7 de
noviembre de 1938
La suerte y
el destino
Por: Antonio Fernández Álvarez
Hora: 7:10 de la mañana, las hermanas Vicenta Álvarez Muñoz de 11 años y Emilia Álvarez Muñoz de 3 años, estaban en el puesto de frutas y verduras que su abuela Vicenta Chacón Pérez tenía en la plaza de abastos de la localidad de Cabra (Córdoba).
La pequeña Emilia, muy revoltosa, quería que su
abuela le comprase una porra de
jeringos y no paraba de incordiar con su letanía:
—Abuela, cómprame jeringos, abuela cómprame jeringos.
La abuela le dijo que
ahora cuando viniese su padre de la huerta, que había ido a por calabazas, le
compraría una porra, pero que tenía que portarse bien.
La niña miraba para un lado y otro del puesto como
buscando a su padre, el cual venía cargado con un carro desde las huertas de Alcantarilla hasta la plaza de Abastos y que en ese momento
entraba en la plaza.
—¡Papá, papá!, gritaba la pequeña Emilia, ¡abuela, ya viene
papá!
Su padre, Antonio Álvarez Escalera, descargó la
mercancía, alzó a la pequeña a sus brazos y cogió de la mano a Vicenta, se despidió de su suegra, le
dio las gracias por haberse hecho cargo de ellas mientras él traía la mercancía
y dijo que les compraría churros
y se irían a desayunar a casa.
De camino a casa, la pequeña Emilia mordisqueaba un trozo de porra de jeringos que su padre le daba.
Vicenta llevaba en una de sus manos las dos porras que su padre había comprado para ellas, las cuales introducidas en un junco de
color verde que se obtenía de una planta que suele crecer en las orillas de los
pantanos, servían para facilitar su transporte. Con
la otra mano cortaba pequeños trozos que degustaba.
A pesar de la corta
distancia que había desde la plaza de
abastos hasta la casa donde vivían, el padre les llamó la atención: «Cuando lleguemos a casa no os va a quedar
jeringos, habréis de tomaros la leche sola».
El ensordecedor ruido
proveniente de tres aviones republicanos, modelo soviético Tupolev SB-2, más conocidos como Katiuskas, no dejó escuchar lo que el
padre decía.
La pequeña se asustó y rompió en llanto. Vicenta se
abrazó a una pierna de su padre y este, imaginándose lo que habría de ocurrir,
apresuró el paso hacia casa.
Hora: 7:31. Al volver la esquina de la calle Juan Grande con la calle Norte, que era donde se encontraba la vivienda familiar, la explosión de las primeras bombas que los aviones arrojaban sobre la plaza de abastos hizo que el padre de las pequeñas pensara no solo en su suegra, que estaba en el epicentro del bombardeo, sino en todas las personas que se hallaban en la plaza, no solo de la localidad, sino de toda la comarca, pues era día de mercado semanal y sin duda por la intensidad del bombardeo, dejaría muchos cadáveres y heridos.
Los aviones siguieron su
rumbo y soltaron también bombas en la calle
Platería, Juan de Silva y
en el barrio de Villa.
Cuando todo hubo acabado se contabilizaron 109 muertos y más de 200
heridos.
Por suerte, aunque volaron
el puesto de la abuela de las niñas, esta solo resultó herida por metralla y, a
Dios gracias, pudo restablecerse.
Las niñas nunca habrían de
olvidar aquel día en el que su padre,
de haberse demorado un poco más en llegar a entregar las calabazas, podrían
haber perecido, pues se arrojaron bombas de 15, 70, 100, 250 y 500 kilos, lo
que provocó que en el mercado de
abastos muriesen 35 personas en el acto y 14 posteriormente a consecuencia
de las heridas. Mujeres, niños, hombres...
Para las niñas Vicenta y Emilia, comer jeringos
nunca fue precisamente un regocijo, pues evocaban aquella trágica mañana en la que su pueblo, Cabra (Córdoba), alejado del frente activo, pues se encontraba a 1000 km, sin medios de defensa y
cuando estaba a punto de acabar la guerra, fue bombardeado sin piedad por tres
aviones republicanos.
Una barbarie olvidada, un bombardeo
inútil, un hecho luctuoso que incluso parece querer ocultarse, una ignominia
más que sufrimos los egabrenses.
NOTA: En el 87 aniversario sirva este relato breve, como una poderosa cápsula de memoria que evoca el Bombardeo de Cabra (Córdoba). El momento de la salvación por un instante de Emilia, mi madre, Vicenta, mi tía y Antonio, mi abuelo. El contraste dramático de la inocencia de la vida cotidiana frente al terror repentino. Un testimonio de supervivencia y trauma.
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