzada, tenían que llegar pronto. El viajero lanzó un beso al cielo por si no volvía con vida y comenzó a caminar. El terreno era pedregoso con pocas sombras, a la vez que el día estaba ya caluroso a pesar de que estaba amaneciendo. Al horizonte se veía una montaña de altos cipreses que escondían la ciudad de Ilión. Ciudad de altas murallas y fieros guerreros, al igual que un río que a simple vista solo albergaba vida pero escondía piedras afiladas como espadas. Siguieron avanzando sin descanso hasta que llegaron a la montaña; las sombras les daban algo de descanso y cobijo a ese calor infernal.

Los generales gritaban: "¡Parad!", y todos ellos, leales guerreros, paraban el paso. Un hombre alto que entraba en la cuarentena de edad, empezó a hablar. Tenía el pelo largo y el bigote afeitado al estilo espartano; el pelo dejaba ver unas hebras de un gris claro, como la nieve deja sobre la roca la misma marca. Tenía ciertas arrugas de expresión, pero dejaba ver una piel tensa y fuerte como el propio cuero. Preparó su garganta con una tos suave y dijo:

— Soldados... Hoy hemos venido aquí a luchar con honor, con nuestros propios hermanos y en contra de lobos que ya se han comido nuestra Grecia; solo queda una pequeña resistencia, pero con la certeza de que la lucha por lo que queremos es lo que más merece la pena en esta vida.

En ese instante, mientras la voz del general ocupaba un segundo plano en su conciencia, se permitió el lujo de pensar en Flaminia, en pensar en ella una vez más y en todo lo que estaba dispuesto a sacrificar por volver a ver su sonrisa. Esa sería la última vez que él podía permitirse desconcentrarse antes de la batalla; tenía que tener la mente en el objetivo que le había traído hasta allí.

De repente sus compañeros gritaban y volvían a la realidad; imaginaba el viajero que era por las frases motivadoras del general. Finalmente, para terminar, el general espartano dice:

— Con nada más salgamos de la montaña bajaremos la ladera en carrera y montaremos la falange por el flanco derecho de Ilión. Los romanos no se esperan esta ayuda, así que por Zeus, que les pillemos de sorpresa; luchad, soldados, y volver, con el escudo o sobre él.

Todos sacaron de sus gargantas un rugido de animal. El viajero se caló el casco corintio atado a su cintura; el sonido se amortiguaba con el casco y solo escuchaba ruido que no sabía interpretar. Volvieron a andar más ligeros, y más, y más; pasaban a un trote liger, veían el pico de la montaña con un corte iluminado por el sol, como si se tratara de la señal de salida de una carrera. Ya no había marcha atrás, los dados estaban echados, la batalla era inminente. Todos bajaban corriendo la ladera abajo como almas guiadas por el mismísimo Ares ; con cada paso que daban más cerca se veía el enemigo. El viajero miraba para todos lados como buscando en aquella especie de hormiguero a ella; toda su búsqueda fue en vano. Corrían con la lanza en alto y el escudo al frente, intentando montar una falange con un baile de pies casi hipnótico. El enemigo estaba a unos metros, estaban de espaldas, luchando contra un contingente de Ilión; uno de ellos se dio la vuelta y con cara de espanto descubrió la desagradable sorpresa que les esperaba. Sin tiempo para protegerse, le atravesó con su lanza a la altura del pecho, que perforó su coraza y su tórax provocando una muerte casi instantánea. Intentó retirar la lanza del cuerpo, pero se parte la punta y solo extrae una vara de madera que sirve de poco. El resto de los enemigos corren la misma suerte que su enemigo y acababan con un importante contingente romano que no esperaban que un ejército enemigo apareciera por las montañas.

CONTINUARÁ…………


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